Los Oscar hacen las paces con el cine de género


Jamie Lee Curtis y Michelle Yeoh han sido premiadas en los Oscar por 'Todo a la vez en todas partes'.

Aquellos que me conocen, y quienes sigan este blog de forma más o menos asidua, saben que el cine de género es una de mis debilidades. Me parece que es una de las formas más fascinantes y eficaces de analizar el mundo que nos rodea al mismo tiempo que entretiene, lo que a la larga termina por facilitar la transmisión de ideas. Por eso este año tengo sentimientos encontrados con los Premios Oscar.

Por un lado, me encanta que una película como Todo a la vez en todas partes haya arrasado en la gala. Quiero pensar que sea el principio de un idilio duradero de estos premios con el cine fantástico y de ciencia ficción, aunque mucho me temo que es solo una gota en el desierto (ya ha ocurrido antes, así que no hay muchas esperanzas). Pero por otro, creo que el film de los Daniels (Daniel Kwan y Daniel Scheinert) no tiene lo que hay que tener para ser considerado lo mejor del año, sobre todo teniendo películas como Almas en pena de Inisherin, una joya visual, interpretativa y sensorial. O Los Fabelman, que es una lección de cinematografía casi en cada plano. No es que la ganadora no se lo merezca, pero sinceramente creo que ha habido otras películas mejores, más elaboradas en todos los aspectos que conforman una obra audiovisual. En todo caso, siempre es bienvenido un reconocimiento como este para este tipo de cine.

Siete Oscar, todos ellos importantes (Película, Director, Guion Original, Actriz, Actriz Secundaria, Actor Secundario y Montaje). Pocas veces se ve esto en una obra de estas características que, según ya se han encargado de decir muchas presuntas voces entendidas, o no se entiende o es demasiado extravagante. Bueno, para gustos los colores. En realidad, creo que los premios que ha recibido el film, más allá de su calidad, vienen a terminar con algunas injusticias históricas. Para empezar, la de Jamie Lee Curtis (Mentiras arriesgadas), una actriz que construyó su carrera sobre los gritos de las películas de terror pero que es una de las grandes de su generación, por mucho que parezca molestarle a Angela Bassett (¿de verdad que se valoró dar el Oscar a una actriz que sale diez minutos en un blockbuster de superhéroes?). Y para continuar, la de Michelle Yeoh, una actriz sólida capaz de hacer papeles de lo más dispares.

Y luego están los premios a las interpretaciones masculinas. Creo que lo que hace Brendan Fraser en La ballena es inclasificable, sobre todo teniendo en cuenta el calvario personal, emocional y profesional que ha vivido en los últimos años. Y sobre Ke Huy Quan, ¿qué decir? Soy de la generación que creció viendo cómo Indiana Jones «adoptaba» a Tapón en Indiana Jones y el templo maldito. Ver cómo aquel niño recogía la estatuilla siendo un adulto que había estado a punto de dejar la interpretación es un modelo a seguir para todo aquel que quiera dedicarse a esto.

Lo cierto es que esta 95ª edición de los Oscar dejan pocas novedades más. Tal vez la decepción de que Argentina, 1985 no se llevara el premio a Mejor Película de Habla No Inglesa, aunque hay que reconocer que Sin novedad en el frente es una cinta que merece pocos reproches (y estaba nominada también a Mejor Película, así que poco había que hacer). Siempre defenderé un mayor reparto de los premios, da igual donde sea. Creo que estas galas deberían de servir para reconocer la calidad de varios films, y concentrar los principales premios tan solo en un título tiende a ofrecer una mirada falsa de lo que ha sido el año. Esta ocasión no es diferente, pero si al menos sirve para poner el foco en el cine fantástico y en las temáticas originales que van más allá del drama o el biopic, bienvenida sea.

A continuación encontraréis la lista de Ganadores de la 95ª edición de los Oscar.

Mejor película: Todo a la vez en todas partes.

Mejor director: Daniel Kwan y Daniel Scheinert, por Todo a la vez en todas partes.

Mejor actor principal: Brendan Fraser, por La ballena.

Mejor actriz principal: Michelle Yeoh, por Todo a la vez en todas partes.

Mejor actriz de reparto: Jamie Lee Curtis, por Todo a la vez en todas partes.

Mejor actor de reparto: Ke Huy Quan por Todo a la vez en todas partes.

Mejor película de animación: Pinocho de Guillermo del Toro.

Mejor película internacional: Sin novedad en el frente (Alemania).

Mejor guión adaptado: Sarah Polley por Ellas hablan.

Mejor guión original: Daniel Kwan y Daniel Scheinert por Todo a la vez en todas partes.

Mejor documental: Daniel Roher, Odessa Rae, Diane Becker, Melanie Miller y Shane Boris, por Navalny.

Mejores efectos visuales: Joe Letteri, Richard Baneham, Eric Saindon y Daniel Barrett por Avatar: El sentido del agua.

Mejor fotografía: James Friend, por Sin novedad en el frente.

Mejor montaje: Paul Rogers, por Todo a la vez en todas partes.

Mejor diseño de producción: Christian M. Goldbeck y Ernestine Hipper, por Sin novedad en el frente.

Mejor vestuario: Ruth Carter, por Black Panther: Wakanda Forever.

Mejor maquillaje: Adrien Morot, Judy Chin y AnneMarie Bradley, por La ballena.

Mejor banda sonora: Volker Bertelmann por Sin novedad en el frente.

Mejor canción original: M.M. Keeravani y Chandrabose, por ‘Naatu Naatu’, de RRR.

Mejor sonido: Mark Weingarten, James H. Mather, Al Nelson, Chris Burdon y Mark Taylor, por Top Gun: Maverick.

Mejor cortometraje: Tom Berkeley y Ross White, por Un adiós irlandés.

Mejor corto animado: Charlie Mackesy y Matthew Freud, por El niño, el topo, el zorro y el caballo.

Mejor corto documental: Kartiki Gonsalves y Guneet Monga, por Nuestro bebé elefante.

‘Ámsterdam’: la misteriosa elección del género


Christian Bale, Margot Robbie y John David Washington protagonizan 'Ámsterdam'.

Hay algo fundamental a la hora de componer una historia a la que, al menos desde fuera, no se le suele dar demasiada importancia: el formato y el género. Estamos tan acostumbrados a ver series y películas que tendemos a dar por sentado que el modo en que se cuentan es el adecuado. Por ejemplo, ¿alguien se imagina la serie Friends como un drama? ¿O que Lo que el viento se llevó tuviera gags al más puro estilo American Pie? Pues en cierto sentido, esto es lo que le ocurre a la nueva película escrita y dirigida por David O. Russell (Joy).

No es que Ámsterdam sea una mala película. De hecho, es una historia muy interesante. Pero sus elementos pertenecen más al thriller y al cine negro que a la comedia dramática, y eso termina por generar un conflicto no solo en el espectador, sino en el propio corazón del film. La trama está construida con inteligencia, tratando de mantener cierta intriga a lo largo de sus primeros minutos, pero poco a poco, aspectos que nada tienen que ver con la historia terminan por devorar al conjunto y lo debilitan hasta desfigurar un proyecto con muchas posibilidades. Dicho de otro modo, la cinta tiene todo para ser una gran obra, pero se queda a medio camino por decisiones relativamente cuestionables. Y desde luego, una de ellas no es el espectacular reparto que protagoniza el film; contar con este plantel de actores y actrices incluso para papeles de apenas unos minutos es un lujo que cualquier director sueña tener. Russell lo sabe y lo aprovecha con acierto, a pesar de que algunos roles entren y salgan casi más como muletas para otros personajes que por tener una entidad propia.

Pero no, el problema radica más bien en el tono irónico que sobrevuela toda la trama. Más allá de un uso (y cierto abuso) de flashbacks tan largos que rompen la narrativa natural de la trama (uno de los pocos e importantes «peros» al guion, junto al ya mencionado formato), la cinta se mueve en todo momento entre un enfoque irónico de los hechos y una cierta locura e incomprensión en sus diálogos, dando la sensación de que los personajes siempre están un paso por delante del espectador. Es una falsa herramienta para crear la intriga, y se nota. Pero lo más interesante es ver cómo esta elección de un formato tragicómico termina por restar gravedad a un desarrollo argumental que toma como base unos hechos realmente inquietantes de la historia de Estados Unidos, y que no son otros que una conspiración nazi para hacerse con el control del país. Las imágenes finales del personaje histórico al que da vida Robert De Niro (El irlandés) consolidan esa sensación de que, a lo largo de sus algo excesivas dos horas y 15 minutos, se ha quitado algo de importancia a lo ocurrido, envolviéndolo en una suerte de viaje trastabillado en torno a tres personajes que encontraron en la amistad y el amor la salvación al horror de la guerra.

Esto, como mensaje pacifista, está muy bien. Y personalmente, creo que Ámsterdam es un producto más que correcto, bellamente filmado y con una reflexión en torno al poder, la amistad, la lucha de clases y aquello que es correcto, que merece mucho la pena. Sin embargo, el modo en el que se cuenta eso, la elección de la comedia y cierta extravagancia en la definición de sus personajes, le resta interés, y sobre todo crea una contradicción entre lo que se está viendo y lo que realmente se quiere contar. De ahí que, como decía al inicio, la elección del formato sea fundamental. En todo caso, disfrutar de un reparto como este es un lujo que no se ve mucho hoy en día, así que, si se pueden dejar a un lado los problemas, se puede disfrutar de un rato agradable, aunque el sabor que deje en unos días sea algo agridulce.

Nota: 6/10

‘La batalla de los sexos’: entrenamiento en igualdad


Se dice que la realidad supera la ficción. Y aunque hay casos en los que es más que evidente, en ocasiones la ficción no termina por hacer justicia a la realidad, o al menos no sabe como explotar las posibilidades de esos hechos verídicos. En mayor o menor medida, es lo que le ocurre a la cinta de Jonathan Dayton y Valerie Faris, directores de Pequeña Miss Sunshine (2006).

Posiblemente lo más llamativo de La batalla de los sexos sea comprobar cómo ciertos comportamientos machistas son objeto de aceptación, ya sea como una broma, como algo inherente a determinados hombres o como algo natural a un determinado ámbito social, deportivo o laboral. Y lo más sorprendente, sin duda, es reflexionar y comprender que, aunque esta historia de igualdad de género, tenis y homosexualidad transcurre en los años 70, muchas de las secuencias podrían tener lugar en la actualidad y no desentonarían en absoluto. En este sentido, el trasfondo moral y social del film es espléndido, a lo que contribuyen, sin ningún género de dudas, unos actores magníficos, destacando Emma Stone (Aloha), Steve Carell (La gran apuseta) y Bill Pullman (American Ultra).

El problema de la cinta, como suele ocurrir con estos biopics, es el tratamiento dramático y su ritmo narrativo. El cóctel que forman el feminismo, la igualdad, la homosexualidad y el tenis provoca una irregularidad evidente a lo largo de un excesivo metraje de dos horas (que parecen bastante más), patente sobre todo en la segunda mitad de la película. En concreto, la historia pierde fuerza en aquellos momentos en los que el tenis y la batalla de sexos quedan en un segundo plano para centrar su atención en los problemas maritales de la protagonista, sobre todo cuando el guión insiste en ello olvidándose, al menos por un momento, de la batalla de sexos que da nombre al film.

Al final, La batalla de los sexos se revela más como un entrenamiento en igualdad más que como un verdadero partido entre hombres y mujeres por tener los mismos derechos. Aunque su trasfondo y su mensaje son claros y piden a gritos una reflexión en profundidad sobre nuestra sociedad, el tratamiento cinematográfico aporta más bien poco, convirtiendo el film en una obra sin demasiado corazón, con un guión irregular sustentado por un reparto sobresaliente y algunos hallazgos visuales muy interesantes.

Nota: 6,5/10

‘Abracadabra’: hipnótico costumbrismo


He de confesar que la última película de Pablo Berger, Blancanieves (2012) no me impactó tanto como parece que ocurrió con crítica y público. Es cierto que la reflexión a la que invitaba era interesante, pero algo tuvo que no llegó a conmoverme como esperaba. Y lo mismo ocurre con su nueva historia, un drama costumbrista con el machismo y un cierto grado de violencia como telón de fondo y la fantasía como vehículo para una historia que cuenta más de lo que a primera vista podría parecer.

Porque Abracadabra tiene muchas interpretaciones, desde la social a la puramente humana, pasando por la ironía de muchos de sus personajes e incluso por una suerte de terror que en algún que otro momento parece querer llevar la trama por derroteros muy diferentes a los que podría preverse. Todas estas formas de analizar esta cinta se traducen en un guión sólido, plagado de tantos momentos cómicos como dramáticos, con un final simbólico y a la vez esperanzador, y con un reparto que, en pocas palabras, está insuperable, en especial el trío protagonista formado por Maribel Verdú (15 años y un día), Antonio de la Torre (Caníbal) y José Mota (Ekipo Ja). Todo ello conforma una obra que se mueve por escenarios físicos y dramáticos conocidos, pero que a través del objetivo de Berger parecen adquirir un aroma diferente, a veces más rancio y a veces más surrealista.

Entonces, ¿qué hay de malo? En realidad nada. El problema radica en la narrativa de Berger, tan sobria como inexpresiva. Salvo en su tramo final, y en alguna secuencia puntual, el director lleva la cinta con pulso firme pero sin demasiada personalidad en lo que a propuesta visual se refiere. Tal vez se deba al hecho de que la historia, a pesar de sus elementos originales, no deja de ser en el fondo algo que ya ha sido contado en otras ocasiones con una mayor fuerza dramática. Y tal vez se deba también a que en ningún momento parece apostar por ninguno de los géneros a los que pertenece, quedándose en tierra de nadie e impidiendo una conexión más profunda con lo que ocurre en pantalla. Sí, entretiene e invita a la reflexión, sobre todo con su mensaje final, pero todo transcurre como si de un mero relato inocente se tratara. Y eso no concuerda con la sensación que deja en el espectador.

Al final, Abracadabra se pierde ligeramente en su indefinición. El toque cómico de Mota, cuya labor en la cinta se aprecia más allá incluso de su propio personaje, contrasta de forma radical con la violencia y el embrutecimiento del rol de De la Torre. Y en medio de todo eso, una Verdú a ratos divertida, a ratos aterrada, a ratos dramática. Esta amalgama no logra funcionar, o al menos no a la altura del contenido del relato, muy superior en conceptos, desarrollo de personajes y trasfondo moral y social, de lo que la puesta en escena sugiere. Es, en resumen, una película que hace reír, que siempre se ve con una sonrisa incluso en sus momentos más dramáticos, y que arroja un mensaje que tiende a olvidarse demasiado rápido, sobre todo por la gravedad y la importancia del mismo en la sociedad en la que vivimos.

Nota: 6,5/10

‘Triple 9’: un código también puede dañar un género


Chiwetel Ejiofor, Aaron Paul, Clifton Collins Jr. y Anthony Mackie recurren a un 'Triple 9' para dar un golpe.Habitualmente las claves de cualquier género permiten a los creadores recurrir a una serie de elementos cuya eficacia en el desarrollo dramático está demostrada. Sin embargo, esta herramienta tan eficaz puede ser contraproducente para la propia obra si no se integra de forma armónica y natural en la trama. El resultado de eso es una historia, en nuestro caso una película, en la que se intuye mucho potencial, pero que se queda a medio gas, estando cada vez más desequilibrada a medida que avanza la trama.

El caso de Triple 9 es sumamente llamativo. Con un planteamiento tan interesante, con un reparto de altura que logra engrandecer a sus personajes, y con algunas secuencias de acción bien rodadas, la historia se va enfriando lentamente hasta un final que, aunque debería ser cuanto menos interesante, resulta obvio, carente de impacto dramático. Y el motivo de todo ello, aunque parezca excesivo, tiene su origen en el primer acto, en lo que Robert McKee denomina el «incidente desencadenante»: una muerte innecesaria por cuanto había ocurrido en la historia hasta ese incipiente momento. Una muerte que, en las claves del género, es casi obligada, pero que en función de cómo se habían repartido las cartas en esta historia lejos de ayudar perjudica.

A ello se suma un desarrollo dramático de algunos personajes un tanto obligado, casi forzado. Sin ir más lejos, la historia no termina de explicar, por ejemplo, la situación del rol de Chiwetel Ejiofor (Salt), las sospechas del personaje de Woody Harrelson (Rampart) o, por el contrario, la ausencia de ellas en el papel al que da vida Casey Affleck (En un lugar sin ley). Esta indefinición lleva a los personajes a actuar de forma coherente a lo que sucede en pantalla, pero no a una personalidad sólida que permita, en un momento dado, provocar un giro dramático. Y es aquí donde el espectador se reencuentra con esa incómoda sensación de estar ante un film correcto pero previsible, interesante pero algo tedioso.

En definitiva, Triple 9 provoca esa doble sensación de estar en tierra de nadie, de ser un quiero y no puedo en el thriller policíaco. Y no hay nada peor que la indefinición, sobre todo si esta deja al espectador indiferente. El código de la policía utilizado en el film sirve como un notable punto de partida que se diluye entre extrañas intrigas, sospechas que no alcanzan su plenitud y secuencias de acción que, aquí sí, son lo más atractivo de la película.

Nota: 6/10

‘Gracepoint’, intrascendente thriller por mal uso del género


David Tennant, Anna Gunn  y Nick Nolte son tres de los protagonistas de 'Gracepoint'.Un asesinato es el detonante para que los secretos de varios personajes, incluso un pueblo entero, salgan a la luz. La premisa argumental es casi tan vieja como el cine, y sin embargo ha funcionado muy bien en sus distintas adaptaciones. Al menos casi siempre. He de confesar que no he visto la serie Broadchurch, creada por Chris Chibnall (serie Camelot), pero tampoco creo que sea necesario para analizar Gracepoint, remake norteamericano escrito por el propio Chibnall y que cuenta también con David Tennant (serie Doctor Who) como protagonista. Es cierto que una comparación ayudaría a apreciar algunos detalles, pero lo cierto es que los trazos generales de la trama no requieren de referencias previas. En todo caso, solo serviría para confirmar que es peor que el original o que, como mucho, comete los mismos errores que el modelo británico.

Porque lo cierto es que esta nueva versión flaquea en casi todos sus aspectos. Desconozco si es por su intento de ser igual que el original hasta en la planificación (¿de verdad nadie se ha dado cuenta de que eso no funciona?) o simplemente porque el desarrollo dramático no está bien sustentado, pero lo cierto es que este thriller en el que todo un pueblo se ve golpeado por la muerte de un pequeño de 11 años no logra lo que se le presupone a todo thriller, y es una tensión narrativa que aproveche los ganchos de cada episodio para poner el listón un poco más alto. Más bien al contrario, la historia plantea una serie de premisas en su primer episodio, incluyendo a todos los sospechosos que irán pasando por el caso, que se resuelven en función de las necesidades de los creadores, y no de la propia historia.

Y para ejemplo un botón. Que una investigación policial no revise en sus primeros compases las comunicaciones del fallecido con amigos y gente cercana (vamos, que no se apoderen del ordenador y móvil del mejor amigo de la víctima) es algo no solo ilógico, sino que pone al espectador sobre una pista que no se resolverá hasta el final. Esto, en lugar de provocar la tensión dramática que ya explicó Alfred Hitchcock en su libro con Truffaut, lo que genera es cierto tedio, pues los sospechosos van pasando ante los ojos del espectador, quien sabe que los auténticos detonantes del caso policial no apuntan hacia ellos. De ahí que la sucesión de estos 10 episodios se haga excesivamente larga, obligando a una espera innecesaria que podría haberse resuelto de un modo más coherente.

Curiosamente, la resolución final de la serie deja una serie de conceptos dramáticos muy interesantes. La forma en la que se resuelve el crimen, los paralelismos familiares entre un sospechoso y el verdadero culpable, y las implicaciones sociales que tiene la verdad del caso en la pequeña comunidad (pequeña, sí, pero tiene hasta un periódico), dejan un remanente de reflexiones a cada cual más atractiva, desde el concepto de juez, jurado y verdugo que tiene el ser humano ante determinadas situaciones, hasta la repulsa que genera descubrir los secretos más oscuros de aquellos a los que amamos y creemos conocer. Ideas que, por desgracia, solo se explotan en los últimos compases de la trama, dejando para el grueso de la temporada un concepto más tradicional y manido de este tipo de thriller.

Lo que hace un buen reparto… y uno malo

Pero la apuesta dramática de Gracepoint no es lo único que se tambalea en la serie, cancelada después de una temporada. El reparto es igualmente responsable. En líneas generales, los actores seleccionados, sobre todo los principales, han dado sobradas muestras de su capacidad interpretativa en otros trabajos. Sin embargo, una historia como esta, con la carga emocional que conlleva y los conflictos personales que genera, exige otra cosa. No más, ni mejor; simplemente, otra cosa. Y eso es lo que no se consigue, al menos no siempre. Desde luego ni Tennant ni Anna Gunn (serie Breaking Bad) salen mal parados, aunque ambos parecen sometidos a personajes manidos, ya vistos en otras series (incluida la propia Broadchurch).

Quizá lo que menos encaja en el conjunto sea la pareja formada por Virginia Kull (serie Boardwalk Empire) y Michael Peña (Marte), a la sazón padres del pequeño asesinado. Ni su química en pantalla permite hacer creíble la familia formada, ni ellos mismos poseen las herramientas adecuadas para explotar al máximo estos roles. No quiero decir con esto que sean malos actores, sino simplemente que su elección tal vez no hay sido la más adecuada (o no han sido bien dirigidos, que también es posible). Las limitaciones dramáticas de Peña, unidas a la situación que vive su personaje, generan una suerte de contraste que no termina de encajar en el contexto, aunque es justo reconocer que a medida que sus secretos se desvelan adquiere algo, no mucho, de significado.

En realidad, el problema con el reparto está muy relacionado con el principal problema de la serie, que es la forma en que se desarrollan los acontecimientos. En todo momento da la sensación de que la historia debería ir por otros derroteros, abandonados en favor de una teórica necesidad de mantener el suspense en torno a esos tradicionales secundarios que sirven únicamente para distraer al espectador. Esto obliga a los protagonistas a actuar muchas veces en contra de su propia naturaleza, o al menos en contra de aquello que se les presupone. Y si añadimos el hecho de que la trama ofrece información que luego ignora durante la mayoría de los episodios, el resultado es una cierta frustración.

Frustración porque Gracepoint insinúa una muy buena historia detrás del tratamiento, que podría ser algo más de lo que finalmente es. La versión norteamericana de Broadchurch viene a confirmar que los remakes no pueden, en ningún caso, ser iguales que el original, mucho menos en su forma de contar la historia. Posiblemente sea por esto que la serie ha sido cancelada tras su primera temporada, mientras que el original británico ya va por su tercera entrega. Pero el problema no es solo el remake en sí. La ficción no trata como debería los pilares del género, llevando la historia por caminos que muchas veces no parecen ser los correctos. Y eso termina por convertir esta serie en algo convencional, tan correcto como intrascendente.

‘Sharknado 2: The second one’, autoparodia para ver sin exigencias


Ian Ziering protagoniza 'Sharknado 2: The second one'.Si alguien dudaba de la relevancia que tienen las redes sociales en nuestra moderna sociedad de la información solo tiene que fijarse en el fenómeno Sharknado, y sobre todo en su continuación, Sharknado 2, cuyo subtítulo es un muy apropiado ‘El segundo’. Su estreno, que tuvo lugar el pasado 30 de julio, fue el más importante para la cadena de televisión SyFy con 1,6 millones de espectadores, y según la cadena tuvo unos 1.000 millones de comentarios en Twitter. No cabe duda de que su éxito ha sido rotundo, y si estas cifras pudiesen medirse de forma proporcional en dinero posiblemente su productora, The Asylum, habría engordado sus arcas de forma notable. Productora, por cierto, que va camino de convertirse en el Ed Wood (Plan 9 from outer space) de las productoras. ¿Realmente esta segunda parte merece tanta atención? Me imagino que la respuesta sigue la estela de la opinión que se tenga del original, pero en cualquier caso hay que reconocer que la continuación es, al menos, más autoparódica y consciente de sus propias limitaciones.

Tratar de analizar de forma seria la película de Anthony C. Ferrante, director de ambos títulos, es trabajo para Tom Cruise y su Mission: Impossible. Porque si alguien intenta encontrar en esta aventura neoyorquina con tiburones que salen de la nada y homenajes paródicos a clásicos del género una película, que se olvide. Su guión es simplemente absurdo, plagado de incoherencias y de clichés que tratan de aportar espectacularidad cuando lo que realmente hacen es provocar imposibles. La factura técnica deja mucho que desear, y no solo en el plano de los efectos digitales, deliberadamente pobres. Su montaje, sobre todo en las secuencias que requieren una mayor presencia de líneas de diálogo, es abrupto e irregular, creando saltos narrativos de lo más innecesarios. Y eso por no hablar de los propios diálogos o de la definición de personajes.

En líneas generales, sí, es una mala película. Y este debe ser uno de los pocos casos en los que poco importa si la película gusta o no. Desde un punto de vista puramente técnico, que es lo más objetivo que puede existir en el cine, existen tantos errores que es imposible pasarlos por alto. Pero precisamente en este punto es donde se produce la inflexión, o al menos donde uno debería darse cuenta de que está ante una pseudoparodia del género de catástrofes en la que todo puede ser, sobre todo si es imposible. Comenzando por ese subtítulo al que antes hacía referencia y que, es verdad, es muy apropiado. Sí, ya sé que es una obviedad que una película titulada Sharknado 2 se subtitule ‘El segundo’, pero es que es esa obviedad la que marca el camino que luego seguirá el resto del film, que por cierto no pierde el tiempo en florituras ni presentaciones de personajes, como sí hacía su predecesora (lo que sin duda la perjudicó), aprovechando el metraje para entregarse a sus propios excesos.

Excesos que nacen en el viaje que realizan los protagonistas, interpretados de nuevo por Ian Ziering (serie Sensación de vivir) y Tara Reid (American Pie), a Nueva York en un avión que se ve envuelto en una tormenta de tiburones. Que él se convierta en el héroe realizando un aterrizaje forzoso con un 747 es indescriptible (para los que no lo sepan, su personaje es un surfista de Nueva York afincado en Los Ángeles), aunque más inverosímil es el hecho de que una mujer de vida acomodada se líe a tiros con los tiburones mientras tiene medio cuerpo fuera del avión. Toda esta secuencia, que parece una parodia de películas como Aeropuerto 75 (1974) o Serpientes en el avión (2006), permite al espectador situarse en la trama a todos los niveles, modificando consecuentemente su humor y su grado de exigencia, fuese éste cual fuese.

Entre homenajes y tópicos

Claro que no es este el único homenaje, ni mucho menos. Puede que sea por el amor al género, o simplemente porque la película tiene menos giros argumentales que un largo plano de un estanque en calma, pero juntar a un personaje sin mano y una motosierra en un mismo film es señal inequívoca de que antes o después la referencia a Terroríficamente muertos (1987) hará acto de presencia. Ferrante lo sabe. El espectador lo sabe. Vaya, hasta los personajes parecen saberlo. Y así ocurre. Eso sí, en lugar de demonios son tiburones que vuelan por el skyline de Nueva York, lo que ofrece una oportunidad única para alzar las manos, digo las motosierras, y partir escualos por unas mitades perfectas (fruto sin duda de las limitaciones técnicas). Y así sucesivamente. Si el comienzo de la película, salvando esa especie de preludio que es el ataque al avión, es algo pobre en referencias cinematográficas, a partir de la segunda mitad el relato es una sucesión de homenajes o parodias de la Historia del cine y del género.

Lo mejor es tomarse todo con humor, sobre todo si tenemos en cuenta que ver Sharknado 2: The second one no supone un gasto económico, al menos no directo. Lo cierto es que la película, cuando trata de ponerse mínimamente seria, pierde todo el terreno que pudiera haber ganado con la paródica autocomplacencia que desprende el conjunto. Ver cómo sus responsables intentan que los actores, de los cuales es mejor no decir nada, encarnen el lado más humano, maduro y sensible de sus personajes es poco menos que una tortura. Y la imposibilidad de que la película se ría de sí misma durante la hora y media que dura obliga a tener varios de estos momentos que no hacen sino ridiculizar aún más su propia condición. Que a una mujer le entren celos de una antigua novia en medio de un tornado de tiburones es poco menos que absurdo. Y esto solo por poner un ejemplo.

Aunque puede que la mayor y mejor evidencia de que estamos ante un producto que solo es soportable cuando no se toma en serio a sí mismo (la mayoría de las veces, por fortuna) es su conclusión, con el protagonista haciendo una especie de rodeo volador sobre un tiburón que da vueltas dentro de un tornado y que aterriza empalado en la antena del Empire State Building, y con los habitantes de Nueva York jugando al béisbol, al tiro al plato y a los dardos (con grandes lanzas, eso sí) con los tiburones que caen del cielo. Todo un final épico se mire por donde se mire. Y si tenemos en cuenta todo lo visto en los minutos anteriores, con discursos motivadores incluídos (el del alcalde de la ciudad es de lo más ridículo), el resultado es un incremento progresivo de la ironía, lo cual no es algo necesariamente malo.

Desde luego, Sharknado 2: The second one solo puede ser vista bajo la premisa de que el espectador va a reírse. Cualquier otro enfoque, incluido el miedo, la angustia o la empatía con los personajes, debe quedar descartado antes de que en pantalla aparezca ese título (y su subtítulo). Por tanto, y como decía al inicio, un sesudo análisis de esta producción de serie Z (no sé si habrá algo más bajo) es inviable, lo cual no quiere decir que no existan irregularidades y que todo pueda permitirse. Viendo esta continuación queda más patente que la primera parte pecó de ingenua al intentar narrar una historia, pues sin duda esta segunda parte es mejor gracias a su mayor entrega en el exceso sin sentido. También puede ser que uno ya se espera lo que está a punto de llegar. En cualquier caso, y por si queda alguna duda, sigue siendo una mala, muy mala película. Disfrutar con ella depende del cristal con el que se mire.

‘Mindscape’: no se puede luchar contra el poder de la mente


Taissa Farmiga y Mark Strong en 'Mindscape', de Jorge Dorado.Criticar una película puede ser de lo más sencillo. Si gusta, todo está bien; si no gusta, todo está mal. Pero tras cualquier producción existe un proceso creativo complejo que comienza con una idea. Cualquiera que se haya sentado ante una pantalla en blanco y haya decidido ponerse a desarrollar esa genialidad a la que lleva dándole vueltas varios días habrá comprobado que, en la mayoría de los casos, cuando se dota de consistencia física a ese concepto etéreo este pierde toda o parte de su magia. Bueno, pues eso mismo es lo que le ocurre al primer guión de Guy Holmes.

La película dirigida sin grandes alardes por Jorge Dorado, también debutante en esto del largometraje, se ofrece al espectador como un thriller cuanto menos interesante. Una agencia de personas capaces de meterse en la mente de la gente, un caso con niña prodigio y algo extraña de por medio, un pasado turbulento y traumático, un caso sin resolver, … Un punto de partida interesante. Pero ahí queda todo. El desarrollo dramático de ese concepto inicial no solo discurre por terrenos ya abonados por muchos y mejores guionistas durante décadas, sino que los elementos narrativos propios de cualquier thriller son utilizados de forma algo burda, haciendo que el espectador tome cierta distancia con la historia y, lo que es peor, gane la partida intelectual a un film que debería de ser un desafío algo mayor.

El mejor ejemplo reside en el detalle de una firma, elemento por otro lado muy utilizado. El problema no es la rúbrica en sí misma, sino su ubicación en la trama y junto a un personaje acostumbrado a fijarse en los detalles de los recuerdos que visita. Que no descubra hasta el final el engaño que esconde esto evidencia una cierta falta de soltura narrativa y dramática por parte de Holmes en el manejo de las claves del suspense. Problemas aparte, la cinta logra no decepcionar demasiado en su aspecto formal e interpretativo. Sin duda, lo mejor del film es el reparto, sobre todo Taissa Farmiga (The bling ring) y Mark Strong (La reina Victoria), que dotan a sus personajes de una profundidad mayor de la que parece desprenderse de su definición sobre el papel, sobre todo en esa relación al más puro estilo Lolita.

En definitiva, Mindscape es un thriller al uso. Uno de tantos que llegan a la cartelera a lo largo del año. No desagrada, pero tampoco apasiona. Su interesante y original comienzo (la presentación de la agencia y cómo trabajan los investigadores es de lo mejor del relato) se desinfla conforme pasan los minutos hasta derivar en un producto sin alma, obligado a un final más o menos previsible y con conflictos, puntos de giro y lugares ya conocidos. La sensación que deja en el espectador es la de estar ante algo que podría haber dado algo más de sí si se hubiera tenido la valentía de elaborar situaciones menos tópicas. Aunque como decía antes, no desagrada.

Nota: 5/10

‘Shutter Island’, la colaboración más compleja de DiCaprio y Scorsese


Leonardo DiCaprio y Michelle Williams en un momento de 'Shutter Island', de Martin Scorsese.Dice Leonardo DiCaprio que para El lobo de Wall Street, su última película con Martin Scorsese tras las cámaras, tuvo que convencer al director, con el que quería trabajar a toda costa porque, entre otras cosas, le considera su mentor. Ya hemos comentado en este espacio que el protagonista de Origen (2010) está en proceso de cambio, en una evolución hacia personajes más complejos y profundos. Todo como parte de un intento por dejar atrás esa imagen de chico guapo que cultivó en sus primeros años. No es casualidad que tenga en tan alta estima a Scorsese, pues dicho cambió empezó a fraguarse con Gangs of New York, primera colaboración de ambos, en 2002. Sin embargo, hoy quiero poner el foco sobre otra película más compleja, posiblemente el papel más difícil al que se haya enfrentado el actor y, sin lugar a dudas, una de las más bellas e inquietantes obras del director: Shutter Island (2010).

La trama, basada en la novela de Dennis Lehane, se ambienta en 1954, cuando un Marshall viaja hasta una isla para investigar la desaparición de una paciente de un hospital psiquiátrico conocido por sus técnicas pioneras en el tratamiento de diversas enfermedades mentales. Junto a su compañero deberá iniciar una investigación que poco a poco se convertirá en un laberinto plagado de asesinos, recuerdos de un pasado doloroso y secretos en cada esquina. Un laberinto cuya salida será más traumática que los secretos que guarda. Planteada como cine negro de corte muy clásico, la película es una de esas producciones que, con el paso del tiempo, ganan en presencia, convirtiéndose cada vez más en un referente. Y lo hace fundamentalmente por tres factores: su director, su protagonista y su fotografía, amén de un guión deliciosamente sutil.

De todos ellos, tal vez los más relacionados entre sí sean los dos últimos. Texto e imagen, desarrollo dramático y cromatismo. Uno de los grandes aciertos del film reside en saber combinar dichos elementos de forma totalmente armónica, creando un microcosmos insano, gris y sucio que no solo genera ansiedad solo con observarlo, sino que introduce al espectador en el frenesí de una investigación en la que los secretos se vuelven más y más evidentes con el paso de los minutos. Gracias a la labor de Robert Richardson (Django desencadenado), Scorsese logra una ambientación única, un mundo en el que los colores apenas existen, en el que todo es tan irreal y al mismo tiempo escalofriante que da la sensación de que, en cualquier momento, el género fílmico cambiará hacia uno más terrorífico o fantasioso.

Afortunadamente, nada de eso ocurre. Sin embargo, eso no impide que no haya lugar para la ensoñación. En este sentido, tanto director como director de fotografía destacan las denotadas diferencias entre un ambiente y otro, el primero con una planificación más pausada y menos asfixiante (planos más amplios pero igualmente incómodos) y el segundo recurriendo a una gama más vívida de color. Esos contrastes ensalzan, al mismo tiempo, un arco argumental especialmente elaborado para no dejar nada al azar, para no permitir que la verdad se sepa hasta el final. No existen concesiones en esta lucha intelectual con el espectador. Shutter Island está pensada para atrapar, y lo logra con creces.

Entre el monstruo y el hombre

Ya he mencionado que la labor de Scorsese tras las cámaras, y no seré yo quien vaya a descubrir a estas alturas el genio de este director. Empero, sí es conveniente señalar algunos hallazgos del film. Uno de ellos es, sin duda, el recurso visual de utilizar planos muy cerrados para los interiores y más amplios para los interiores. Esta opción, lejos de provocar contraste, sigue una pauta narrativa realmente eficaz. Ambos son dos pilares de esa sensación de desasosiego, miedo y descontrol que parece adueñarse del argumento. Ambos son, en definitiva, el sentido visual de un texto que avanza entre sombras y recovecos para no llegar nunca a mostrar el verdadero puzzle en el que se mueve el protagonista.

Y con él, con el protagonista, llegamos a la labor de DiCaprio. Comenzaba asegurando que es su trabajo más complejo. Durante los últimos años el actor ha abordado roles realmente conflictivos, muchos basados en personalidades extravagantes de personajes reales. Sin embargo, lo que logra con este Teddy Daniels es asombroso. Ya desde su primer plano logra definirlo casi con una mirada, una mezcla de cansancio, tristeza y desazón. Sin saber nada de él el espectador es capaz de intuir que algo no funciona como debería. Aunque no es esto, evidentemente, lo más destacable. A lo largo de las aproximadamente dos horas y diez minutos de metraje el actor sufre la transformación de su personaje, tanto física como psicológica.

Gracias principalmente a las secuencias oníricas, DiCaprio muestra de forma progresiva una transformación de la naturaleza de su personaje, que pasa de ser un hombre de la ley a un prófugo, un hombre perseguido por sus demonios (a los que parece querer controlar en esos primeros minutos) e incapaz de escapar a su propia obsesión por solucionar un rompecabezas que se complica a medida que su historia personal se involucra en la investigación criminal. Una evolución que culmina con una revelación impactante y una decisión moral tan difícil como comprensible. Un momento que el actor aprovecha para mostrar, una última vez en la película, la dualidad de su personaje con apenas una mirada. Lejos del histrionismo en el que podría haber caído, el protagonista de Revolutionary Road (2008) busca en todo momento el control, al cordura en medio de tanta locura. El resultado es un descenso a los infiernos sobrecogedor.

Shutter Island es uno de esos fenómenos que ganan peso, y mucho, con los años. Un film que en su momento tal vez no tuvo la repercusión que cabría esperar pero que, una vez descubierta, se convierte en un thriller imprescindible. Y no solo lo es por la trama, brillante y trágica, sino por su apartado más artístico. Diseño de producción, vestuario, música, … pero sobre todo fotografía, dirección e interpretación. DiCaprio destaca, es cierto, pero sería injusto no mencionar al resto del reparto (Mark Ruffalo y Ben Kingsley sobre todo), aunque solo sea para destacar aún más la compleja labor del actor en un personaje de estas características. Tal vez sea este el año de DiCaprio, pero durante la última década ha dejado para la posteridad una buena cantidad de personajes. Sin duda, este ha sido uno de los más interesantes.

‘Séptimo’: el descenso a los infiernos del género


Ricardo Darín protagoniza 'Séptimo', de Patxi Amezcua.Me consta que existe mucha gente que considera la clasificación por géneros como una especie de arcaica y manida forma de abordar las tramas. Siempre las mismas claves, personajes similares, lugares comunes. Puede ser. Pero por poner un ejemplo relacionado con la nueva película de Patxi Amezcua (25 kilates), de los últimos thrillers que se han estrenado el único que ha sido realmente aclamada ha sido aquel que ha mantenido las estructuras clásicas en su desarrollo: Prisioneros, película con la que, por cierto, comparte la premisa inicial. Con esto quiero decir que no es necesario modificar sustancialmente los pilares que han funcionado desde que el hombre empezó a contar historias, aunque sí se puede innovar en el enfoque que se quiere dar de ellos.

El caso de Séptimo es otro más de esos ejemplos de innecesaria revolución a partir de una idea clásica e interesante. Lo que comienza siendo un inocente juego entre padre e hijos pasa a convertirse en la angustia de un padre por haber perdido a sus hijos en un lugar tan controlado como los pisos de su edificio de apartamentos. Hasta aquí todo correcto, desde la magnífica banda sonora (de lo mejor del film) hasta un Ricardo Darín (El secreto de sus ojos) que debe luchar contra un personaje cuyo dilema interior se atisba pero no se llega a ver con plenitud. El problema surge en estos primeros compases del segundo acto, en los que apenas hay desarrollo. En lugar de utilizar las numerosas tramas secundarias que se plantean para enriquecer la historia, muchas de ellas relacionadas con la corrupción política y policial, se limita a presentarlas para luego rechazarlas, como si no tuvieran ninguna relevancia.

El resultado es que el grueso de la película no avanza, y lo que es más importante, no genera la tensión suficiente para lograr una identificación con el angustiado padre, que a pesar de su voluntad por encontrar a los niños se limita a subir y bajar pisos como si de un ascensor se tratara. En buena medida porque el punto de inflexión, una llamada, se produce tarde, obligando a ocupar el tiempo con algo más que diálogos. Por otro lado, la resolución no termina de encajar demasiado bien con algunos de los momentos de la trama, amén de que deja libertad absoluta al espectador para componer secuencias omitidas y personajes invisibles de la historia. Muchos huecos y demasiado determinismo narrativo: los personajes, sobre todo el de Belén Rueda (Los ojos de Julia), parecen prever cuál va a ser la reacción del resto, actuando en consecuencia sin tener en cuenta que, llegados a una situación límite, las reacciones suelen ser imprevisibles.

Séptimo es, en definitiva, un film que se desinfla rápidamente. La cierta intensidad que impregna los primeros minutos, en parte gracias a un buen uso de los encuadres por parte de Amezcua, se pierde por las escaleras de un edificio en el que transcurre la mayor parte de la acción. O mejor dicho del metraje, porque acción, lo que se dice acción, hay más bien poca. Sin prácticamente ningún apoyo de secundarios y con una falta de definición de objetivos, la película se mueve, al igual que su protagonista, en círculos. La mejor forma de evitarlos es servirse de las reglas del género. Por desgracia, en esta ocasión están demasiado debilitadas.

Nota: 5/10

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