Los fans más acérrimos de The Walking Dead ya estarán acostumbrados a los cambios que existen en la trama entre el cómic original creado por Robert Kirkman, Charlie Adlard y Tony Moore, y la serie surgida a partir de sus páginas en blanco y negro de la mano de Frank Darabont (quien desde la serie Mob city, de 2013, no ha vuelto a ponerse con ningún proyecto). Algunos tan impactantes como las muertes de varios protagonistas. Por eso, quienes conozcan el final de las viñetas sabrán lo que está ocurriendo en esta décimo primera temporada, que se ha dividido en tres partes para mayor deleite fan… y para exprimir un poco más este fenómeno televisivo. Pero claro, alargar hasta los 24 episodios lo que en el cómic ocurre en unas páginas era una ardua tarea, así que… ¿cuál es el resultado?
Si la primera parte fue el terreno necesario para recuperar las mejores sensaciones que había dejado la serie, esta segunda tanda de ocho episodios ha permitido a los guionistas plantear todas las líneas argumentales necesarias para lo que se avecina en la última parte de la serie, que no va a ser, precisamente, un paseo tranquilo (más o menos como todo a lo largo de estos años). Lo más interesante es que la ficción televisiva ha enriquecido mucho los conflictos que ya existían en los cómics, creando nuevos personajes, dotando de mayor trasfondo dramático a los ya existentes, y creando mejores motivaciones para los acontecimientos que están a punto de ocurrir.
No quiero decir con esto que el cómic tenga un final «flojo», al contrario. Creo que es el final que debe tener una serie de este tipo, ya sea en papel o en fotogramas. Pero a diferencia del cómic, The Walking Dead, la serie, opta por crear toda una trama que combina con acierto suspense y acción, casi como si de un thriller se tratara, estableciendo claramente héroes y villanos entre los nuevos personajes llamados a tomar un papel relevante en esta conclusión de la producción. Cada episodio se convierte así en un tour de force que lleva al espectador en un viaje como hacía tiempo que no se vivía en la serie, utilizando para ello algo que, seamos sinceros, se había perdido con los años: el uso de los ganchos narrativos no solo de un episodio a otro, sino dentro de un mismo capítulo.
Esto ha permitido, por ejemplo, jugar con una posible traición del personaje interpretado por Norman Reedus (Triple 9) o dejar algunos episodios memorables como el protagonizado casi en exclusiva por Josh McDermitt (Odious), en uno de los mejores ejercicios de suspense, locura y traición que, además, es el comienzo para sentar las bases de lo que está por venir. Posiblemente sea esta una de las etapas de temporada más diversas, interesantes y entretenidas que haya dejado la serie en estos más de diez años, pero si esto es así es gracias, sobre todo, al trabajo en la definición de personajes que ha habido previamente, y que ha permitido crear unos roles inolvidables.
Mención aparte merece la relación entre los personajes de Lauren Cohan (Milla 22) y Jeffrey Dean Morgan (El asesino de las postales), enemigos acérrimos desde que el segundo protagonizara el momento más salvaje, violento e impactante de la serie (en papel y en pantalla). Personalmente, reconozco que no era muy partidario de plantear este conflicto; apostaba más por algo similar a lo que ocurría en el cómic. Pero esta es la magia y el arte de estos guionistas: han logrado dar la vuelta a una situación hasta reintegrar el rol de Negan en una estructura argumental y dramática mucho mayor. Y lo han hecho como debe hacerse, con trabajo meticuloso, paciencia y construyendo el giro a fuego lento. El resultado es, a tenor de lo que pase en los últimos ocho episodios, un primer paso en el cambio de la relación.
Sangre y fuego
Así que, para aquellos guionistas noveles o veteranos que quieran generar cambios en los personajes de la noche a la mañana, una recomendación: vean estos ocho capítulos de The Walking Dead. Son el mejor ejemplo de lo que se puede hacer, de lo que se debe hacer y de lo que se llega a conseguir. Aunque evidentemente, esta serie no sería lo que es sin conflictos ni batallas campales a sangre y fuego. Los zombis continúan siendo casi más un elemento del entorno (aunque han evolucionado en estos años a casi esqueletos putrefactos, un matiz menor pero muy interesante), y el ser humano se mantiene como el gran enemigo del hombre. En este caso, y como ya se intuía en la primera parte de la temporada, el mayor enemigo hasta el momento.
Para aquellos que no hayan visto el episodio 16, solo mencionar el carácter casi fascistas del final (y sin casi, pero dejemos las ideologías políticas a un lado en el mundo postapocalíptico). Dicho de otro modo, la conclusión de esta etapa pone la última pieza de un tablero en el que se va a desarrollar una guerra en su más amplio sentido, no solo por recuperar territorios, sino por acabar con dictadores y el poder en la sombra que maneja con mano de hierro y corrupción una sociedad que se parece demasiado a lo que tenemos hoy en día, miedos y escalas sociales incluidos. Lo cierto es que son muchas las lecturas que se pueden sacar de apenas ocho episodios, lo que da buena cuenta del nivel narrativo en el que nos encontramos.
No todo es positivo, pero casi. Es cierto que la serie no ahonda en algunas tramas secundarias que parecen pedir a gritos algo más de protagonismo. Algunos personajes, como el interpretado por Teo Rapp-Olsson (King of knives), entran y salen de la trama con demasiada asiduidad a pesar de su relevancia (al fin y al cabo, es el hijo de la gobernadora de la ciudad). Sus historias, aunque secundarias, no parecen tener más importancia que servir como apoyo para hacer avanzar la acción, sin ofrecer al espectador mayor trasfondo. Es un poco lo que le ocurre también a todo el arco narrativo del rol al que da vida Khary Payton (Loners), cuya enfermedad, sinceramente, ha sido más bien una excusa más que una motivación. Pero este ha sido, en realidad, el problema que siempre ha tenido la serie: hay tantos personajes que es inevitable que algunos pierdan relevancia o sean utilizados como meros instrumentos al servicio de una narrativa mayor.
En todo caso, son problemas menores. Hasta el momento, la décimo primera temporada de The Walking Dead está siendo un ejemplo de lo mejor que puede ofrecer esta serie. Para algunos puede que incluso extraordinario. Los episodios de esta segunda tanda no solo están pensados como un vehículo para alcanzar el final, sino que construyen ese final. Construyen una conclusión coherente que va más allá del simple enfrentamiento para ahondar en conceptos que, aunque siempre han estado en la serie, muchas veces se han diluido: democracia, dictadura, corrupción, poder… Todo ello como trasfondo de algo mucho mayor, de una lucha por cambiar lo que no funcionaba en el mundo antes de la llegada de los zombis. Ahora nos esperan meses hasta el desenlace. Quienes hayan leído el cómic sabrán hacia dónde se dirige, pero por suerte para los fans, el destino va a ser muy diferente al de las viñetas.