Un libro formado por tres tomos. Una película compuesta de tres partes. Así debe ser entendida la historia de El señor de los anillos, y así lo interpretó Peter Jackson (Agárrame esos fantasmas) a la hora de afrontar el proyecto. Es de sobras conocido que el rodaje de esta trilogía se realizó de forma paralela, llegando a tener varios platós de rodaje a un mismo tiempo en funcionamiento en diferentes partes de Nueva Zelanda, la Tierra Media en el mundo real. El resultado, visto de forma conjunta o por separado, es una obra mastodóntica, un hito en el arte cinematográfico a nivel creativo y técnico alcanzó el nivel de clásico casi al mismo tiempo de su estreno debido, precisamente, al aura de inadaptabilidad que tenía la obra escrita de J. R. R. Tolkien, de quien se acaba de estrenar la primera de otra trilogía que centra su atención en El hobbit, una especie de precuela de aquella. Por eso, iniciamos en Toma Dos una serie de análisis sobre la trilogía «original», comenzando como no podía ser de otro modo por La comunidad del anillo, estrenada en 2001.
He de confesar que, aunque la factura de esta primera aproximación a la obra de Tolkien es sencillamente perfecta en todos sus aspectos, su historia no tuvo el mismo efecto que, por ejemplo, sus dos continuaciones, sobre todo la última. Bien por no tener en mente el original literario, bien por lo asombroso de sus decorados o de las técnicas que permitían unos juegos casi imposibles de perspectiva, lo cierto es que el desarrollo dramático se me antojó algo previsible, regodeándose por momentos (al igual que le ocurre a la novela) demasiado en conceptos como la amistad, la lealtad, la valentía o la ambición. Y si bien es cierto que el estudio que realiza la obra sobre estos valores es lo que le aporta el grado icónico, en esta primera entrega existe un exceso a la hora de resolver determinadas situaciones, sobre todo en la secuencia inicial en la Comarca.
Debido al carácter mítico de la historia y a la multitud de personajes, parecía claro que el plantel de actores sería todo un mosaico de grandes intérpretes de diferentes generaciones. Y así fue, más o menos. Algunos utilizaron el éxito de la saga como trampolín, mientras que otros confirmaron su desarrollo artístico. La elección del reparto ofrece, además, la posibilidad de que los personajes sobrepasen la barrera de las letras para adoptar una entidad única, una sutileza que solo se da con una mirada, con un gesto o con una entonación. Ahí está, por ejemplo, la relación entre un elfo y un enano, dos razas opuestas condenadas a entenderse. O los diferentes caracteres entre los miembros humanos de esa Comunidad del Anillo.
Sin embargo, lo que más daño hace a esta primera parte es, precisamente, su protagonista. Elijah Wood (El buen hijo) se hace cargo de un papel que le queda algo grande. La inexpresividad del joven Frodo Bolsón ante todos los acontecimientos que le suceden en muy poco tiempo, incluyendo una herida de la que nunca se recuperará, se aproxima peligrosamente a la de Keanu Reeves en Matrix (1999), todo un arte en eso de decir mucho sin mover un músculo de la cara. Por poner un ejemplo, la historia coge a un personaje apacible, sencillo y campesino para situarlo en un viaje por tierras desconocidas, perseguido por unas criaturas y portando un anillo por el que todo el mundo mataría. El semblante, empero, apenas deja un atisbo de miedo o de preocupación.
En realidad, este es el principal escollo del desarrollo de esta primera historia, por lo demás dinámica y fascinante en su presentación de todas y cada una de las criaturas de esa Tierra Media. De hecho, la apuesta decidida por suprimir cada vez más el papel de Wood en favor del de Viggo Mortensen (Todos tenemos un plan), quien se erige en auténtico protagonista de este viaje por destruir un anillo, no hace sino acrecentar el interés por la historia, que adquiere progresivamente más y más dramatismo en su magnificencia visual. Un protagonismo que queda patente no solo en la resolución de la última película, sino en la pregunta más básica que se puede hacer sobre una película: ¿quién es el personaje protagonista más recordado?
Un antes y un después
El señor de los anillos: La comunidad del anillo supone, como he mencionado más arriba, un punto de inflexión en la profesión audiovisual. Peter Jackson, que gracias a este proyecto adquirió el status de director clave en la historia del cine (un título que, creo, le viene algo grande todavía), realiza algo casi imposible: tres películas en progresión dramática al mismo tiempo. Es muy complejo, y esto me imagino que lo comprendan mejor los profesionales del medio, estar atento a todos los detalles que se deben seguir a lo largo de un rodaje no lineal de una historia. De ahí los pequeños gazapos de cintas como Gladiator (2000). Extrapolar eso a tres películas al mismo tiempo marea a cualquiera.
Pero más allá del rodaje en sí, o de las técnicas visuales para convertir a cada actor en su personaje, lo que la película deja tras de sí es un mundo único de difícil creación que, a pesar de los intentos anteriores, nunca había sido llevado a imágenes de forma tan contundente. No solo hablamos de los paisajes, que se han convertido en parte del mito y que son, gracias a estas películas (y las que vendrán) en un reclamo turístico. Me refiero a la fotografía, todo un abanico de sutilezas cromáticas en las que el espectador es capaz de comprender el espacio en el que se encuentra solo con mirar una esquina de la pantalla.
Gracias a la asignación de un color y de una luminosidad concreta a cada raza y a cada zona geográfica de este mundo irreal, la historia queda identificada casi al instante en todas sus vertientes, desde el riesgo de una huida hacia adelante hasta la calma de un refugio paradisíaco, desde las entrañas de una montaña hasta las aireadas ruinas de un castillo. Aunque la labor de Andrew Lesnie (Soy leyenda) es solo una parte del conjunto, en el que también habría que destacar la soberbia banda sonora, que merecería un estudio más en profundidad.
En general, esta primera entrega de las aventuras de estos personajes que buscan destruir un anillo capaz de dominar el mundo pone las bases para lo que luego serán las dos siguientes entregas, Las dos torres y El retorno del rey, aunque peca en exceso en su labor como introducción a una aventura épica mucho mayor. Los personajes, sobre todo al comienzo y, más concretamente, el protagonista principal, aparecen casi como arquetipos de lo bueno y lo malo, de la virtud y la deshonra, del valor y de la debilidad. Y eso, más que reforzar las posturas de cada uno, lo que hace es terminar por ensombrecer una historia brillantemente iluminada por la magia de su espectacularidad.