‘Los mercen4rios’: Statham toma el testigo de los clásicos de acción


Explosiones y espectacularidad son las señas de identidad de 'Los mercen4rios'

He de reconocer que tengo cierta debilidad por la saga de Los mercenarios. No es que sea una gran serie cinematográfica de acción, y desde luego no son películas que, digamos, mantengan una intriga argumental demasiado alta. Pero sí cuentan con un cierto aroma nostálgico, no solo por las estrellas que suelen integrar el elenco, sino por su forma de realizar las secuencias de acción. Y casi como si de un homenaje se tratara, en esta última entrega, para colmo, se pasa el testigo a la nueva generación de héroes con un clásico como referente.

En concreto, a Jungla de cristal (1988), solo que en lugar de un edificio tenemos un buque, y en lugar de un héroe medio desnudo nos encontramos con esa suerte de ejército de un solo hombre que es Jason Statham (Fast & Furious 8). Al igual que en aquella, Los mercen4rios ofrece al espectador una serie de chistes, conversaciones dinámicas y secuencias de acción bastante solventes y espectaculares, siempre manteniendo las muchas distancias que separan aquel clásico de este divertimento sin más pretensiones que distraer cerca de un par de horas. Y lo consigue. La película de Scott Waugh (Need for speed) es un entretenimiento puro y duro que confía todo su valor al carisma y el buen rollo de sus protagonistas para tratar de disimular su falta de solidez narrativa.

Porque, desde luego, el guion no es lo más sobresaliente de la película. De hecho, casi es lo que está menos trabajado, lo cual, por cierto, tampoco debería ser una sorpresa. Su desarrollo es simple, pasando de una escena de acción a otra con apenas un puñado de diálogos. Eso por no hablar de lo previsible que es el presunto suspense en torno al villano, que se intuye/prevé casi desde los primeros compases de la película. Esto, en cierto modo, juega en detrimento del conjunto, pero es justo reconocer que el ritmo constante y el hecho de poner la historia al servicio de Statham logra compensar todo eso. Con esta cuarta entrega, la saga entra en una nueva etapa en caso de que haya más films. Una etapa en la que el actor no solo asume el rol de líder (algo que el ideólogo de todo esto, Sylvester Stallone –Samaritan– ha confirmado dentro y fuera de la pantalla), sino en la que estos Mercenarios dejan de ser viejas glorias del cine de acción para convertirse en jóvenes actores del género.

Así las cosas, es posible que Los mercen4rios pierdan algo de su esencia, concretamente esa parte nostálgica de poder ver en una sola película a todos los héroes de los 80 y 90 con los que crecieron muchas generaciones. Pero el espectáculo parece garantizado en las manos de Statham, uno de los grandes representantes de ese cine de acción moderno. Eso sí, no estaría de más que a la espectacularidad, las peleas (por cierto, algunas muy logradas en esta película, sobre todo las finales) y los chascarrillos se sumara un guion algo más elaborado. No mucho, tan solo lo justo para poder disfrutar, como espectadores, de algo más que un divertimento palomitero que ofrezca cierto interés cuando los protagonistas de turno se paren a descansar entre puñetazos, explosiones y tiroteos.

Nota: 6/10

‘The Equalizer 3’: la paz tiene un precio


Denzel Washington vuelve a ponerse en la piel de Robert McCall en 'The Equalizer 3'

A la chita callando, Antoine Fuqua (Hacia la libertad) se está labrando una interesante carrera como director de un cine de acción alejado totalmente de efectismos digitales y conceptos narrativos imposibles, apostando más por un realismo y un lenguaje más físico y creíble. Su última propuesta no solo es una prueba de ello, sino el final de una de las trilogías de acción más interesantes de los últimos años.

Pero la apuesta que realiza el director por este tono tiene su parte «negativa», por decirlo de algún modo, y The Equalizer 3 también peca de eso. La trama del film es un constante crescendo de tensión dramática, con un personaje que toca fondo perseguido por los fantasmas de su pasado antes de redimirse a través de la violencia que parece querer dejar atrás. Su viaje, en un entorno incomparable como son los pueblecitos de Sicilia, está marcado por amigos, aliados y enemigos, como es habitual, pero en lugar de terminar en un clímax épico y salvaje, el director y los guionistas optan por un final algo más suave, más en la línea del suspense que de la violencia brutal y sangrienta de un combate a cara de perro. Eso no quiere decir que no haya salvajismo (las muertes pueden hacer apartar la mirada en más de una ocasión), sino que el tratamiento que realiza Fuqua no pierde en ningún momento el control de la situación, manteniéndose fiel a un estilo que, además, le sienta como un guante tanto al protagonista como a la historia en sí.

Porque, y este es uno de los elementos más interesantes del guion, historia y protagonista van casi por caminos separados hasta que se unen en el punto final. Y me explico. Evidentemente, la atención de Fuqua se centra en el viaje del personaje al que da vida Denzel Washington (Fences), su evolución y su enfrentamiento final con los villanos de turno. Todo está construido a su alrededor, pero al mismo tiempo existe una trama secundaria que parece no tener vinculación con el resto casi hasta el final. Esto puede generar algo de confusión, pero en realidad no deja de ser una estrategia para no poder desarrollar el arco dramático del héroe sin complicaciones, resolviendo las dudas con apenas un par de planos en pantalla (de una forma magistral, dicho sea de paso). Esto evidencia no solo la maestría de director y guionistas, sino la teoría de que menos es más, y de que solo con mostrar un par de detalles se puede construir todo un relato si previamente se ha construido una cierta intriga coherente.

Cabe señalar que esto, aunque interesante, también hace que The Equalizer 3 sea algo previsible. Dicho de otro modo, tanto la evolución del personaje de Washington como los secundarios, antagonistas y hasta cierta parte del suspense que aportan las tramas secundarias se pueden intuir casi desde el principio. Esto resta algo de fuerza al relato, es cierto, pero también permite a director y protagonista lucirse en lo que mejor saben hacer cada uno. El primero con secuencias de acción brillantes, limpias y brutales; el segundo con una interpretación brillante (es de esos actores que pueden hacer lo que sea y siempre lo harán de forma soberbia). El mejor resumen podría ser que es lo que cabría esperar: un buen cierre para una trilogía de cine de acción clásico. No se puede pedir más.

Nota: 7,5/10

‘Posesión infernal: El despertar’: para groupies y no tan groupies


La motosierra sigue siendo un arma eficaz en 'Posesión infernal: El despertar'.

Creo que nadie duda a estas alturas de que Posesión infernal (1981) es una obra de culto que ha influido en infinidad de directores de todos los géneros y, sobre todo, asentó las bases de un estilo que su director, Sam Raimi, ha sabido aplicar luego a todo tipo de films, incluyendo la saga de Spider-Man. Por eso, ver que el espíritu de aquella cinta de terror se sigue manteniendo en pleno siglo XXI es un regalo para fans y no tan fans, demostrando que una historia bien hecha puede adaptarse a cualquier época si se hace con coherencia.

Y en cierto modo, eso es lo que hace Posesión infernal: El despertar: adaptar aquella trama de un grupo de amigos en una cabaña en el bosque a un apartamento de un edificio en ruinas. Y lo hace bien, muy bien. Tanto que el guion, a pesar de tener una estructura arquetípica, funciona como un reloj, manteniendo la tensión dramática y emocional en un alto y constante nivel, evitando en lo posible los sustos fáciles y aprovechando algunos recursos visuales muy interesantes. En este sentido, su director y guionista, Lee Cronin (Bosque maldito), ofrece un espectáculo para groupies, como se menciona en varios momentos del film, con buenas dosis de sangre, violencia y terror ambiental que contribuye a la ya de por sí atmósfera opresiva del escenario en el que se desarrolla la acción. Evidentemente, no es una película para corazones sensibles, pero incluso aquellos que estén poco familiarizados con la obra de Raimi encontrarán referencias a otras cintas de terror como El resplandor (1980), a la que Cronin homenajea en varias ocasiones con mucho acierto.

Quizá el único problema que tenga el film (y tampoco debería considerarse un problema como tal) sea esa necesidad del cine moderno de establecer una suerte de historia secundaria que haga las veces de envoltorio de la historia principal. La cinta comienza en una cabaña en un bosque, con tres amigos y una de ellas visiblemente enferma. La tragedia se produce y la historia vuelve al día anterior para comenzar a contar la verdadera trama, con otros personajes y otro escenario, y dejar al espectador preguntándose toda la película qué tendrá que ver una cosa con la otra. Hasta aquí todo bien, pero cuando llega el momento de explicar la relación entre ambas historias es cuando la cosa se complica. El modo en que se vincula una con otra no termina de tener demasiado sentido. Sin hacer muchos spoilers, digamos que podría haberse justificado de una forma más coherente, o al menos más creíble que decir que no se enteró de nada a pesar de los gritos, la violencia, motosierras de por medio, disparos y demás elementos propios de la saga.

En todo caso, Posesión infernal: El despertar es una obra a tener en cuenta, una buena propuesta dentro de este universo demoníaco que se despierta con el Necronomicón. Cronin aprovecha la iconografía de Raimi para crear un producto solvente, aterrador en algunos momentos, desagradable en otros y sangriento en casi todo su metraje, sobre todo con ese final ya mítico de estas historias en el que el o la protagonista termina literalmente bañada en sangre y motosierra en mano. Quizá si hubiese sido más directa, sin necesidad de esa otra trama que no lleva a ninguna parte (salvo para justificar aquello de que los demonios están en el bosque, pero esto también deja muchas lagunas), la película habría sido más redonda. De todas formas, una muy buena propuesta para los amantes del género.

Nota: 7/10

‘Renfield’: de Drácula también se sale


Nicolas Cage y Nicholas Hoult tienen una relación complicada en 'Renfield'.

Me confieso admirador de esas historias que son capaces de dar una vuelta de tuerca a un género o a un personaje archiconocido para el gran público. Creo que es una de las labores creativas más difíciles y complejas que existen. Tal vez por eso la mayoría de las veces son auténticos fracasos. Y tal vez por eso, la nueva película de Chris McKay (La guerra del mañana) es un soplo de aire fresco y una mirada que va más allá de lo que siempre está vinculado a la figura de Drácula.

Que Renfield utilice un personaje secundario de la famosa novela de Bram Stoker es casi anecdótico. Podría haber sido cualquier otro. Lo interesante es el punto de vista con el que el director y los guionistas (entre los que está Robert Kirkman, autor de The Walking Dead… y con eso lo digo todo) se acercan a esta historia, la retuercen y logran ofrecer algo completamente diferente. Porque más allá de la sangre, los momentos de violencia, las elaboradas secuencias de acción o los toques de humor, la cinta aborda temas algo más serios como las relaciones tóxicas, la dependencia de alguien o las dinámicas que nos terminan por acomodar en situaciones que detestamos. Lo hace con ironía, es cierto, pero en ningún caso para burlarse de ello, sino para acentuar lo grave de todo esto. Un delicado equilibrio que podría haber salido rematadamente mal, pero que, por suerte, termina por generar empatía en todos sus aspectos, incluyendo ese gore excesivo, casi de película de animación.

El principal problema de la historia, y creo que también su acierto, es que no ofrece nada relativamente diferente a otras cintas similares. Y me explico. Es cierto que reinterpreta todo el universo de Drácula, pero lo hace con una fórmula ya inventada, y eso al final termina por convertir la cinta en una propuesta más. Sin embargo, esto permite aprovechar ciertas ventajas que tiene el film, y la principal es la presencia de Nicolas Cage (Pig). La película crece y mejora cada vez que aparece en pantalla dando vida a un excesivo Drácula que bebe de las interpretaciones clásicas para componer un interesante personaje, manipulador y con un objetivo muy claro. En realidad, sin él esta historia sería mucho menos interesante. Bueno, sin él y sin la apuesta visual de McKay y su equipo, que aprovechan los referentes de Bela Lugosi y Christopher Lee para crear una estética que está a medio camino entre el gótico más tradicional del género y los conceptos modernos del cine de gángsters.

El equilibrio de esta mezcla, como todo en Renfield, es lo que termina por dibujar una sonrisa de cierta satisfacción al salir de la sala. No es que sea una película inolvidable, pero sabe jugar con sus cartas, los actores disfrutan con sus papeles (en especial Cage) y el director aprovecha las fortalezas del guion para construir una obra divertida, sarcástica, por momentos salvaje y con un mensaje interior que va más allá del mero espectáculo. No creo que nadie espere de esta obra una reflexión sobre las relaciones tóxicas, pero ahí está, y siempre he creído que la fantasía y la ciencia ficción son un camino idóneo para exponer problemas reales del presente. Si encima se hace con Drácula, ¿qué más se puede pedir?

Nota: 7/10

1ª T. de ‘El juego del calamar’, sociología en estado gore


Los protagonistas de 'El juego del calamar' deberán superar todos los juegos si quieren sobrevivir a la primera temporada.

A estas alturas, y aunque no ha pasado demasiado tiempo, posiblemente todos los que lean este texto habrán visto ya la primera temporada de El juego del calamar. La serie más vista de Netflix, la obra que ha roto todos los esquemas, el fenómeno fan que ha dado lugar a cientos… miles de teorías sobre sus elementos visuales y dramáticos. Todo eso y más se ha dicho, así que poco más queda por decir salvo, tal vez, lo más obvio. ¿Qué hace que esta serie de apenas 9 episodios sea una gran serie?

Pues para gustos los colores, nunca mejor dicho en el caso que nos ocupa, pero lo cierto es que esta ficción surcoreana creada por Hwang Dong-hyuk (Namhansanseong) va mucho más allá de lo que se ve a simple vista. De hecho, es todo un campo de estudio para sociólogos y psicólogos, porque lo más interesante del relato, cinematográficamente hablando, es su construcción en base a los contrastes, a los opuestos si se prefiere, y cómo eso a su vez se convierte en un reflejo de la sociedad que nos ha tocado vivir. Pero antes un pequeño resumen: la trama se centra en un grupo de personas desesperadas que aceptan participar en una extraña competición. Deben jugar a una serie de juegos infantiles y ganarlos todos para llevarse un premio millonario. Lo que descubren una vez allí es que, si pierden, mueren.

Como comentaba, El juego del calamar es una producción de contrastes. Y más allá de la apuesta visual de Dong-hyuk, arrebatadora por momentos e inquietante durante casi todo el metraje, lo importante se encuentra en el interior, en una estructura dramática que crece en tensión y drama sobre unos extraordinarios personajes que vienen a representar, cada uno en su estilo, diferentes estratos sociales y personalidades. No es casualidad que el protagonista, interpretado magistralmente por Lee Jung-jae (New world), tenga el último número del grupo y se apoye rápidamente en el que tiene el número 1. Tampoco es casualidad que termine enfrentándose con un personaje con el que comparte un pasado pero cuyas vidas les han llevado a estar, por decirlo de algún modo, en lugares opuestos de la balanza. Ni lo es que dos hermanos estén en lados opuestos del bien y del mal o que se utilice algo tan común e inocente como los juegos infantiles para llevarlos al extremo de ser mortales. Y desde luego tampoco es casualidad que una minoría poderosa vea jugar a este macabro juego a una mayoría pobre y desesperada.

Sobre estas ideas, su creador compone una trama relativamente sencilla pero cargada de significado y simbolismo en el que cada plano, cada juego, cada detalle, tiene una carga informativa apabullante. Si bien es cierto que el arco argumental de la serie está construido de forma más o menos previsible (no es que se sepa cuándo van a morir los diferentes personajes, pero se puede intuir), utilizando los juegos y cada episodio para profundizar en la naturaleza de los protagonistas, es precisamente esta sencillez lo que permite al espectador introducirse en los personajes, identificarse con ellos y empatizar, amén de admirar y maravillarse con una puesta en escena tan rica en colores y referentes artísticos como angustiosa en los momentos más críticos y salvajes de esta primera temporada. Dicho de otro modo, la base de la serie, sencilla y muy sólida, permite al director y guionista centrarse en los personajes y en el lenguaje visual que, hay que reconocerlo, se ha convertido automáticamente en un clásico moderno.

Los jugadores de 'El juego del calamar' deberán enfrentarse en mortales juegos infantiles.

Los buenos ganan

En cierto modo, cada uno de los protagonistas de El juego del calamar representa, de forma algo arquetípica, un componente social. Desde el héroe, que viene a ser lo que conocemos como un «pobre hombre» al que todo le sale mal, fracasado y adicto al juego, hasta el clásico matón de barrio, el estafador, una joven desesperada por su situación familiar o un inmigrante ilegal. Todos ellos, con sus motivaciones, sus miedos y sus problemas, también revelan al espectador algo fundamental en cualquier construcción de personajes: que la evolución de los mismos no tiene que ser, necesariamente, a mejor. Sí, es cierto que el personaje de Jung-jae revela su verdadera condición de héroe, pero muchos otros roles sencillamente se muestran como son en realidad, y no es algo precisamente bueno.

Incluso en esto, la idea de los contrastes y de los opuestos permanece y se nutre durante toda la serie. Y es aquí donde se puede entrar en el análisis sociológico más profundo, que daría para varios textos más. La trama, desde el comienzo, parte de la base de que todos los personajes que participan en el juego lo hacen en igualdad de condiciones. Dicho de otro modo, sean buenos o malos, ninguno tiene ventaja. Y a partir de aquí, su creador juega con la idea de que en un escenario semejante, la bondad y el heroísmo terminan imponiéndose a la maldad, aunque sea tras pasar un calvario. Soy consciente que muchos espectadores posiblemente esto lo vean como una debilidad, pues el final se vuelve previsible (al menos el final del juego final). Pero es que, en realidad, importa poco saber quién va a ganar el juego del calamar. Lo realmente relevante es el viaje hasta llegar a ese momento, los giros argumentales que se distribuyen con inteligencia y elegancia y las escenas gores y violentas que no escatiman en sangre y cráneos reventados. Una combinación entre salvajismo e interpretación sociológica que, de nuevo, vuelve a marcar el contraste que generan los extremos.

El autor de esta ficción lleva al límite todos los conceptos sociales para realizar, precisamente, una crítica feroz del sistema en el que vivimos. Siempre he pensado, y hay teorías cinematográficas al respecto, que la mejor forma de mostrar el verdadero funcionamiento de una sociedad es enmarcándolo en un contexto fantástico o de ciencia ficción. Y bajo esta premisa, esta serie aborda ideas y preguntas como qué estaríamos dispuestos a hacer por dinero, el manejo que las clases altas hacen de las clases bajas (aquello del 10% de la población tiene el 80% de la riqueza), cómo reaccionamos cuando nuestra vida y la de aquellos que nos rodean están en peligro… Incluso se plantea una especie de corrupción en el sistema, lo cual no deja de ser irónico teniendo en cuenta el cariz de toda la producción. Todo es útil para reflejar la condición humana en situaciones extremas. Quien gane, en definitiva, es lo de menos.

El juego del calamar es una serie que, como su propio contenido, provoca dos reacciones opuestas: o gusta o no gusta. Pero nunca va a dejar indiferente. Y esta primera temporada tiene mucho, muchísimo que analizar. Su uso de la paleta cromática para diferenciar, en cierto modo, clases sociales (el verde y el rosa utilizados están en puntos opuestos de la rueda de colores); las figuras geométricas que establecen jerarquías (y que representan el juego del calamar); los detalles con los que el espectador puede jugar al gato y al ratón con el guionista e intentar averiguar antes que nadie lo que va a ocurrir. Todo eso es lo que genera el fenómeno fan que tan rápidamente ha crecido en torno a esta producción. Pero más allá de eso, la producción es una genial construcción dramática que explora conceptos sociológicos de primer orden, uniendo a eso la violencia más descarnada. El hecho de que sean juegos infantiles los que llevan a la muerte a los participantes daría para otra reflexión, así como el análisis de cada uno de los personajes. Pero lo que está claro es que estamos ante una obra diferente, fresca, enriquecedora y fascinante.

‘Titane’: hijos de la violencia y el metal


Agathe Russell protagoniza 'Titane', Palma de Oro del Festival de Cannes 2021.

Siempre he creído que una crítica cinematográfica, la haga quien la haga, debe de ir más allá de un simple «me gusta», «no la soporto» o «no la entiendo». Evidentemente, los gustos personales siempre estarán presentes, pero cualquier comentario debería ir más enfocado a lo que es la película, cómo se narra en imágenes y sobre el papel, y cómo conecta con el espectador. Por eso obras como lo nuevo de Julia Ducournau (Crudo) es algo diferente de ver y de criticar. Y vaya por delante que, personalmente, me ha gustado.

Y es posible que sea lo primero que haya que decir, porque Titane no deja indiferente a nadie. O gusta o se odia. O no se entiende, que puede que sea lo que le pase a mucha gente. Es una película compleja, exigente con el espectador, que invita a reflexionar en un universo fantástico en el que hombre y máquina conviven casi como iguales. Con una narrativa muy diferente a la utilizada en Crudo, la directora aborda conceptos como la ira, la violencia y el sentimiento de orfandad bajo el paraguas de esa joven embarazada por el metal.

Porque a diferencia de lo que se vaya a leer en algunos sitios, esta extraña, sugerente e hipnótica cinta es mucho más que la relación entre una joven y un coche. Es mucho más que esa extraña y perturbadora escena de sexo. Ducournau obliga al espectador a mirar este mundo en el que vivimos desde una nueva perspectiva. La fusión de carne y metal convive con la necesidad de amor, con la necesidad de encontrar esa figura paterna o filial que nos complete como seres humanos. Es lo que busca el personaje de Vincent Landon (En guerra), es lo que encuentra la protagonista interpretada de forma notable por la debutante Agathe Rousselle, y es lo que tienen los personajes que integran el cuerpo de bomberos.

En realidad, Titane es un complejo puzzle de emociones. Evidentemente, lo más llamativo es el modo en que Ducournau plasma en imágenes conceptos que van más allá de nosotros mismos, retratando una sociedad enferma y carente de amor en la que la protagonista solo parece encontrar placer en el dolor, al menos hasta dar con ese falso padre en el que termina cobijándose. No es una película hecha para todos los gustos, eso está claro, y en su narrativa hay algunos momentos un poco confusos, por no hablar de la presencia casi instrumental de algunos secundarios cuyo desarrollo queda interrumpido. Pero es una obra que va más allá de lo que se ve, recomendable para aquellos que busquen algo más que puro entretenimiento y que se atrevan con un desafío narrativo, emocional y formal en el séptimo arte.

Nota: 7/10

‘Maligno’: hay que extirpar el cáncer


Annabelle Wallis deberá enfrentarse a 'Maligno'.

Tras más de una decena de películas a sus espaldas, decir que James Wan (Insidious) es el nuevo maestro del terror moderno no debería sorprender a nadie. Sobre todo porque tres de las grandes sagas del género de los últimos años (‘Saw’, la mencionada ‘Insidious’ y ‘Expediente Warren’) nacieron y crecieron en sus manos. Su narrativa, su manejo de los tiempos dramáticos, de los planos, del sonido… absolutamente todo está milimétricamente medido para provocar todo tipo de emociones en el espectador. Y su última propuesta no es menos.

De hecho, puede que sea más, porque Maligno no es exactamente lo que aparenta ser. La película se mueve a medio camino entre una historia de fantasmas y una de slasher al más puro estilo ochentero, con imágenes no aptas para personas sensibles o que tengan aprensión a la sangre. El guion, bien construido en casi todo el relato (la resolución flojea un poco cuando ya se desvela todo el pastel), se mueve como pez en el agua entre el suspense, el terror atmosférico tan característico de Wan y la violencia sin cortapisas. Pero posiblemente lo más interesante de todo es cómo dosifica la información que va descubriendo el espectador, situando las grandes revelaciones en unos giros de guion que llevan el argumento por caminos bastante más imprevisibles de lo que estamos habituados a ver en este tipo de producciones.

Y a todo esto se suma la labor del director. Su puesta en escena es simplemente brillante. Al uso ya conocido de las sombras, los juegos de profundidad dentro del plano y los movimientos de cámara suaves capaces de generar más intensidad emocional se suman ahora su experiencia en secuencias de acción, lo que aporta un plus a la historia, amén de algunos hallazgos visuales como ese plano completamente cenital por todas las estancias de la casa. El principal problema de la historia, y es algo que Wan trata de solventar como puede, es el final, que no termina de encajar con el tono general del relato, entregándose por completo a la acción y el concepto de monstruo final como si no hubiera otra forma de solventar el complejo puzzle planteado en una intriga más que notable.

Un final, eso sí, que hará las delicias de los amantes al gore. Pero Maligno, como lo fueron antes otras películas del director, no es una obra de ese género. Es un relato oscuro, trágico, con numerosas e interesantes lecturas sobre la familia, los vínculos de sangre e, incluso, el dolor de la pérdida o la lucha contra el cáncer. Una obra que podría haber dado más de sí con un final diferente, más próximo al resto de la trama. En todo caso, es encomiable el equilibrio encontrado entre suspense, terror y sangre, una mezcla que no todos los directores son capaces de manejar, pero con la que James Wan demuestra, una vez más, que es un modelo a seguir dentro del género.

Nota: 7/10

‘El Escuadrón Suicida’: salvar el mundo o morir en el intento


'El Escuadrón Suicida' tendrá que enfrentarse a una amenaza del espacio.

Que James Gunn (Guardianes de la galaxia) es el nuevo chico de oro entre los grandes estudios es algo que cada día es más evidente. Y el hecho de que haya tomado las riendas de un proyecto como la secuela de esa fallida Escuadrón Suicida y haya logrado algo no solo mejor que el original (lo que no era difícil), sino una mezcla perfecta entre acción, humor y violencia descarnada, no hace sino confirmar que estamos ante un director consolidado en el género.

Y lo cierto es que no era tarea fácil que este El Escuadrón Suicida fuera lo suficientemente interesante como para hacer olvidar la primera película. Lograr que fuera mejor no era algo complicado, pero imponerse casi como el referente por delante de su predecesora es algo al alcance de muy pocos. Y Gunn lo logra con buena nota. El director aprovecha las oportunidades que ofrecen unos personajes como estos para mostrarlos como unos perdedores patéticos, unos personajes mediocres con aires de grandeza que se disfrazan como si estuvieran en Carnaval para tratar de hacerse un nombre. Lo interesante es el trasfondo de cada uno de ellos y cómo una visión pervertida de valores inicialmente admirables los convierten en villanos. Esto, unido a un tono irónico y humorístico marca de la casa, hace que el relato mantenga el equilibrio necesario para no aburrir en ningún momento, reírse de sí mismo y, al mismo tiempo, ofrecer una historia en la que buenos y malos traspasan la delgada línea que los separa en más de una ocasión.

La verdad es que es difícil ponerle un «pero» a estos suicidas de James Gunn. En todo caso, se queda en el tintero el desarrollo algo más profundo de algunos personajes que terminan resultando más interesantes de lo que inicialmente aparentan, y algunos de los gags se alargan en exceso. Pero en realidad, son problemas menores de una película que, para durar casi dos horas y cuarto (con secuencia post-créditos incluida), se hace hasta corta. El director y guionista pone toda la carne en el asador para ofrecer un derroche de imaginación, espectacularidad, colorido y originalidad en una puesta en escena y una narrativa que aprovecha todo, pero absolutamente todo, para lograr una obra muy superior a lo que podría esperarse si se tiene en mente la película original.

Así que El Escuadrón Suicida no solo es mejor que Escuadrón Suicida. Es que, en realidad, esta es la película que va a terminar imponiéndose como referente cuando haya que hablar de una cinta coral de supervillanos. Gunn recupera a algunos de los mejores personajes de la cinta original para llevarles a una nueva aventura en la que sangre, sudor y lágrimas se mezclan con risas, vísceras y la idea de que el heroísmo no es cosa de los que están en el «lado bueno» de la historia, sino de aquellos que quieren hacer el bien o luchan por aquellos a quienes aman. Habrá momentos más irregulares, otros más espectaculares. Habrá risas, violencia casi gratuita y mucha acción. Pero sobre todo hay una gran película de puro entretenimiento, bien construida y con más lecturas de las que podría esperarse. Poco más se puede pedir.

Nota: 8/10

‘Spiral: Saw’: otra y otra y otra y…


Chris Rock y Max Minghella deberán enfrentarse a un nuevo asesino en serie en 'Spiral: Saw

Cada cierto tiempo surge una película de terror que, más allá de tener un impacto en los espectadores, da lugar a una saga más o menos longeva en el tiempo. Los amantes del género, sobre todo los más veteranos, recordarán la época dorada que comenzó a finales de los años 80 del pasado siglo. Más tarde, en los 90, llegó Scream. Y a principios del siglo XXI fue el turno de Saw. Conocer la historia es importante, porque todas estas sagas comparten un problema, y es la falta de ideas que termina por apoderarse de ellas. Algo normal, por otro lado.

Y todas tienen en común también un intento de reinventarse, de adaptarse a los nuevos tiempos que han evolucionado desde la primera entrega, aunque lo hagan repitiendo esquemas. Spiral: Saw adolece de todo ello, aunque lo hace con estilo. La verdad es que en esta nueva entrega/reinicio de la franquicia no hay nada nuevo: muertes macabras, elecciones imposibles, un policía que debe resolver un puzzle y una sorpresa final que, a poco que se conozcan este tipo de historias, se puede prever con más o menos acierto. Entonces, ¿qué aporta? Como novedad nada, salvo tal vez para los amantes del gore. Ahora bien, es tan corta, sencilla y directa que se disfruta sin demasiados inconvenientes.

Y buena parte de la responsabilidad de que no sea un fracaso total está en el reparto, con un Chris Rock (Niños grandes) reconvertido a actor dramático como principal y más grata sorpresa. Aquellos que le hayan visto en la cuarta temporada de Fargo ya estarán sobre aviso, pero la verdad es que, con sus limitaciones, está logrando encontrar un espacio en un tipo de cine muy alejado del que nos tiene acostumbrados. Y lo hace con solvencia. Y junto a él, un puñado de rostros conocidos que aportan su experiencia y su calidad para sostener un guion tan previsible como efectivo (y a veces efectista) al que el director saca el provecho que puede sacar, que tampoco es mucho. La puesta en escena de Darren Lynn Bousman (The barrens) resulta, a veces, excesivamente sobria, aunque hay que reconocerle algunos momentos viscerales en las escenas más sangrientas.

La verdad es que Spiral: Saw es otra más. Puede que no de las mejores, pero tampoco de las peores. Simplemente, una más para la colección. Eso sí, de continuar la saga, siempre tendrá el honor de ser la primera piedra de una renovación, pues el final deja la puerta abierta a una, dos, tres y todas las continuaciones que se quieran. Siempre que haya imaginación para asesinar de la forma más traumática posible a las pobres víctimas, claro está. Porque la fórmula, desde luego, no aporta nada nuevo.

Nota: 5/10

‘Reservoir Dogs’, el thriller que definió el estilo Tarantino


Quentin Tarantino presentaba en este 2019 la que posiblemente sea su mejor película (o una de las mejores en una corta pero extraordinaria filmografía). Érase una vez en… Hollywood contiene todos y cada uno de los elementos que definen su cine, incluida una violencia que, en esta ocasión, se limitaba casi en exclusiva a una espectacular secuencia final. Este título llegaba después de que hace 27 años sorprendiera a propios y extraños con Reservoir Dogs, un thriller dramático que se convirtió, por méritos propios, en el primer clásico en la carrera del director.

Guste o no su estilo visual y su narrativa, cargados ambos de una violencia explícita en imágenes y en lenguaje, lo cierto es que el considerado como primer film de Tarantino (en realidad, ese honor le corresponde a El cumpleaños de mi mejor amigo, de 1987) es un ejemplo extraordinario de cómo realizar una presentación en sociedad como director. Con una trama simple donde las haya (un grupo de criminales da un golpe que sale mal y deben averiguar por qué) y apenas una única ubicación, el director tiene una libertad absoluta para manejar los tiempos narrativos, la puesta en escena y las posibilidades interpretativas de un elenco simplemente extraordinario. Y con apenas unos pocos elementos logra una tensión dramática que ni siquiera directores con más trayectoria son capaces de plantear en muchos de sus films. Esto se debe, fundamentalmente, al manejo de los elementos que ya Alfred Hitchcock (Con la muerte en los talones) definió como fundamentales para cualquier intriga, y que tienen que ver con la información que manejan los personajes y la que tiene el espectador.

A través de un goteo constante de datos sobre lo ocurrido (que nunca se llega a ver, y que en realidad tampoco es necesario mostrar), Tarantino construye un sólido castillo dramático en el que unos personajes que no se conocen prácticamente de nada deben afrontar no solo una situación que les llega sobrevenida (el golpe fallido y la traición), sino el modo en que cada uno de ellos hace frente a eso. Esta dualidad es la que genera el conflicto, acentuando los problemas, las dudas y los objetivos de cada personaje en un contexto ya de por sí comprometido. Reservoir Dogs es un gran ejemplo de cómo construir una tensión dramática en constante aumento, finalizando en una apoteosis de violencia que ni Shakespeare habría imaginado para ‘Hamlet’, en la que los personajes tienen el final que les corresponde y tal vez no el que querríamos como espectadores.

De hecho, el tratamiento de los personajes es algo muy interesante de analizar que requeriría dedicar varios textos. Tarantino construye un delicado equilibrio entre buenos y malos, entre héroes y villanos para que, una vez llegan los títulos de crédito finales, no exista ni lo uno ni lo otro. Partiendo de la base de que todos son criminales, durante el ajustado metraje de poco más de hora y media el espectador va distinguiendo entre buenos y malos dentro de los ladrones del banco. Las diferentes personalidades de cada uno de ellos no les hace posicionarse de un lado o de otro, simplemente les convierten en humanos, y como tales logran empatizar -unos más y otros menos- con el espectador. Ahí entra en juego lo que mencionaba al principio de la complejidad dramática. A la situación ya de por sí difícil en la que se encuentran los personajes se añaden sus incompatibilidades de personalidad y, también, los lazos casi paterno-filiales que se establecen entre algunos de ellos. Ahí surge la que posiblemente sea la mayor riqueza argumental del film: cómo las relaciones pueden no solo dificultar un trabajo, sino hacernos perder la perspectiva de lo que realmente está ocurriendo.

Estilo Tarantino

Pero ante todo, Reservoir Dogs contiene muchos de los elementos, si no todos, que definen el «estilo Tarantino». Más allá de la violencia, la profusión de sangre o el lenguaje agresivo, el director pone en práctica en el film algunos de los conceptos que le han convertido en el icono y el referente cinematográfico que es hoy en día. Para empezar, el uso de la música y canciones que aparentemente tienen poco o nada que ver con lo narrado para acentuar, precisamente, el carácter dramático de lo que se está viendo en escena. Un contraste no demasiado habitual en el séptimo arte porque es difícil de lograr. Es más, la banda sonora, ya sea creada expresamente para el film o compuesta por temas ya escritos (alguno muy conocidos o que se han hecho famosos a raíz del film que acompañan), suele realizar una narración paralela de lo que se ve, potenciando el carácter que posea la escena.

Tarantino logra ese efecto con la técnica inversa. En realidad, no es algo único de la música. Sus films están cargados de contrastes entre extremos, desde el vestuario hasta los diálogos. Y esta historia que ahora analizamos no es menos. Frente a los ladrones trajeados, unos jefes que van en chándal o con camisa; frente a unos personajes con nombres de colores (de los que luego se llega a conocer la verdadera identidad de algunos), unos líderes que sí tienen nombre; y frente a la violencia de la historia, unos diálogos iniciales que nada tienen que ver con lo que va a ocurrir. Y cuando digo nada es absolutamente nada. El director de Pulp Fiction (1994) eleva a la máxima expresión artística el concepto de small talk, esa charla que no lleva a ninguna parte pero que sirve para cubrir vacíos. Bueno, en manos de Tarantino estas charlas sí adquieren cierto significado, pues aunque no aporten información sobre la trama, permiten conocer mucho mejor a los personajes, su forma de ver el mundo.

Y luego está la descomposición temporal que hizo mundialmente famosa en el film mencionado antes. Aunque en esta ocasión no está tan desarrollada como en películas posteriores, ya se aprecia un manejo de los tiempos narrativos único, enriquecedor y, ante todo, muy inteligente. El director utiliza estos saltos temporales para aportar intriga y tensión dramática, desvelando información reclamada por el espectador a medida que va conociendo más y más de los personajes. El modo en que les contratan, su huida del golpe fallido, sus momentos previos a la reunión inicial. Con un puñado de secuencias Tarantino logra componer un mosaico lo suficientemente enriquecedor como para que el espectador comprenda las motivaciones de cada uno, su verdadero rol en la trama y, sobre todo, la red de amistades y traiciones que sustenta toda la historia. Por supuesto, esta desestructuración de la narrativa tiene un objetivo argumental basado en la intriga, cosa que no tienen algunos de sus films posteriores, pero es un primer paso para esa posterior apuesta cinematográfica.

Se puede decir que Reservoir Dogs abre la puerta a todo un cine que ha marcado a generaciones y, sobre todo, ha redefinido una forma de entender el séptimo arte. Pero sobre todo es un ejemplo de lo que pueden conseguir los directores noveles que busquen lanzar su primera historia. Con una premisa sencilla, apenas un escenario y un puñado de actores (eso sí, actores de un nivel extraordinario), Tarantino construye un thriller con tensión dramática en constante crecimiento, donde las traiciones y las sospechas construyen un laberinto que queda resuelto con elegancia y una maestría fuera de toda duda. El modo en que se inserta toda la información al espectador, llevándole por un camino cargado de giros argumentales, forma ya parte de la historia del cine.

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