‘Reservoir Dogs’, el thriller que definió el estilo Tarantino


Quentin Tarantino presentaba en este 2019 la que posiblemente sea su mejor película (o una de las mejores en una corta pero extraordinaria filmografía). Érase una vez en… Hollywood contiene todos y cada uno de los elementos que definen su cine, incluida una violencia que, en esta ocasión, se limitaba casi en exclusiva a una espectacular secuencia final. Este título llegaba después de que hace 27 años sorprendiera a propios y extraños con Reservoir Dogs, un thriller dramático que se convirtió, por méritos propios, en el primer clásico en la carrera del director.

Guste o no su estilo visual y su narrativa, cargados ambos de una violencia explícita en imágenes y en lenguaje, lo cierto es que el considerado como primer film de Tarantino (en realidad, ese honor le corresponde a El cumpleaños de mi mejor amigo, de 1987) es un ejemplo extraordinario de cómo realizar una presentación en sociedad como director. Con una trama simple donde las haya (un grupo de criminales da un golpe que sale mal y deben averiguar por qué) y apenas una única ubicación, el director tiene una libertad absoluta para manejar los tiempos narrativos, la puesta en escena y las posibilidades interpretativas de un elenco simplemente extraordinario. Y con apenas unos pocos elementos logra una tensión dramática que ni siquiera directores con más trayectoria son capaces de plantear en muchos de sus films. Esto se debe, fundamentalmente, al manejo de los elementos que ya Alfred Hitchcock (Con la muerte en los talones) definió como fundamentales para cualquier intriga, y que tienen que ver con la información que manejan los personajes y la que tiene el espectador.

A través de un goteo constante de datos sobre lo ocurrido (que nunca se llega a ver, y que en realidad tampoco es necesario mostrar), Tarantino construye un sólido castillo dramático en el que unos personajes que no se conocen prácticamente de nada deben afrontar no solo una situación que les llega sobrevenida (el golpe fallido y la traición), sino el modo en que cada uno de ellos hace frente a eso. Esta dualidad es la que genera el conflicto, acentuando los problemas, las dudas y los objetivos de cada personaje en un contexto ya de por sí comprometido. Reservoir Dogs es un gran ejemplo de cómo construir una tensión dramática en constante aumento, finalizando en una apoteosis de violencia que ni Shakespeare habría imaginado para ‘Hamlet’, en la que los personajes tienen el final que les corresponde y tal vez no el que querríamos como espectadores.

De hecho, el tratamiento de los personajes es algo muy interesante de analizar que requeriría dedicar varios textos. Tarantino construye un delicado equilibrio entre buenos y malos, entre héroes y villanos para que, una vez llegan los títulos de crédito finales, no exista ni lo uno ni lo otro. Partiendo de la base de que todos son criminales, durante el ajustado metraje de poco más de hora y media el espectador va distinguiendo entre buenos y malos dentro de los ladrones del banco. Las diferentes personalidades de cada uno de ellos no les hace posicionarse de un lado o de otro, simplemente les convierten en humanos, y como tales logran empatizar -unos más y otros menos- con el espectador. Ahí entra en juego lo que mencionaba al principio de la complejidad dramática. A la situación ya de por sí difícil en la que se encuentran los personajes se añaden sus incompatibilidades de personalidad y, también, los lazos casi paterno-filiales que se establecen entre algunos de ellos. Ahí surge la que posiblemente sea la mayor riqueza argumental del film: cómo las relaciones pueden no solo dificultar un trabajo, sino hacernos perder la perspectiva de lo que realmente está ocurriendo.

Estilo Tarantino

Pero ante todo, Reservoir Dogs contiene muchos de los elementos, si no todos, que definen el «estilo Tarantino». Más allá de la violencia, la profusión de sangre o el lenguaje agresivo, el director pone en práctica en el film algunos de los conceptos que le han convertido en el icono y el referente cinematográfico que es hoy en día. Para empezar, el uso de la música y canciones que aparentemente tienen poco o nada que ver con lo narrado para acentuar, precisamente, el carácter dramático de lo que se está viendo en escena. Un contraste no demasiado habitual en el séptimo arte porque es difícil de lograr. Es más, la banda sonora, ya sea creada expresamente para el film o compuesta por temas ya escritos (alguno muy conocidos o que se han hecho famosos a raíz del film que acompañan), suele realizar una narración paralela de lo que se ve, potenciando el carácter que posea la escena.

Tarantino logra ese efecto con la técnica inversa. En realidad, no es algo único de la música. Sus films están cargados de contrastes entre extremos, desde el vestuario hasta los diálogos. Y esta historia que ahora analizamos no es menos. Frente a los ladrones trajeados, unos jefes que van en chándal o con camisa; frente a unos personajes con nombres de colores (de los que luego se llega a conocer la verdadera identidad de algunos), unos líderes que sí tienen nombre; y frente a la violencia de la historia, unos diálogos iniciales que nada tienen que ver con lo que va a ocurrir. Y cuando digo nada es absolutamente nada. El director de Pulp Fiction (1994) eleva a la máxima expresión artística el concepto de small talk, esa charla que no lleva a ninguna parte pero que sirve para cubrir vacíos. Bueno, en manos de Tarantino estas charlas sí adquieren cierto significado, pues aunque no aporten información sobre la trama, permiten conocer mucho mejor a los personajes, su forma de ver el mundo.

Y luego está la descomposición temporal que hizo mundialmente famosa en el film mencionado antes. Aunque en esta ocasión no está tan desarrollada como en películas posteriores, ya se aprecia un manejo de los tiempos narrativos único, enriquecedor y, ante todo, muy inteligente. El director utiliza estos saltos temporales para aportar intriga y tensión dramática, desvelando información reclamada por el espectador a medida que va conociendo más y más de los personajes. El modo en que les contratan, su huida del golpe fallido, sus momentos previos a la reunión inicial. Con un puñado de secuencias Tarantino logra componer un mosaico lo suficientemente enriquecedor como para que el espectador comprenda las motivaciones de cada uno, su verdadero rol en la trama y, sobre todo, la red de amistades y traiciones que sustenta toda la historia. Por supuesto, esta desestructuración de la narrativa tiene un objetivo argumental basado en la intriga, cosa que no tienen algunos de sus films posteriores, pero es un primer paso para esa posterior apuesta cinematográfica.

Se puede decir que Reservoir Dogs abre la puerta a todo un cine que ha marcado a generaciones y, sobre todo, ha redefinido una forma de entender el séptimo arte. Pero sobre todo es un ejemplo de lo que pueden conseguir los directores noveles que busquen lanzar su primera historia. Con una premisa sencilla, apenas un escenario y un puñado de actores (eso sí, actores de un nivel extraordinario), Tarantino construye un thriller con tensión dramática en constante crecimiento, donde las traiciones y las sospechas construyen un laberinto que queda resuelto con elegancia y una maestría fuera de toda duda. El modo en que se inserta toda la información al espectador, llevándole por un camino cargado de giros argumentales, forma ya parte de la historia del cine.

‘Perversidad’, o cómo la obsesión puede destrozar una vida


Apenas un año separa Perversidad (1945) de La mujer del cuadro (1944). Y eso es algo que se aprecia mucho en la narrativa utilizada por el director de ambas, Fritz Lang. Pero incluso con las similitudes (hasta el trío protagonista es la misma), este clásico de la etapa norteamericana del director austríaco posee una entidad única en el que la obsesión se convierte en el motor narrativo de una historia algo más compleja que la del título anterior en la filmografía de Lang.

Para aquellos que no conozcan la trama, que adapta la novela de Georges de La Fouchardière y André Mouëzy-Éon, el protagonista es un gris y aburrido contable de un banco que, en plena crisis de la mediana edad, conoce a una joven cuando la salva de una agresión en plena calle. Este fortuito encuentro le llevará a enamorarse de ella, cuyo novio, un vividor de tres al cuarto, la convence para seguirle el juego y sacarle todo el dinero posible. La obsesión de él por servirla en todo le llevará cometer diversos crímenes hasta terminar enloquecido.

Lang aprovecha una historia relativamente sencilla en su concepción para ahondar en muchos de los elementos expresionistas que desarrolló en Alemania, elevando y potenciando el cine negro norteamericano hasta un nivel pocas veces visto, alejado de gángsteres y enfocado principalmente en hombres normales y corrientes cuya vida monótona se ve alterada por un elemento caótico en forma de mujer. Más allá de las lecturas machistas que puede tener esta idea (estamos hablando de los años 40, así que cualquier lectura hecha con los ojos de hoy en día puede distorsionar el sentido original), lo realmente interesante de la trama es comprobar cómo el protagonista, un extraordinario Edward G. Robinson (Cayo Largo), se involucra progresivamente en una espiral obsesiva con una mujer cuyo único fin es servirse de quien cree que es un exitoso artista. Que la mentira sea la base de esta relación no es casual, ni en un lado ni en el otro, y es de hecho el origen de muchos enredos que terminan en un trágico final.

Pero antes de llegar a eso es importante reseñar cómo la historia establece los dos ambientes en los que se moverá la trama constantemente. Por un lado, el mundo respetable y, en cierto modo, aburrido y monótono del protagonista, atrapado en una vida que le es incluso extraña junto a una mujer que, literalmente, le resulta conveniente. Su única vía de escape para ese mundo es la pintura, que es precisamente la conexión con el universo en el que se mueve el personaje de Joan Bennett (La máscara de hierro), más sórdido, marcado por los chanchullos de un novio que la utiliza para su beneficio personal y poder enriquecerse sin importarle ni ella ni la situación que pueda generar. Resulta interesante comprobar cómo Perversidad se mueve en todo momento en un terreno de máximos. Frente a la inocencia del protagonista, la picardía del estafador; frente a la monotonía de una vida, el constante trasiego de la otra; frente al mundo respetable, los bajos fondos y los timos de medio pelo. La cinta funciona gracias a esos contrastes, y es algo que Fritz Lang potencia con una puesta en escena sobria en la que la luz y la oscuridad juegan un papel tan fundamental como el arte.

Arte y expresionismo

Y precisamente el arte es, en cierto modo, el motor narrativo de la historia. Perversidad juega en todo momento con la dualidad antes mencionada, con los peligros que supone para un hombre anodino introducirse en un mundo que no entiende, lleno de maldad y picardía. Pero el leit motiv de la historia es, en todo momento, el arte. Es el origen de la relación que entablan los protagonistas, la base de una mentira que contiene, sin embargo, una pizca de verdad que termina convirtiéndose en un éxito inesperado, de nuevo con el engaño y la mentira como telón de fondo. Y como no podía ser de otro modo, el arte es también el contexto en el que se desarrolla el final del protagonista, abocado a una locura inimaginable por los crímenes cometidos, la ausencia de castigo y la obsesión de las palabras de la mujer de la que se había enamorado.

Este es, por tanto, un gran ejemplo de cómo utilizar un concepto narrativo y que pase de ser algo secundario a una parte fundamental de la trama. Lo que se presenta inicialmente como una afición se torna en profesión, y lo que comienza siendo una mentira se vuelve verdad, al menos para una parte de la historia. Paralelamente al ascenso de este recurso dramático se produce el descenso a los infiernos del protagonista, lo que podría verse, incluso, como los sacrificios que debemos realizar para lograr nuestras verdaderas pasiones. En el caso que nos ocupa, ese sacrificio le cuesta al protagonista absolutamente todo. Y esto me lleva a una conclusión de la historia donde Lang aprovecha su maestría en el expresionismo alemán para dotar de oscuridad, locura y tragedia el final del personaje.

El director recurre a prácticamente todos los elementos de esta corriente cinematográfica para describir en imágenes el proceso mental de un hombre incapaz de aceptar y comprender lo que ha hecho, pero sobre todo incapaz de asumir que las circunstancias de los crímenes le exoneran. Los juegos de sombras, las voces en off que resuenan en la cabeza del protagonista, las cortinas, los ángulos que parecen desdibujar la habitación,… todo ello transforma esa escena final en algo completamente diferente a lo visto hasta ahora, como si de hecho estuviéramos asistiendo a la fractura de la mente de una persona. La posterior elipsis para presentar al rol de Robinson varios años después, y la situación en la que vive, no hace sino fortalecer esa narrativa expresionista, esa idea de que la locura se ha apoderado del hombre y que, aunque suavizada con los años, sigue dominando su vida, que por cierto es diametralmente opuesta a la que tenía en el primer plano del film. Hay muy pocos viajes del héroe tan radicales, extremos y contundentes como este.

Fritz Lang convierte Perversidad, por tanto, en un extraordinario viaje por la mente y la sociología humanas. El magnífico guion es un perfecto ejemplo de cómo la historia se construye sobre los conflictos en cada secuencia, tanto los que vive el protagonista con su objeto de deseo, como los que afronta a consecuencia del mismo. Es un viaje a un mundo que le arrastra hacia el lado más oscuro de su psique, algo que queda patente en esa imprescindible secuencia final. Pero la película es mucho más. Visualmente poderosa, las lecturas de su trama son tantas como se pueda pensar, pues todos los elementos no solo tienen un significado propio, sino que interactúan entre ellos para enriquecerse mutuamente, mutar en su significado y hacer crecer la historia. El arte y los cuadros que pinta el protagonista son el mejor ejemplo. Pero hay más. Desde los personajes secundarios hasta ese epílogo que muestra a un rol que lo ha perdido absolutamente todo mientras el fruto de su talento enriquece a otros, este thriller de cine negro merece ser disfrutado de principio a fin.

‘Cowboy de medianoche’, una radiografía social de muchas lecturas


Algunas veces resulta curioso comprobar qué títulos componen esa lista, cada vez más larga, de los ganadores de los Premios Oscar. Evidentemente, hay clásicos incuestionables que perduran e incluso mejoran con el tiempo, atrapando a los espectadores generación tras generación. Pero hay otros que, con los años, pueden verse de forma diferente, cuestionando los motivos que llevaron a premiarlas. Para muchos, Cowboy de medianoche estará en el segundo grupo. Personalmente creo que la película de John Schlesinger (Marathon man) forma parte más del primero, no solo porque es un reflejo de la sociedad de una época, sino porque su esencia es atemporal.

La historia de este joven guaperas cowboy de un pueblecito de Texas que llega a la gran ciudad con la intención de comerse el mundo y termina arrollado por una sociedad en la que no tiene cabida es tan universal como la historia del ser humano. Se repite generación tras generación, evidenciando que uno no está hecho para según qué tipo de vida. Lo cierto es que la trama del film, que adapta la novela de James Leo Herlity, ha sido contada en un sinfín de películas con mejor o peor suerte, y desde diferentes puntos de vista. ¿Qué convierte a este film, por tanto, en merecedor de tres Oscar? La respuesta habría que buscarla no solo en el tratamiento dramático del guión, sino también en la labor de Schlesinger tras las cámaras. En efecto, el libreto utiliza la historia para realizar una agria y dura crítica social de una sociedad desalmada, plagada de truhanes, trepas y estafadores que se aprovechan de la inocencia de un personaje al que desde joven siempre le dijeron lo atractivo y especial que era.

Es este contraste entre su presente y su pasado lo que vuelve atractivo al rol de Jon Voight (serie Ray Donovan). No son pocos los momentos en los que la trama regresa al pasado del protagonista para mostrar sus debilidades en su personalidad, su forma de ser algo apocada, dejándose llevar en situaciones en las que debería haber plantado cara. Resultan especialmente duras esas secuencias, toda vez que muestran al personaje bajo un doble prisma: primero como un joven que quiere hacer carrera en la gran ciudad, y segundo como alguien que huye de un pasado traumático. No es casualidad que la profesión elegida por este Cowboy de medianoche sea la de gigoló, si tenemos en cuenta, por las pinceladas en forma de flashback, cómo fue su infancia y adolescencia.

Pero al maravilloso guión se suma la labor del director, quien con una mirada crítica y descarnada muestra no solo la crudeza de la vida en la que se sumerge el protagonista, malviviendo con el único amigo que parece tener, y que quiso estafarle a la primera de cambio (un Dustin Hoffman –Los padres de él– extraordinario). La frialdad de la ciudad de Nueva York contrasta con el caluroso ambiente de Texas en el que comienza el film y, sobre todo, con ese final tan amargo con el que se funde a negro el último plano. Su diferente lenguaje visual para la vida del protagonista, sus recuerdos y los momentos en los que parece rebelarse contra su situación (y remarco «parece») sumergen al espectador en el viaje emocional de un personaje tan inocente como ignorante del mundo en el que vive, consumido por los piropos y esa falsa idea de que las mujeres le utilizarán en la gran ciudad como le utilizaron en su pueblo natal. Es muy significativo el viaje a Nueva York, utilizando una radio para saber cuándo llega a Nueva York, una de las ciudades más famosas del mundo ya en aquel 1969.

Actores y significado

Lo cierto es que Cowboy de medianoche va mucho más allá de esa denuncia social de una jungla de asfalto en la que el calor y el cariño se pagan con dinero, en la que la amistad se encuentra en los lugares más insospechados o en la que la sexualidad queda en entredicho. La película de Schlesinger es un reflejo, como mencionaba al principio, de los diferentes tiempos en los que viven las sociedades. Frente a la sencillez de un pueblecito de Texas en el que el protagonista era conocido, la complejidad de rascacielos y una vida frenética en la que nadie se detiene ante nadie. El periplo del personaje de Voight es una odisea por los más bajos instintos del ser humano, capaz de aprovecharse de todos y de todo para sobrevivir. Desde su experiencia con la primera mujer a la que intenta cobrar hasta su encuentro con un hombre, todo en el viaje de este joven vaquero refleja la decadencia a la que se somete con tal de lograr el ansiado sueño de triunfar en la gran ciudad.

Si la película funciona es, en buena medida, gracias a la pareja de actores. Si bien es cierto que la trama principal es el periplo de este joven cowboy, la historia secundaria, ligada íntimamente a la principal, es la relación entre los personajes de Voight y Hoffman, fraguando una insólita amistad. Dos perdedores que se reconocen el uno en el otro a pesar de sus diferentes orígenes y sus diferentes formas de entender la vida. La dinámica que se establece entre ellos, malviviendo en un edificio condenado a la demolición, buscando dinero de cualquier bolsillo que se pueda prestar a dejarles vivir un día más, es tan fascinante como escalofriante por lo que tiene de cruel. Ver nacer una amistad, la única cosa de valor que tienen ambos personajes, en un entorno tan inhóspito es el contrapunto al dramatismo y el descarnado relato de la vida del protagonista, de sus desencuentros amorosos y de su descubrimiento de una sexualidad que, si conocía, siempre había hecho por esconderla y evitarla.

La pareja protagonista, por tanto, carga sobre sus hombros las diferentes lecturas que ofrece el film. Y aunque todo se muestra como un conjunto, se pueden apreciar perfectamente las diferentes partes que componen este mosaico carente de amor, de cariño o, si quiera, de una palabra amable. Que la amistad que forjan Voight y Hoffman nazca de una estafa dice mucho de cómo será el resto del relato, al igual que es muy representativo el modo en que el protagonista trata de buscar su lugar en la profesión elegida, sin saber absolutamente nada del mundo al que acaba de llegar. Los significados tan distintos que tiene el relato se complementan entre ellos para crear un inquietante fresco pintado con los colores del metal, el asfalto y la frialdad. No es casualidad, por tanto, que la paleta cromática que domina en la película pertenezca a los grises y los azules, y ni siquiera el colorido del protagonista es capaz de equilibrarlo.

Por tanto, Cowboy de medianoche es algo más que una mera radiografía de la sociedad a finales de los años 60 del siglo pasado. Es un relato universal sobre cómo los deseos y nuestros sueños pueden volverse contra nosotros, cómo pueden tornarse en pesadillas o, en el mejor de los casos, no ser como esperábamos. La mano de John Schlesinger aporta la crudeza, la frialdad y la tragedia a una historia en la que no hay lugar para la esperanza, como señala de forma contundente el trágico final en el autobús. Una obra imprescindible que muchos puede que no reconozcan hoy en día al ver una sociedad lejana, muy lejana en el tiempo. Pero basta actualizar mentalmente algunos de sus elementos, basta conformar un paralelismo imaginario con la sociedad actual para comprender que no estamos tan alejados en el tiempo como podríamos pensar. Y es aquí donde la cinta adquiere su condición de clásico que nunca pasará de moda.

‘La mujer del cuadro’, un viaje a los infiernos con la pasión como guía


Cuando Fritz Lang (Metrópolis) huyó de Alemania la misma noche que el régimen nazi le propuso ser director de la UFA (los estudios cinematográficos más importantes del país y bajo cuyo sello se habían producido algunos de los más grandes clásicos del expresionismo alemán), allá por 1932, todavía tardaría un par de años en llegar a Estados Unidos, donde comenzó una prolífica carrera en la que tuvo que adaptarse a los géneros y las formas de trabajar de Hollywood, pero en la que consiguió mantener, sin embargo, algunos de los recursos expresionistas que siempre han podido verse en su obra en mayor o menor medida. Uno de los clásicos que dirigió fue La mujer del cuadro (1944), adaptación de la novela de J.H. Wallis cuyo guión es uno de los mejores ejemplos de construcción narrativa sencilla, directa y académica, permitiendo al director, con un lenguaje igualmente sobrio, profundizar en los claroscuros de la trama.

La trama es igual de sencilla y efectiva que su desarrollo. Tres amigos, todos ellos pertenecientes a diferentes estamentos respetables de la sociedad, se reúnen en un club de caballeros varias noches. Junto al club hay un escaparate en el que se expone el cuadro de una joven que les obsesiona. Una noche, uno de ellos, profesor de universidad, conoce a la modelo del cuadro. Cuando accede a ir a su casa se presenta un hombre enfurecido al que el profesor se ve obligado a matar para salvar su vida. A partir de ese momento ambos deberán idear un plan para evitar ser descubiertos, pero el cerco de la policía (liderado por uno de los amigos del profesor) cada vez es más estrecho, y a él se sumará el chantaje de un criminal que conoce lo ocurrido.

Con menos de una decena de personajes el guión, escrito por Nunnally Johnson (Las uvas de la ira), compone todo un universo en el crimen, pasión y razón chocan frontalmente para reflexionar sobre los peligros de dejarnos llevar por el sentimiento en lugar de la mente. El profesor protagonista, interpretado magistralmente por Edward G. Robinson (Cayo Largo), se debate constantemente entre lo que debería hacer y lo que termina abocado a hacer, iniciando una espiral de crimen y castigo no solo narrativo, sino también psicológico. En este sentido, es fascinante la sangre fría con la que actúa el personaje, afrontando los acontecimientos de la forma más reflexiva posible y analizando los pasos dados con una precisión casi milimétrica para evitar que la investigación policial caiga sobre ellos. Y digo casi porque, y ahí radica precisamente el castigo, la película viene a explicar que por muchas precauciones que tome un criminal, la investigación policial siempre encuentra rastros que llevan tras la pista del autor.

A través de unos sobrios diálogos y una puesta en escena en la que Lang deja ver sus inicios expresionistas (relojes, juego de luces y sombras, espejos, escaleras,…), la narrativa se convierte en un constante crecimiento dramático, con un protagonista que ve cómo su situación se vuelve cada vez más insostenible. Lo que había planteado como un plan infalible se convierte, a través de diálogos con su amigo policía y de informaciones que lee, en una trampa mortal para su persona, su reputación y su salud mental, hasta el punto de preferir quitarse la vida a ser condenado por un crimen en defensa propia, y destapando así su relación con La mujer del cuadro. De nuevo, culpa, deseo y remordimientos se convierten en los pilares fundamentales de la narración, que aprovecha una estructura clásica de guión para potenciar sus fortalezas dramáticas hasta una conclusión que, aunque con la perspectiva de las décadas pueda verse como un poco engañoso y hasta cómico, no deja de reflejar una lección moral incuestionable.

Estructura y personajes

La película del maestro Lang posee, como mencionaba al comienzo, una estructura que debería ser analizada por cualquier estudiante de guión. La composición en tres actos, con los hitos narrativos propios de este modelo como el incidente desencadenante, los puntos de giros dramáticos, la crisis del segundo acto o el clímax, se muestran aquí en todo su esplendor, construyendo un relato minutado con precisión suiza en el que cada palabra, cada secuencia, están pensadas única y exclusivamente para sentar las bases de lo que vendrá después, y ante todo para transmitir esa lucha entre deseo y reflexión, entre pasión y moral, que se aprecia en prácticamente cada secuencia. Lo que nos encontramos, por tanto, es un viaje a los infiernos de un hombre respetable, padre de dos hijos, profesor universitario y cuya vida social transcurre en los círculos más altos y respetables de la sociedad.

Bajo este prisma, La mujer del cuadro es el ejemplo perfecto de cómo un personaje inicia la andadura en un punto para terminar en uno completamente diferente, transformándose por el camino y asumiendo una lección que, en el caso que nos ocupa, es difícil de asumir. Resulta interesante analizar el modo en que se construye ese viaje, lo que refleja también el modo de hacer cine en la época de oro del cine negro. Sin apenas acción, la historia se construye prácticamente solo en torno a dos personajes, el de Robinson y la mujer (planteada aquí como la tentación y el origen del caos), a la que da vida Joan Bennett (El padre de la novia). El resto de personajes se convierten, en realidad, en recursos narrativos que canalizan, impulsan y dirigen la acción hacia un determinado sentido.

Por ejemplo, los diálogos entre los tres amigos en torno al crimen acentúan tanto el sentimiento de culpa como la tensión dramática del fatal destino del protagonista. La presencia del criminal que chantajea al rol de Bennett no deja de ser un conductor para consolidar la crisis que viven los protagonistas, motivo por el cual, por cierto, se introduce en la trama hacia la mitad del film, eliminando de este modo la habitual depresión narrativa de esta parte de las historias. Salvando las diferencias, lo que vive este personaje es algo similar al cerco que se estrecha sobre el rol de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), aunque evidentemente en ese film expresionista aborda otros conceptos dramáticos que nada tienen que ver aquí. Resulta muy interesante, por tanto, analizar el modo en que los personajes secundarios, independientemente de su mayor o menor presencia en la trama, impactan en el desarrollo de la historia, introduciéndose en los momentos claves para hacer avanzar la acción, evitar que la trama decaiga o, sencillamente, plantear los dilemas morales a los que se enfrenta el protagonista.

Al igual que ocurra en sus otros films, Fritz Lang realiza una interesante crítica social en varios pasajes de La mujer del cuadro. La idea de que un profesor de universidad no pueda haber cometido el crimen, la mujer como mala influencia, o ese final aleccionador que plantea el film son solo algunos ejemplos de lo complejo que es el entramado que subyace bajo el sencillo planteamiento y desarrollo de la historia. Una sencillez que se traduce en un lenguaje audiovisual directo, en un tratamiento de personajes algo arquetípico y en una puesta en escena sobria. Elementos todos ellos que, en otras circunstancias, podrían dar lugar a un film insustancial y carente de interés, pero que en manos del genio austríaco permiten al espectador ver más allá e introducirse, junto con el protagonista, en ese viaje por la moral y las consecuencias de nuestros actos.

‘Almas de metal’, un referente del presente y el futuro de la tecnología


Un fallo lleva a los androides a matar a los huéspedes de 'Westworld'El estreno de la serie Westworld ha vuelto a poner de actualidad un clásico de la ciencia ficción que, para una buena parte del público, había quedado olvidado. El estreno en 1973 de Westworld, titulada en España Almas de metal, supuso toda una revolución en muchos aspectos, y aunque su narrativa puede resultar algo confusa en algunos momentos, amén de una resolución algo tosca en determinadas ocasiones, la cinta escrita y dirigida por Michael Crichton, autor de las novelas ‘Parque Jurásico’, ‘Acoso’ o ‘Esfera’, es uno de los mejores ejemplos de la ciencia ficción que aborda los riesgos de una tecnología que apenas se controla y que se utiliza para el entretenimiento social.

Para aquellos que no conozcan la cinta original y no han visto la serie, la trama se centra en dos amigos que acuden a un parque de atracciones para ricos. El parque está dividido en tres ambientes muy diferentes: el Oeste, el Medievo y la Época Romana. En cada uno de ellos los huéspedes pueden hacer lo que quieran y vivir las aventuras que deseen interactuando con androides tan sofisticados que parecen humanos. Pero algo falla, y el centro de control pierde el poder sobre los robots, que incumplen el mandato de no herir a los visitantes, iniciándose una masacre en la que los dos amigos se verán perseguidos por un implacable vaquero.

Visualmente interesante, sobre todo para su época, posiblemente el mayor atractivo del film sea precisamente el concepto sobre el que se construye el resto de la historia. La idea de un parque exclusivo en el que la tecnología ha alcanzado tal grado de sofisticación que los técnicos apenas llegan a comprenderla sienta las bases de buena parte de la cultura fantástica posterior, incluyendo la propia Parque Jurásico (1993). La incapacidad del ser humano para poder hacer frente a lo que crea se convierte en esta cinta en un aviso de los riesgos de nuestra propia naturaleza, de nuestra seguridad mal entendida que nos impide muchas veces comprender los riesgos reales de tratar con máquinas más fuertes e inteligentes que nosotros.

A esto se suma, además, el uso por primera vez de efectos digitales en un film. Cierto es que era en 2D, con píxeles y de un modo algo tosco, pero supuso el primer paso para una tecnología que, aunque controlamos, ha terminado por invadir el mundo cinematográfico hasta límites que pocos habrían previsto en aquellos años 70. Visto así, Almas de metal habría traspasado su propia dimensión para convertirse en un reflejo de la sociedad, que por cierto cada vez introduce más las máquinas en el día a día del ser humano. Y a pesar de la narrativa, que abordamos a continuación, el final resulta tan inquietante como reflexivo. El hombre es incapaz de acabar con las máquinas por sí mismo, o al menos casi le cuesta la vida, lo que arroja un sombrío futuro para una Humanidad que debe encomendarse a que las baterías de las máquinas se acaben para tener una oportunidad.

Fondo y forma

Todo lo que convierte a Westworld en el clásico que es hoy en día queda enturbiado, sin embargo, por una narrativa algo irregular. La estructura de su guión queda algo descompensada, con un planteamiento más o menos largo, un desarrollo que no termina de enlazar de forma correcta las diferentes ideas que se plantean, y una resolución un tanto apresurada. Así, mientras la exposición de argumentos en los primeros minutos es sólida, el posterior tratamiento de los mismos, con dosis de comedia que no encajan del todo bien, no logra unificar la parte conceptual y la parte narrativa, dejando algunas secuencias inconexas que, aunque permiten clarificar ciertos pilares argumentales, parecen mal encajadas en el puzzle.

Y dado que la forma en que se desarrolla la narrativa es similar a la de Parque Jurásico, es inevitable comparar, o al menos recordar por encima, el modo en que ambas obras tratan su arco dramático y el de los personajes. No se trata de analizar paso a paso el modo en que ambos films abordan el caos de la tecnología y cómo esta termina volviéndose en contra del hombre, sino más bien en la estructura secuencial de cada una de las obras. Y es aquí donde este mundo del oeste habitado por robots cojea en tanto en cuanto la película no presenta una amenaza hasta bien avanzada la trama, sin que las pinceladas que Crichton ofrece sobre los peligros o los problemas que poco a poco se van produciendo puedan implantar de forma contundente el suspense o la intriga.

Dicho de otro modo, hasta prácticamente el segundo punto de giro, que da lugar al tercer acto y a la rebelión de las máquinas, la película es presentada como una aventura casi inocente en la que los protagonistas ríen y disfrutan sin preocupación. La apuesta por unas historias secundarias con marcado tono cómico no ayuda, desde luego, a la gravedad que más adelante adquiere el film, produciéndose un giro conceptual y narrativo tan brusco y tan tardío que apenas deja espacio para que el espectador pueda adaptarse a la nueva realidad, salvo que la conozca de antemano, claro está. En este sentido, y volviendo al film sobre el parque de dinosaurios, Crichton aprendió de sus errores a la hora de plantear la narrativa de su novela, ofreciendo un viaje que pivota sobre una sucesión constante de conflictos.

Con todo, es innegable que Westworld es un referente de la ciencia ficción y el uso de la tecnología en el cine. Más allá de los avances en efectos especiales y digitales, lo realmente atractivo del film de Michael Crichton es su propuesta argumental y el modo en que se abordan los problemas que pueden crear los aparatos tecnológicos y el desconocimiento por parte de la sociedad de su funcionamiento. La labor del escritor como director y guionista sea más o menos convincente puede restar cierto atractivo a determinados momentos del film, que posiblemente habría ganado en las manos más expertas de algunos directores de la época. Sin embargo, eso no debería ser óbice para disfrutar del mensaje que lanza el film y de algunos hallazgos visuales realmente interesantes y, por supuesto, de algunos logrados momentos del film, sobre todo de su tercio final.

Rickman, un villano diferente en ‘Robin Hood, príncipe de los ladrones’


Alan Rickman fue capaz de ofrecer algo distinto en 'Robin Hood, príncipe de los ladrones'Tal vez no será recordado por su papel en este film, pero desde luego la labor de Alan Rickman (saga ‘Harry Potter’) en Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991) sí se recuerda si uno piensa exclusivamente en los pros y los contras de esta aventura clásica que recuperó a un personaje que la historia del cine ha tratado con irregularidad. Y hoy ese recuerdo está más presente que nunca por la noticia del fallecimiento del actor británico a los 69 años de edad víctima de un cáncer. La aventura del proscrito de Sherwood, que contó con Rickman como villano principal, fue la sexta película del actor en el cine, y le supuso varios premios de la crítica.

La labor de Rickman en la cinta, aunque eclipsada a priori por la presencia de actores como Kevin Costner (3 días para matar), Morgan Freeman (Ático sin ascensor) o Sean Connery (La trampa), resulta notable en tanto que ofrece una visión del villano muy diferente a la que siempre se había tenido en esta historia. Frío y calculador al tiempo que algo loco y supersticioso, el usurpador al que interpreta no es un hombre débil o sibilino, más bien todo lo contrario. El reino que impone con la ausencia del Rey Ricardo es, por tanto, un reino de terror, un estado dominado por cierto sadismo, oscuridad y superstición. En este contexto, Rickman recrea a un hombre de gesto descompensado, de semblante soberbio y capaz de todo por salirse con la suya.

De hecho, gracias a la labor del actor británico el personaje logra mantener un delicado equilibrio entre la autoparodia en la que podría haber caído y el exceso de histrionismo que perfectamente podría haber explotado. Por otro lado, el arco dramático que desarrolla el villano es, cuanto menos, limitado. Reducido al simple antagonista del héroe, sin más recorrido que algunas secuencias que tratan de espolear algunas de las acciones que lleva a cabo en la trama, su papel en el fondo está supeditado, y eso es algo que suele ocurrir en todas las versiones de Robin Hood, a una figura contra la que luchar, más que como un personaje con iniciativas propias.

Renovación del mito

Kevin Costner y Morgan Freeman en 'Robin Hood, príncipe de los ladrones'Pero Robin Hood, príncipe de los ladrones es mucho más que la labor de Rickman. Su función en la historia del personaje podría entenderse como una renovación de la historia, no solo en lo que a diseño de personajes se refiere, sino a los propios personajes en si. La introducción de Freeman como amigo del héroe, por delante del mítico Little John y el resto de su grupo, es una novedad que podrá gustar más o menos, pero que a todas luces es refrescante. A esto se une una idea muy interesante que pocas veces ha sido abordada: Robin Hood llega de las Cruzadas, pero no es él quién organiza a los proscritos, sino que se une a ellos para terminar liderándolos.

Aunque el desarrollo dramático es, a grandes rasgos, el mismo que en otras versiones, los matices que introduce esta cinta dirigida por Kevin Reynolds (Waterworld) son lo suficientemente importantes como para generar un aspecto diferente de una historia ampliamente conocida. El éxito no reside en este caso, por tanto, en contar algo diferente, sino en ofrecer una narrativa nueva de algo asentado en el imaginario colectivo.

Y bajo esta idea hay que entender la interpretación de Alan Rickman en Robin Hood, príncipe de los ladrones. Su aportación, visiblemente más oscura que la de sus predecesores e infinitamente más violenta, es el contrapunto idóneo para el héroe al que da vida Costner. Es cierto que, como villano de esta historia de aventuras, no ofrece una profundidad dramática excesivamente grande, pero como personaje es uno de los más interesantes que ha dado la historia del proscrito a lo largo de los años. Y es una de las interpretaciones que han convertido a Rickman en uno de los actores que mejor han dado vida a los villanos. Descanse en paz.

‘Las tres luces’, el romanticismo de una Muerte cansada según Lang


La Muerte es el eje narrativo de 'Las tres luces' de Fritz Lang.El expresionismo alemán suele asociarse siempre a una estética que enfatiza el carácter onírico y simbólico de historias que tienen, o al menos eso se ha interpretado con el paso del tiempo, un trasfondo político marcado por una época histórica convulsa. Uno de los máximos referentes fue Fritz Lang, director del que ya hemos hablado en más de una ocasión en Toma Dos. Pero antes de grandes obras como Metrópolis (1927) hubo películas tal vez menores pero de un incipiente expresionismo que, contrariamente a lo que pueda pensarse, huía del contenido político o social para desarrollar el romanticismo en su forma más pura, es decir, aquella que ensalza el verdadero amor como aquel que traspasa la vida y la muerte. Me estoy refiriendo a Las tres luces (1921).

También conocida como La muerte cansada, su trama narra la desesperada lucha de una novia contra el destino y la propia muerte para salvar el alma de su amado, al que esta última se ha llevado inesperadamente. A través de tres relatos de diferentes influencias culturales la joven deberá demostrar a una humanizada muerte que en el mundo existen motivos para poder salvar un alma bondadosa. Sin embargo, el repetitivo y fatídico resultado de esas tres historias no solo abrirá los ojos a la joven ante una realidad difícil de aceptar, sino que llevarán a la mujer a encontrar el camino del verdadero amor. De este argumento se desprenden numerosos atractivos dramáticos, aunque como suele ocurrir en la obra de Lang lo más destacable es la factura técnica y la capacidad simbólica de su narrativa.

En efecto, el título de Las tres luces hace referencia a esas tres vidas que la joven debe salvar en parajes exóticos. Tres vidas representadas por tres velas a punto de consumirse en una habitación plagada de llamas de diferentes alturas que, como la vida misma, están condenadas a consumirse. En este contexto, el otro título que recibe la película no hace sino destacar el carácter casi derrotista de un personaje, la Muerte (al que da vida Bernhard Goetzke, visto en El misterio del cuarto azul), hastiado de una responsabilidad que le ha convertido en un ser distante, frío e insensible. Los diálogos entre este y la joven, interpretada por Lili Dagover (El gabinete del Doctor Caligari), reflejan una profundidad emocional que dista mucho de las clásicas diatribas sobre el sentido de la muerte, acercándose más a la necesidad de que exista amor en el mundo.

A este concepto subyacente del amor por encima de la muerte se suman otras ideas más expresionistas, como ese muro sin puertas ni ventanas que representa la separación entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, al que solo puede accederse a través de una escalera, elemento recurrente del movimiento artístico y cuyas interpretaciones van desde la conexión entre mundos al carácter laberíntico de una estructura que, según la perspectiva, va en un sentido o en otro. Todos estos elementos juegan a favor de una historia compuesta, en realidad, por tres historias casi idénticas que no hacen sino reforzar la idea principal de que nada puede detener el «trabajo» de Muerte, pero sí existe algo que puede sobreponerse a ello.

Tres mundos

Lo cierto es que las historias que se narran en Las tres luces importan relativamente poco en el análisis fílmico de este clásico de Lang. Puede parecer un contrasentido, pero en realidad cada una de esas historias debe ser vista como una especie de cuento corto cuya utilidad, más que dramática, es narrativa y argumental. Así, cada una de esas historias supone un escalón más (de nuevo el concepto de escalera) hacia la comprensión final de la protagonista, cuya lucha comienza siendo física y termina por ser espiritual. Eso no quiere decir, en ningún caso, que las tres historias no posean alicientes visuales que analizar.

Sin ir más lejos, la última de ellas incorpora un interesante recurso de combinación de tamaños que luego se utilizaría en otras obras del director. La aparición de elementos de pequeño tamaño en una secuencia protagonizada por actores a su tamaño real en la China Imperial encuentra, a su vez, un significado interesante que confirma no solo la idea de que todo elemento ante la Muerte parece ínfimo, sino que es el colofón al proceso iniciado con la primera historia ambientada en las Mil y una Noches, en la que la joven está a punto de salvar al amado hasta que este es alcanzado por una flecha lanzada por ese destino inevitable.

La conclusión del film es, además, uno de los momentos más emotivos y dramáticos de esta historia. Independientemente de lo que ocurre en la secuencia, y que no desvelaré, lo interesante se encuentra, como es habitual en el cine de Fritz Lang y en el expresionismo en general, en la interpretación de los acontecimientos. En realidad, la moraleja evidencia que el punto de vista de la joven protagonista era erróneo, pues tiende a verlo desde la egoísta perspectiva de aquel que vive y pretende cambiar el mundo para hacerlo a su semejanza, cuando en realidad debe ser él (o ella, en este caso) quien cambie para adaptarse a un mundo que es incapaz de controlar. Es este contraste de ideas el que dota al conjunto de un carácter mucho más emotivo y dramático del que cabría esperar viendo el desarrollo casi aventurero y onírico de sus historias.

Gracias a todo ello, Fritz Lang compone una obra atemporal, mágica y fundamental. Las tres luces se revela así como un clásico cuyo mensaje, a diferencia del expresionismo que llegó después, aborda el tema del amor y la muerte recurriendo a la fantasía pero creando un desarrollo dramático cuya estructura se podría considerar clásica. El planteamiento, nudo y desenlace se encuentran representados en este caso por tres historias que, aunque puedan parecer similares, esconden un trasfondo que hace evolucionar a la protagonista hasta alcanzar la comprensión final de que para que el amor venza a la muerte no es necesario luchar contra ella, sino aceptarla. Una obra, en definitiva, compleja y completa en todos sus aspectos.

La complejidad de ‘El Padrino II’ como arma para superar al original


Al Pacino vuelve a ser Michael Corleone en 'El Padrino, Parte II'.Hace aproximadamente 40 años Francis Ford Coppola, autor de la que posiblemente sea la mejor trilogía de la historia del cine, lograba algo inaudito en los 87 años que llevan celebrándose los Oscar: que una secuela se hiciera con el galardón a la Mejor Película. Desde luego, fue el año de El Padrino, Parte II, estrenada en 1974, entre otras cosas porque además de convertirse en la única cinta en lograr igualar en este sentido a su predecesora (El Padrino logró el galardón dos años antes), superó al original en el número de premios: seis frente a tres. Cada uno podrá encontrar los motivos que quiera para este extraño fenómeno, pero en líneas generales todos los argumentos se pueden resumir en que la secuela fue mejor que la primera parte. Y eso es mucho decir.

En realidad, lo que mejor define al film de Coppola es su capacidad para no convertirse en un mero vehículo repetitivo de los quehaceres mafiosos de la familia Corleone. Mientras que la primera parte aborda el ascenso del personaje interpretado por Al Pacino (El precio del poder), esta continuación narra los problemas a los que se enfrenta como capo de la familia. Esto permite al director explorar una serie de líneas dramáticas que no pudieron tratarse en la primera parte, desde el conflicto puramente matrimonial hasta las traiciones en el seno familiar, sin duda uno de los momentos más impactantes del relato. Es esta intensidad dramática lo que ensalza la historia hasta convertirla en algo único, independiente de El Padrino pero que bebe de sus influencias y de sus acontecimientos.

Dicho de otro modo, no es necesario haber visto la primera parte para poder disfrutar de la segunda, aunque sí es conveniente. En esta reflexión juega un papel fundamental la narrativa de cómo un joven Vito Corleone (al que da vida un magistral Robert De Niro) llega a Estados Unidos y logra convertirse en jefe de la mafia. Los paralelismos que el director es capaz de plasmar en pantalla entre las historias de padre e hijo a edades similares son fascinantes. Como si de un bucle temporal se tratara, ambos deben hacer frente a amenazas externas, a venganzas del pasado y, en definitiva, a luchar por la posición social que han logrado adquirir. Lo que en la primera parte era un mero relato de un joven que se involucra poco a poco en los negocios familiares, en El Padrino II se convierte en un drama acerca de las amenazas que conlleva el poder, y cómo ni siquiera los lazos de sangre impiden las traiciones.

Todo ello bajo una estructura narrativa relativamente similar, lo que hace aún más complejo el equilibrio entre la novedad y la repetición de conceptos. Lo cierto es que esta continuación responde a esa idea de ofrecer más de todo sin perder la esencia. En efecto, la segunda parte aprovecha los hitos dramáticos más clásicos de la trama (un negocio en ciernes, una traición, una sospecha, una respuesta final) para erigirse como algo sensiblemente distinto, fundamentalmente por el alcance dramático de los acontecimientos y de las decisiones. En líneas generales, el original abordaba el conflicto desde el punto de vista de «buenos y malos»; la segunda entrega apuesta más bien por la sutileza y por no establecer los roles desde el primer momento.

Muchas historias para un final

Uno de los aspectos más notables de El Padrino II, y que también se encuentra en El Padrino, es su capacidad para hilvanar las diferentes tramas sin que esto provoque una desconexión de los acontecimientos por parte del espectador. Y en esta segunda parte no hay que olvidar que se introducen historias protagonizadas por dos personajes diferentes en épocas distintas. El motivo principal de que esto ocurra cabe buscarlo en que, precisamente, lo narrado en todas estas historias tiene un nexo común: los fantasmas que asaltan al personaje de Pacino. Todo lo narrado en el film, incluso aquellos momentos protagonizados por De Niro, tienen como objetivo abordar los conflictos emocionales a los que se enfrenta el protagonista, y que encuentran un reflejo físico en el desarrollo del arco dramático.

Así, la historia es en realidad un viaje personal por la mente de un hombre llamado a convertirse en un referente que nunca quiso ser, pero que acepta de buen grado. Sus intentos por sacar a su familia de negocios ilícitos contrastan con la brutalidad con que afronta, por ejemplo, la relación con el personaje de Diane Keaton (Annie Hall) y los hijos de ambos. Brutalidad emocional más que física, pero brutalidad al fin y al cabo. Quizá sea esto lo que más fascina del personaje de Michael Corleone, su incapacidad para afrontar los problemas sin utilizar la violencia. Sea como fuere, su forma de afrontar los retos dramáticos que se plantean y las decisiones que eso conlleva son lo que han convertido a este rol en uno de los inmortales del cine.

Pero antes mencionaba que esta continuación mantiene una estructura similar al original. Para poder comprobarlo solo hay que ver cómo resuelve Coppola todos los cabos sueltos que van quedando a lo largo de la trama. Ese final en el que mientras el piadoso protagonista está celebrando una ceremonia eclesiástica se suceden una serie de asesinatos ordenados por él es un clásico que resume a la perfección todos los contrastes de los que se nutre la trama para construir la complejidad que desprende. Y es la que permite explicar determinados comportamientos del protagonista, dispuesto a eliminar a todos sus enemigos.

Habrá muchos que no consideren a El Padrino II como un film superior al original. Y tal vez no solo sea desde un punto de vista artístico. Pero la construcción de su trama, apoyada en las diferentes líneas argumentales desarrolladas de forma conjunta, es mucho más compleja y más elaborada que la de El Padrino. Y eso es mucho decir si tenemos en cuenta que el original de 1972 no es precisamente un film sencillo. Es precisamente esa capacidad de superación lo que lleva a la continuación a convertirse en un relato único, independiente y con giros argumentales mucho más elaborados. Un clásico, en definitiva, que ha sabido encontrar su hueco en la historia sin tener que depender exclusivamente de una historia previa.

‘Los diez mandamientos’, superproducción épica de corazón íntimo


Charlton Heston y Yul Brynner en 'Los diez mandamientos', de Cecil B. DeMille.El estreno de Exodus: Dioses y reyes, la nueva cinta de Ridley Scott (Prometheus) invita a analizar uno de los clásicos más importantes de la Historia del Cine. Más allá de la historia que comparte con Los diez mandamientos, la versión de 1956 que Cecil B. DeMille (Cleopatra) hizo de su propia película de 1923, ambas cintas (la del 56 y la de este 2014) suponen dos formas de entender el cine como espectáculo, cada una de ellas notablemente marcada por el sino de los tiempos que les tocó vivir. En realidad, lo que cada una representa es una forma de afrontar la narrativa en todos sus aspectos, desde la interpretación hasta los detalles de todo aquello que da forma al contexto en el que transcurre la trama.

O lo que es lo mismo, el inmortal clásico de DeMille es una obra que, aunque marcada por la fantasía de los acontecimientos bíblicos que narra, trata de dotar al conjunto de un realismo visual impecable. El afán de la cinta por recrear el Egipto faraónico deja algunos detalles en su vestuario y en su decoración simplemente insuperables, como son la doble corona del faraón o el colorido de los ropajes. Motivados por el uso del color que en aquella época alcanzaba su máximo esplendor con las técnicas más modernas de la época, sus responsables investigaron el mundo faraónico lo suficiente como para mostrar al espectador un mundo mágico marcado, a su vez, por una historia igual de mágica. Por desgracia, es algo que se pierde en la historia que narra Scott, que parece argumentada con un mero vistazo a un libro de fotos (¿de verdad que nadie se planteó el absurdo de poner una pirámide al lado de un templo no funerario?).

No es este el momento de entrar a valorar los errores de ‘Exodus’, sino de apreciar aquellos matices que convierten a Los diez mandamientos en la magnífica obra que es. Y más allá de su ambientación, deliciosamente lograda, lo que resalta por encima de todos los aspectos, incluso del bíblico que se encuentra en la base, es la relación entre los dos protagonistas, Charlton Heston (Ben-Hur) y Yul Brynner (Los siete magníficos), Moisés y Ramsés respectivamente. Sus personajes, aunque en extremos opuestos de la trama, rebosan una presencia en pantalla única, dotándoles de la magnificencia que merecen. El primero como el encargado de representar a Dios entre los hebreos y ante el faraón; el segundo, como un hombre acostumbrado a reinar y a ser considerado Dios en la Tierra. Esta diatriba teológica lleva la relación de amor-odio de ambos personajes a un nivel diferente en el que no hay envidias o recelos, sino más bien respeto por un pasado común y por un vínculo debilitado pero todavía existente.

A diferencia de lo que ocurre con la cinta de Ridley Scott, Brynner compone un faraón sólido, capaz de imponer su voluntad por algo más que los galones y las joyas que adornan su cuerpo. Es, en definitiva, el líder de un pueblo que no está dispuesto a dejar marchar a nadie simple y llanamente porque no está en su educación. No se trata, por tanto, de una cuestión política o estratégica, sino únicamente de un desafío a su propio ser. Esa soberbia, que choca frontalmente con la humildad que adquiere el rol de Heston a medida que descubre sus orígenes, es la que genera el contraste que, a su vez, dinamiza el desarrollo dramático de la trama, hasta el punto de ensalzar emocionalmente el momento más trágico de la historia: la última de las plagas de Egipto. La muerte de los primogénitos, más que una derrota por haber asesinado a su propio hijo, se convierte en una derrota teológica. El Dios en la Tierra es derrotado definitivamente por el Dios hebreo tras una serie de «duelos» entre ambos en forma de milagros y su correspondiente contrapartida egipcia.

El Dios de fondo

En este sentido es importante destacar que Los diez mandamientos tiene un tercer pilar dramático que no hay que despreciar. El triángulo amoroso entre Ramsés, Moisés y Nefertari (Anne Baxter, vista en Eva al desnudo) se convierte en una fuente de conflicto que se suma a la historia principal. El personaje femenino, a través de la figura romántica, crece lo suficiente como para ser relevante en una historia masculina en la que las mujeres, en líneas generales, son «simplemente» madres, hermanas o esposas cuya misión es dotar de bondad y comprensión al desarrollo. Baxter, sin embargo, compone un rol duro, maduro y sibilino que mueve a los hombres en función de sus propios intereses, llevándoles muchas veces a un destino aciago que a ella poco parece importarle. Esta función de engranaje en la historia permite, además, revelar algunos aspectos secundarios del resto de personajes, lo que en definitiva les convierte en más humanos y más próximos al espectador.

Aunque evidentemente, uno de los elementos definitorios del film es la presencia de Dios, cuya figura nunca llega a verse pero cuyo papel está presente en todo momento. Es conveniente señalar que, mientras que la cinta de Scott opta por un Dios vengativo y rencoroso (se puede decir que incluso tiránico), DeMille presenta a este personaje como un ser que busca, ante todo, la salvación de un pueblo sin dañar al otro. Los milagros que obra, además, tienen una presencia mucho más divina que en esta nueva versión, por lo que la cinta poco a poco deriva hacia una historia de carácter mágico, sobre todo durante las plagas de Egipto y la separación de las aguas del Mar Rojo. Se puede decir, por tanto, que Dios es una presencia de fondo en una historia que, en realidad, aborda el distanciamiento de dos hermanos por sus diferentes puntos de vista en la forma de tratar a los esclavos.

Y esta es una de las grandes diferencias con Exodus: Dioses y reyes aunque pueda parecer sorprendente. Sí, existe la relación entre los dos protagonistas. Y sí, ambos luchan en la liberación del pueblo, cada uno en un lado de la balanza. Pero Scott trata a Ramsés como un tirano incapaz de regir un reino como Egipto. Un hombre débil y, en cierto modo, cobarde, que está más preocupado de sus construcciones (algunas de ellas ni siquiera suyas históricamente hablando) que de su pueblo. Y esto termina debilitando el conflicto entre ambos hombres, pues la «grandeza» moral de Moisés no encuentra un antagonista creíble en la «bajeza» moral de Ramsés. Es esta una de sus más notables diferencias con la cinta de DeMille, cuya solidez dramática en este sentido queda patente en prácticamente todas las secuencias que comparten Heston y Brynner.

Desde luego, tras casi 60 años nadie duda que Los diez mandamientos es un clásico incomparable. El uso de técnicas de última generación para su época generó algunos de los momentos más recordados del cine, sobre todo en lo referente al Mar Rojo. Pero por encima de sus efectos visuales y de su fidelidad a la hora de recrear Egipto, lo que hace memorable al film es el conflicto humano, casi familiar, que existe entre sus dos protagonistas, y que azuza convenientemente el rol de Anne Baxter. Al final, independientemente de las tablas de la Ley, del éxodo o de las plagas de Egipto, lo relevante es el pulso dramático e interpretativo entre esos dos grandes actores y esos dos grandes personajes. Ni siquiera la presencia de Dios es capaz de restar relevancia al antagonismo de ambos, lo cual da una idea del verdadero sentido de esta superproducción épica de corazón íntimo.

‘Drácula de Bram Stoker’, tradición visual para un clásico moderno


Gary Oldman es el 'Drácula de Bram Stoker' en la película de Francis Ford Coppola.El reciente estreno de Drácula: La leyenda jamás contada es una pieza más en este fenómeno revisionista del vampiro. Sin embargo, en el caso de este film la revisión es del personaje escrito por Bram Stoker, punto de partida de todo un fenómeno posterior que ya dura más de un siglo. Y más concretamente, del hombre antes del monstruo, algo que pocas películas sobre el conde han abordado. Una de esas pocas películas, posiblemente la más fiel a la novela epistolar del escritor irlandés, es la que realizó en 1993 Francis Ford Coppola (El padrino), cuyo respetuoso título ya indica en cierto modo dicha fidelidad. Y aunque han pasado poco más de 20 años, Drácula de Bram Stoker puede ser considerada como un clásico tanto en su apuesta visual como en la carga dramática del protagonista, algo que muchas veces se desestima para potenciar el lado violento y sangriento del mismo.

Porque si algo caracteriza al film es que las técnicas utilizadas para dar vida al mundo sobrenatural en el que vive el vampiro son, por decirlo de algún modo, tradicionales. En este sentido son reveladores algunos pasajes de los contenidos extras que diversas ediciones en DVD y Blu-ray contienen. Momentos del film como los ojos de Drácula observando sobreimpresionados un tren de pasajeros, las diversas secuencias de acción a caballo o las escenas de batalla iniciales son buenos ejemplos. Todo ello, independientemente de que sea más o menos acertado, imprime al film un carácter único, acorde con la historia que narra y la época en la que se enmarca, en la que el cine era considerado casi como una atracción de feria más. Pero además, genera cierta nostalgia y una capacidad física que no tienen los actuales films de vampiros. Dicho de otro modo, este recurso a las técnicas más tradicionales, que evidentemente utilizan mecanismos reales, hace que los personajes puedan interactuar con algo auténtico, algo que indefectiblemente se traslada al conjunto.

Aunque si algo distingue a Drácula de Bram Stoker del resto de versiones del personaje es la facilidad que tiene Coppola para fundir en la historia drama y sangre, romance y violencia. Algo que, por otro lado, sabe trasladar James V. Hart (Contact), guionista del film, desde la novela. En efecto, desde el primer instante el carácter trágico del protagonista queda patente, lo que le convierte más en una figura de la que sentir lástima que en una criatura salvaje y violenta a la que temer. El hecho de que todo gire alrededor del amor perdido y de un sentimiento que es más fuerte que la muerte hace que el resto de conceptos, todos ellos de vital importancia para conformar el carácter final de cada uno de los roles, se conviertan en meros aderezos. Así, Drácula no es una criatura fuerte cuyo que se mueva por un afán individualista, sino que queda retratado como un ser condenado a buscar el amor por toda la eternidad y a alimentarse de otro ser humano para subsistir.

Y es en esos primeros minutos donde, además, la película conecta directamente con la historia real de Vlad Tepes, el «empalador», algo en lo que en principio se inspira la última de las versiones del famoso vampiro. La verdad es que el film de Coppola ha dejado en el imaginario colectivo un sinfín de referencias y referentes culturales, desde el aspecto de Drácula cuando es anciano, hasta la amiga de la protagonista convertida en vampiresa con un vestido blanco impoluto. Pero entre todas ellas una de las más señaladas es su forma de narrar las luchas del conde contra los otomanos y la ya famosa armadura roja que alude directamente a un cuerpo humano sin piel. El carácter dramático de estas primeras secuencias, con el suicidio de su amada, su rechazo a la religión y la cruz pétrea sangrando por la herida de una espada, predispone al espectador a una historia diferente, pero también ofrece un trasfondo emotivo que marca por completo el devenir del desarrollo dramático posterior.

Actores, sangre y tradición

Por supuesto, buena parte del éxito de Drácula de Bram Stoker reside en el reparto, quizá no el mejor en lo que a calidad interpretativa se refiere pero sin duda el más adecuado para los personajes. Ni qué decir tiene que en esa categoría de «calidad interpretativa» quedan excluidos tanto Gary Oldman (El topo) como Anthony Hopkins (Hitchcock), pues ambos convierten a sus personajes, Drácula y Van Helsing respectivamente, en roles atemporales, incapaces de clasificar y, hasta la fecha, posiblemente los mejores que se han visto en una pantalla (aunque sobre esto, como no podría ser de otro modo, habrá discrepancias). El primero dota a su vampiro de un trasfondo trágico perfecto y único, convirtiendo al personaje en un ser atormentado cuya búsqueda del amor choca frontalmente con su naturaleza violenta y condenada a causar daño en el ser humano. El segundo quita gravedad al supuesto archienemigo para convertirle en un rol inteligente, conocedor de su propia inteligencia y, en consecuencia, divertido e irónico.

No quiere decir esto que el resto de intérpretes no logren una labor notable, pero lo cierto es que ninguno de ellos logra alcanzar la presencia de los dos anteriores, que se debaten en duelo para dilucidar quién es capaz de captar mayor atención de la cámara. Tanto Keanu Reeves (Matrix) como Winona Ryder (El protector), cuyos personajes deberían de tener algo más de peso narrativo, se convierten en meros engranajes para hacer avanzar la acción, sin alcanzar a tener una personalidad propia capaz de sobreponerse a la naturaleza que les otorga la historia. No hablemos ya de los secundarios, auténticos testigos de todo lo que ocurre sin mayor relevancia que la de participar en la batalla final para, en cierto modo, equilibrar fuerzas con un ser sobrenatural.

Pero como decía al antes, su presencia es la más adecuada para los personajes, pues ofrecen ese aspecto tradicional y clásico que mencionaba al principio. Clasicismo que incluso podría encontrarse en las secuencias más violentas y sangrientas de la historia, que también existen. Al fin y al cabo, es un vampiro, y el componente sangriento es inseparable. Más que clasicismo, habría que hablar de homenajes. Coppola aprovecha una puesta en escena clásica para introducir referencias, algunas más veladas que otras, a grandes clásicos del género de terror. Quien haya visto El resplandor (1980) encontrará cierto parecido entre este film y la sangre entrando a chorro en la película sobre el conde Drácula. Quien haya visto Nosferatu (1922) podrá recordar la llegada en barco o el uso de las sombras por parte del director de Apocalypse Now (1979), sobre todo en el castillo del conde.

Todo ello, más que convertir a Drácula de Bram Stoker en un compendio referencial, otorga al film una entidad propia y única, capaz de sobreponerse a versiones anteriores y de ser una referencia para versiones sucesivas. Francis Ford Coppola, en su intento por homenajear la novela, convierte su película en una cinta personal que, al igual que su base literaria, combina inteligentemente el romance y el drama, salpicándolo de violencia y cierto aire malsano cuando la ocasión lo requiere. La apuesta del director por técnicas tradicionales en lugar de las, en aquel momento, incipientes herramientas digitales, otorga a la obra una naturaleza distinta que se integra en la historia como si de una pieza más del puzzle se tratara, evitando distracciones innecesarias y generando una mayor credibilidad a lo que se ve en pantalla. Un clásico moderno, por tanto, concebido de este modo en todos y cada uno de sus elementos.

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