‘Spiral: Saw’: otra y otra y otra y…


Chris Rock y Max Minghella deberán enfrentarse a un nuevo asesino en serie en 'Spiral: Saw

Cada cierto tiempo surge una película de terror que, más allá de tener un impacto en los espectadores, da lugar a una saga más o menos longeva en el tiempo. Los amantes del género, sobre todo los más veteranos, recordarán la época dorada que comenzó a finales de los años 80 del pasado siglo. Más tarde, en los 90, llegó Scream. Y a principios del siglo XXI fue el turno de Saw. Conocer la historia es importante, porque todas estas sagas comparten un problema, y es la falta de ideas que termina por apoderarse de ellas. Algo normal, por otro lado.

Y todas tienen en común también un intento de reinventarse, de adaptarse a los nuevos tiempos que han evolucionado desde la primera entrega, aunque lo hagan repitiendo esquemas. Spiral: Saw adolece de todo ello, aunque lo hace con estilo. La verdad es que en esta nueva entrega/reinicio de la franquicia no hay nada nuevo: muertes macabras, elecciones imposibles, un policía que debe resolver un puzzle y una sorpresa final que, a poco que se conozcan este tipo de historias, se puede prever con más o menos acierto. Entonces, ¿qué aporta? Como novedad nada, salvo tal vez para los amantes del gore. Ahora bien, es tan corta, sencilla y directa que se disfruta sin demasiados inconvenientes.

Y buena parte de la responsabilidad de que no sea un fracaso total está en el reparto, con un Chris Rock (Niños grandes) reconvertido a actor dramático como principal y más grata sorpresa. Aquellos que le hayan visto en la cuarta temporada de Fargo ya estarán sobre aviso, pero la verdad es que, con sus limitaciones, está logrando encontrar un espacio en un tipo de cine muy alejado del que nos tiene acostumbrados. Y lo hace con solvencia. Y junto a él, un puñado de rostros conocidos que aportan su experiencia y su calidad para sostener un guion tan previsible como efectivo (y a veces efectista) al que el director saca el provecho que puede sacar, que tampoco es mucho. La puesta en escena de Darren Lynn Bousman (The barrens) resulta, a veces, excesivamente sobria, aunque hay que reconocerle algunos momentos viscerales en las escenas más sangrientas.

La verdad es que Spiral: Saw es otra más. Puede que no de las mejores, pero tampoco de las peores. Simplemente, una más para la colección. Eso sí, de continuar la saga, siempre tendrá el honor de ser la primera piedra de una renovación, pues el final deja la puerta abierta a una, dos, tres y todas las continuaciones que se quieran. Siempre que haya imaginación para asesinar de la forma más traumática posible a las pobres víctimas, claro está. Porque la fórmula, desde luego, no aporta nada nuevo.

Nota: 5/10

‘La noche de Halloween’: Cómo hemos cambiado (todos)


Los fans, los verdaderos fans que hace 40 años se estremecieron con el mal personificado en Michael Myers, tienen una cita ineludible con el asesino en serie. Pero que sea ineludible no significa que no puedan terminar el encuentro algo decepcionados. Porque esta nueva sesión de asesinatos y violencia tiene mucho de la original de la que hace las veces de secuela y, en muchos aspectos, homenajea, pero nunca logra librarse del sino de los tiempos.

Han pasado 40 años, en efecto, y al igual que la sociedad ha cambiado, también lo ha hecho el cine. Y La noche de Halloween es un documento que permitirá a generaciones posteriores ver dichos cambios. Estamos ante una historia completamente plana, lineal, sin giros argumentales a destacar (salvo uno ligeramente interesante hacia el final del metraje) y con personajes que parecen fotocopiados de mil y una películas de este tipo. La trama arranca bien, jugando con el recuerdo de los crímenes de 1978 y con esa idea del mal puro que se ha construido durante estas décadas. Pero una vez la máscara entra en escena, la cinta pierde fuerza, entregándose por completo a un slasher algo descafeinado que es víctima de la corrección social imperante actualmente. En este sentido, poca sangre, aunque la que se muestra es digna de aplauso.

A su favor juegan, sin embargo, algunos elementos. Para empezar, la puesta en escena de David Gordon Green (Stronger), quien juega con las posibilidades de los planos generales para crear ambientes cargados de tensión dramática. También es digno de mención los intentos por transgredir, aunque sea dentro de los límites de la autocensura. En el recuerdo queda el asesinato de un niño o algunos crímenes visualmente impactantes. A todo ello se suma un diseño de producción que, aunque actual, sigue teniendo cierto aire de décadas pasadas que transporta al espectador a una época en la que la violencia en este tipo de films alcanzaba cotas más altas.

No cabe duda de que el gran problema de La noche de Halloween es su guión. Aunque con un inicio interesante, la trama pierde interés a medida que se entrega a los asesinatos, sobre todo porque se plantea como una especie de viaje con un enfrentamiento final que se anuncia, detalles incluidos, casi desde el primer minuto. Si a eso sumamos algunos diálogos y actuaciones sencillamente horribles, nos encontramos con un film irregular que logra sus mejores momentos en algunos asesinatos y en el ambiente que es capaz de crear. Una secuela que, visualmente, está a la altura del original, pero que narrativamente deja mucho, muchísimo que desear. Al menos entretiene, que es más de lo que pueden decir otras producciones similares.

Nota: 6/10

‘El muñeco de nieve’: No cuesta seguir el rastro de sangre


Las modas, sean del tipo que sean, suelen tener la ventaja de ofrecer algo conocido y que funciona. El gran problema es que, una vez conocidas sus claves, el contenido puede tornarse algo previsible, rutinario, incapaz de aportar algo nuevo a la corriente a la que pertenece. Y la última película de Tomas Alfredson (Déjame entrar) tiene algo de esto. Bueno, según a quién se pregunte puede que mucho.

Porque, en efecto, El muñeco de nieve explota al máximo las posibilidades dramáticas de una trama de intriga con asesino en serie de por medio, investigador borracho y personajes que tienen algo que ocultar. Y sí, la fotografía y la puesta en escena son impecables, al igual que la labor de su reparto. Y todo ello, con una narrativa sólida que construye sólidamente un relato directo, sin grandes distracciones y con puntos de giro más que correctos, debería ser suficiente para estar hablando de un thriller sin pretensiones pero notable.

Sin embargo, algo falla. Y ese algo no pertenece propiamente a la cinta, sino a la novela de Jo Nesbø en la que se basa. Para empezar, la estructura de la historia aporta muy poco a este tipo de relatos, contando con todas las claves de éxito de otros libros y películas anteriores, desde ese personaje poderoso con más sombras que luces, hasta casos sin resolver del pasado que vuelven a escena. Pero además, el argumento ofrece pistas, puede que demasiadas, que permiten al espectador adelantarse a los acontecimientos e, incluso, a la revelación final de la identidad del asesino, restando dramatismo y fuerza a la resolución de la cinta.

Con todos estos elementos, El muñeco de nieve se convierte en un film previsible que se desinfla dramáticamente hablando a medida que avanza su historia. Un thriller más de esa hornada de relatos del norte de Europa que, a pesar de tener todos los elementos para convertirse en una obra de suspense sumamente interesante, se queda en un quiero y no puedo, en un intento de ofrecer al espectador una investigación policial de varios crímenes con un toque original que, en realidad, es un relato previsible y carente de elementos inesperados.

Nota: 5,5/10

‘Hannibal’ desarrolla su inteligencia y su violencia en la 2ª temporada


Mads Mikkelsen da vida a 'Hannibal' en la espléndida segunda temporada.Aunque pueda parecer lo contrario, es mucho más complicado escribir sobre una buena producción que sobre una mala. Y si el objeto del texto es algo como la serie Hannibal, la tarea es casi titánica. Reducir a un puñado de párrafos la complejidad y calidad de este producto que recoge los años del personaje previos a las novelas de Thomas Harris es inútil. Es más, puede que ni siquiera un análisis individualizado de cada episodio permita una comprensión completa de la serie creada por Bryan Fuller (serie Criando malvas). Si la primera temporada fue un derroche de inteligencia, elegancia y buen gusto, esta segunda tanda de episodios es mucho más violenta y salvaje, pero al mismo tiempo mucho más inteligente. O lo que es lo mismo, una delicia para los seguidores del caníbal más famoso de la ficción.

La verdad es que vista en perspectiva la evolución de la serie en estos 13 episodios hay que reconocer que parecía complicado poder llevar a los personajes de la producción por un camino que no fuese el típico y tópico, sobre todo teniendo en cuenta que en la anterior temporada todos ellos eran marionetas al servicio del personaje interpretado por Mads Mikkelsen (La caza). Sin embargo, y sin necesidad de realizar giros argumentales excesivos o que desentonen, Fuller desvía el desarrollo hacia un destino inesperado, libre de ataduras y coherente. Se puede decir que las marionetas que antes bailaban al son de un ser superior tienen ahora mayor conciencia de sus propios actos, rebelándose contra lo que antes creían como cierto. Esto no significa, ni mucho menos, que no sigan estando controladas, pero sí que existe ahora un conflicto mucho más interesante, más sutil y que requiere de una atención a los detalles mucho mayor.

La traducción más directa de esto es el juego del gato y el ratón que inician los dos protagonistas. Con el detonante del asesinato de una agente del FBI (uno de los más impactantes de la temporada), los personajes de Mikkelsen y Hugh Dancy (Martha Marcy May Marlene) desatan un peligroso y subrepticio duelo intelectual de mortal desenlace, como de hecho se muestra en esa secuencia inicial del episodio que abre la temporada, lo que en términos de Hannibal se traduciría por un aperitivo. Como digo, la muerte de este personaje abre un abanico de posibilidades narrativas que afecta a todos los personajes, principales y secundarios, y permite introducir nuevos roles que conectan directamente con las tramas narradas en los libros y en las películas, como es el caso del papel interpretado por Michael Pitt (serie Boardwalk Empire), cuya trascendencia puede ser notable.

Así, y aunque la trama involucra de forma más directa a otros personajes, el peso vuelve a recaer en la pareja protagonista y la particular relación de amistad que ambos cultivan. Lo más interesante de esta segunda temporada es que el espectador, aun cuando responda a las exigencias de una serie como esta, está a merced de los acontecimientos, identificándose como un personaje más y dudando de la cordura de los roles protagonistas, de los que nunca puede esperarse nada. Es aquí donde reside la genialidad de estos nuevos episodios, pues lejos de incidir de nuevo en los parámetros de la primera temporada, permite a los personajes evolucionar y madurar, abriéndoles los ojos a un mundo macabro y salvaje en el que ellos mismos son objetivos. Y como suele ocurrir, dicho despertar llega demasiado tarde.

Rienda suelta a los instintos

Pero como decía al inicio, Hannibal no solo ha sabido buscar una vuelta de tuerca a su desarrollo dramático desde un punto de vista intelectual. También lo hace en el plano visual, desarrollando al máximo las secuencias oníricas del personaje de Dancy y ofreciendo al espectador todo un repertorio de mensajes simbólicos que, lejos de crear confusión, permiten una mejor comprensión de las intenciones, inquietudes y roles morales de todos los personajes. Momentos como la pesca en el río, el ciervo y su correspondiente versión humanoide o la transformación de Will Graham en ciervo permiten acceder a mensajes visuales que, de otro modo, tendrían que ser intuidos o desarrollados mediante otras técnicas. El hecho de optar por esta alternativa, más allá de que encaje en el sentido general de este thriller psicológico, es uno de los grandes aciertos de la producción.

Y si el duelo entre los dos protagonistas alcanza en la segunda temporada de Hannibal cotas insospechadas, el carácter caníbal del personaje de Mikkelsen tiene en estos episodios carta blanca para hacer prácticamente lo que se le antoje. La anterior temporada jugaba con la idea de no mostrar la verdadera naturaleza de Hannibal Lecter, utilizando la sutileza y el montaje para transmitir los movimientos en las sombras del personaje. Ahora, sin embargo, la brutalidad de su personalidad adquiere todo su esplendor. No solo se le ve cocinando miembros y órganos humanos, sino que el sadismo y la superioridad física y mental del Dr. Lecter se desarrollan sin traba alguna. Dar de comer a un individuo su propia pierna, manipular a sus semejantes para que maten por él o utilizar cuerpos a modo de campo de cultivo son solo algunas de las aficiones que expresa este hipnótico personaje al que, por cierto, Mikkelsen da vida de forma simplemente magistral, permitiendo olvidarse por un momento de la labor que hizo Anthony Hopkins en El silencio de los corderos (1991), Hannibal (2001), con la que por cierto guarda alguna conexión y El dragón rojo (2002).

Desde luego, la serie no es apta para estómagos sensibles. La imaginación a la hora de mutilar cuerpos llega a ser indescriptible. Víctimas como panales, como una paleta de colores o hasta como una especie de animal son solo algunos de los artísticos cuadros que crea el caníbal protagonista. Pero con todo y con eso, es el final de la temporada lo que realmente deja sin aliento. El primer episodio de esta segunda tanda comienza, como ya he dicho, con una secuencia de acción poética que deja a algunos personajes principales en una situación límite e interesante por las consecuencias evidentes que conlleva. Empero, no es hasta la conclusión del último episodio cuando dicha secuencia encuentra su explicación, por otro lado espléndida. La resolución de esos acontecimientos, precipitando el final de prácticamente todos los roles protagonistas, es de lo mejor que se puede ver en televisión ahora mismo. Si a esto le sumamos el pequeño extra que puede verse tras los títulos de crédito, el resultado es simplemente impactante, dejando el mundo de Lecter tan abierto que aventurarse a predecir por dónde evolucionará la trama en el futuro es absurdo.

Personalmente, Hannibal es de las mejores series que el aficionado puede encontrar. Es cierto que exige del espectador algo más que sentarse frente al televisor o la pantalla, pero la recompensa es sensacional. Esta segunda temporada, cuyos episodios llevan por título un plato de la cocina japonesa, supone un paso más en todos los aspectos, evitando estancarse en la repetición de conceptos para llevar a los personajes un paso más allá y explicar las consecuencias que esto puede tener. Es indudable que este thriller requiere de estómagos fuertes y de un interés por el personaje de Lecter, pero en cualquier caso su factura técnica, con una iluminación y concepción visual sublimes, y su base narrativa, sostenida en unos personajes espléndidamente complejos, son incuestionables. Ahora queda comprobar si la tercera temporada es capaz de recomponer el fragmentado mundo que deja la conclusión de estos episodios.

T. 1 de ‘Bates motel’, adolescencia moderna del psicópata clásico


Vera Farmiga y Freddie Highmore protagonizan 'Bates motel', los años adolescentes de Norman Bates.No es nada nuevo encontrarnos con remakes, precuelas y secuelas de los grandes éxitos del cine. Es algo que se lleva haciendo desde que el cine es cine, pero en los últimos años parece que se ha convertido en una constante. Lo que ya no es tan habitual es que una precuela de una película clásica (y, por tanto, con una serie de conceptos y valores que la convierten en lo que es) sea al mismo tiempo moderna y clásica, o dicho de otro modo, que respete el original introduciendo elementos modernos. Recientemente ha ocurrido con la espléndida Hannibal, y en el caso que a continuación analizamos el protagonista es Norman Bates, el antológico asesino de Psicosis (1960), dirigida por Alfred Hitchcock. Y aunque en un primer momento puede provocar un desequilibrio, su primera temporada sabe sobreponerse para convertirse en un producto casi independiente de la película, a la que por otro lado homenajea en buena parte de sus 10 episodios.

La producción está planteada por su creador, Anthony Cipriano (El fin de la inocencia), como la historia jamás contada de un Norman Bates adolescente. Aquellos que conozcan la historia se imaginarán que buena parte del arco dramático de la serie tiene como base la relación materno filial en la familia Bates, así como una profundización mayor en la psique de la madre de Norman, su carácter autoritario y protector, o el origen de buena parte de los traumas, problemas y aficiones de un joven Norman. Y en efecto, ese es el principal interés de la trama. Sin embargo, no es ni mucho menos lo único en lo que se sustenta. Es más, desde cierto punto de vista podría decirse que eso es, en definitiva, un aspecto secundario que enriquece una intriga mucho más compleja y llena de oscuros personajes.

No en vano, rellenar una historia durante 10 capítulos de unos 40 minutos cada uno con la relación entre Norman y Norma (así se llama su madre) sería tan asfixiante como monótono, tan perturbador como tedioso. Cipriano logra con relativo éxito desviar en muchas ocasiones la atención de esta relación familiar para centrarse en tramas mucho más mundanas, más habituales en el cine o las series de suspense. En el caso que nos ocupa, partiendo de un cuaderno con dibujos de chicas encadenadas y obligadas a practicar sexo que el joven protagonista encuentra en una de las habitaciones de su motel el mismo día que se mudan allí huyendo de una tragedia que, como se sabe más adelante, tiene poco de casual, aunque no por los motivos que el espectador presupone en un primer momento. Dicho cuaderno es únicamente el hilo suelto de una madeja que, al descubrirse, revela un secreto casi más aterrador que el que esconde el protagonista y que afecta, de un modo u otro, a todo un pueblo, haciendo recaer las sospechas sobre todos los vecinos y permitiendo, además, abrir nuevas vías dramáticas de cara a futuras temporadas.

Como decía al inicio, Bates motel comienza con un estilo más o menos clásico para romper por completo con ello y tornarse en una versión moderna de los años jóvenes del psicópata. No me refiero tanto a su formato visual como a la indumentaria, la decoración o el carácter de los propios personajes. Su creador genera la ilusión de estar ante un producto que respeta la época del original para revelar, casi al instante, que estamos ante algo completamente diferente. O mejor dicho, ligeramente diferente. Porque si uno se fija en los personajes, verdadero epicentro del interés seriéfilo y cinéfilo, estos no podrían ser más clásicos, al menos los dos protagonistas. En líneas generales, el reparto destaca por méritos propios, pero tanto Vera Farmiga (Expediente Warren: The conjuring) como Freddie Highmore (Charlie y la fábrica de chocolate) se llevan la palma. No sabría decir cuál de los dos realiza un trabajo más complejo, si ella como una madre de la que apenas se tienen referencias, o él convirtiéndose literalmente en un joven Anthony Perkins y, al mismo tiempo, dotando al personaje de Norman de una entidad propia. Más o menos como hace Mads Mikkelsen en la serie Hannibal que antes mencionaba.

No todo tiene que ver con madre

He de reconocer que, aunque el piloto de la serie se puede incluir en la categoría de los mejores del año que acaba de terminar, sus primeros episodios desprendían un aroma que generaba algo de recelo, principalmente por el tratamiento que se le daba a la relación madre e hijo. Sí, todo el mundo espera ver una relación agobiante, con mano firme por parte del personaje de Farmiga. Y sí, los momentos en los que Norman tiene conversaciones con su progenitora en su mente (escasos para mi gusto, pero increíbles) son necesarios y muy reveladores. Pero precisamente porque es lo esperado, de haber evolucionado así la serie ésta se habría convertido en un mero producto sin alma destinado a reforzar una idea ya preconcebida en los espectadores.

Dicho esto, el acierto de Cipriano es que no todo tiene que ver con el personaje de Norma. Influye, por supuesto, pero a medida que se suceden los episodios el desarrollo dramático tiende a separarla cada vez más de la psicosis del protagonista, convirtiéndola en la chispa que enciende la mecha o, por decirlo de otro modo, la excusa para todo. En este sentido, si esta primera temporada capta el interés a medida que avanza es porque el personaje de Highmore se desarrolla paulatinamente entre las luces y las sombras que caracterizaron al del film original. Poco a poco el espectador asiste a la transformación de una psique frágil, incapaz de afrontar el mundo como es y excesivamente protegida por una madre que no comprende a su hijo. Este último aspecto es clave, pues lejos de considerar al personaje de Farmiga como causante de todos los males, es en realidad una mujer que trata de proteger a su hijo sin comprenderle del todo.

Pero todo esto es fruto de una evolución realmente interesante. Una evolución, por cierto, que se produce en todos los aspectos. Las diferentes tramas secundarias que enriquecen el panorama intrigante de un pueblo que parece aislado del resto de la civilización van de la mano con esa cada vez más oscura personalidad de Norman. Una oscuridad que crece por los conflictos que le generan esa incapacidad de enfrentarse al mundo. Durante estos 10 capítulos asistimos al nacimiento de su afición a la taxidermia, su odio por las mujeres y su sexualidad y, en cierto modo, su enfermiza relación con su madre, un aspecto este que puede dar mucho que hablar en las próximas temporadas si se aborda con seriedad y se dejan de lado absurdas concesiones al gran público. Curiosamente, y aunque pueda resultar repetitivo, esta relación no se produce tanto de forma física como psicológica, creando el protagonista una imagen deformada de la verdadera naturaleza de su madre.

Es evidente que Bates Motel podría ser mucho más oscura, más lúgubre y más insana psicológicamente hablando. Pero lo cierto es que, de ser así, se perdería algo del espíritu original. Aquellos que hallan visto la película de Hitchcock sabrán que se caracteriza, sobre todo, por el suspense y ciertas dosis de terror, violencia y sangre. Pues bien, la serie recupera ese testigo y combina dichos conceptos a través de las historias de un pueblo con muchos secretos y de un protagonista con una torturada psicología. Es de agradecer, por tanto, que no haya demasiadas concesiones al terror fácil y sí exista, por el contrario, un trabajo mucho más profundo en el personaje protagonista que, no nos olvidemos, era mucho más complejo que la mera presencia criminal.

‘Dexter’ cambia los cuchillos por la psicología en su última temporada


Michael C. Hall y Charlotte Rampling en la última temporada de 'Dexter'.Ocho temporadas irregulares. Ese es el balance de cadáveres que deja Dexter Morgan tras su paso por la pequeña pantalla y la vida de todos sus seguidores. Ocho años en los que la serie Dexter ha ofrecido personajes inolvidables, etapas monótonas y un buen puñado de episodios brillantes. Pero como todo en esta vida, ha llegado a su fin. Un final de 12 episodios que ha levantado cierta polémica, algo por otro lado normal teniendo en cuenta la psicología del personaje y el carácter general de la serie. ¿Es el final que el personaje merecía? ¿Habría sido mejor una resolución más directa? ¿Le han sobrado temporadas a la serie? Todas estas y muchas más preguntas surgen tras ver el epílogo del último episodio, que no desvelaremos. Y todas ellas, como suele ocurrir, tienen diferentes respuestas.

Esta octava temporada terminó hace más o menos una semana. Si he tardado tanto en abordarla en Toma Dos es porque un análisis en caliente sería poco justo para la producción. Sé que muchos espectadores, tal vez llevados por la pasión, consideren que el personaje debería haber tenido un final más violento, acorde con lo que se ha visto en la serie. Pero ante todo debemos tener presente un concepto que ha marcado, en realidad, las aventuras de este forense/asesino en serie: la evolución. No hay que olvidar que el personaje de Michael C. Hall (Gamer) no es un psicópata al uso, sino un hombre que no se siente cómodo con esa necesidad de matar que le consume día tras día. Una emoción que poco a poco se ha ido diluyendo hasta prácticamente desaparecer en estos últimos episodios, dejando como única huella de su existencia las habilidades innatas del protagonista como asesino. Puede que esto desvirtúe a Dexter, y en cierto modo así es, pero un buen personaje nunca se mantiene inamovible a lo largo de su vida.

Esto no implica, ni mucho menos, que el final de la serie haya sido un cuento de hadas. Todo lo contrario. Ya mencionábamos aquí que la anterior temporada encauzaba la historia hacia dos posibles vías. Afortunadamente, se eligió la más coherente y dramática. Lo que más define al protagonista desde un punto de vista psicológico no son los asesinatos, sino la soledad de un comportamiento censurado por la sociedad que le obliga a aislarse de un mundo en el que, para su desgracia, cada vez se siente más cómodo. Ese es su verdadero purgatorio. Y su destino. Que la forma de afrontarlo haya sido mejor o peor queda reservado para el gusto personal de cada uno. Personalmente, y a pesar de algún que otro altibajo, los guionistas han sabido darle a la serie y al personaje la resolución que tenía que ser, ni más ni menos.

Pero estamos hablando mucho de la psicología del personaje, de sus emociones y de su evolución. ¿Y los asesinatos? ¿Es que Dexter ha cambiado ya los cuchillos por la consulta de un psicólogo? Bueno, más o menos. Desde que tuviera su hijo el protagonista ha entrado en una espiral familiar que le ha llevado a acercarse más a los que quiere, pero también a destruirlos. Estos 12 capítulos inciden de forma notable en este aspecto, no solo desarrollando las consecuencias que el impactante final de la anterior temporada tuvo en el personaje de Jennifer Carpenter (The factory), sino introduciendo a esa especie de madre moral que es la Dra. Vogel, a la que da vida la siempre interesante Charlotte Rampling (Melancolía). Su aparición a la vez que un terrible asesino que rebana el cerebro de sus víctimas crea un nuevo entorno familiar enfermizo que pretende dar respuesta a muchas de las preguntas que todavía quedaban sin responder del protagonista.

Tal vez uno de los problemas de la temporada sea la cantidad de personajes introducidos para llevar a Dexter por ese camino pseudofamiliar. A la hermanastra y la madre moral se le suma la recuperación de Hannah McKay (Ivonne Strahovski), objeto de deseo inalcanzable, y un joven aprendiz que bien podría ser su hijo con algunos años más. Por no hablar de la verdadera identidad del asesino de esta temporada, quien pretende ser una especie de hermano. Todo ello, es cierto, crea el marco ideal para mostrar todo lo que podría tener y todo lo que va a perder de un modo u otro, pero termina resultando tan excesivo, tan abrumador y apabullante, que se antoja un tanto recargado, máxime si atendemos a la forma de solucionar las tramas de cada uno de los personajes, algunas realmente simplonas y rápidas.

Sin apoyo de las tramas secundarias

La muerte sigue presente en la temporada ocho de 'Dexter'.Desde luego, esta última temporada de Dexter es un buen estudio de la psicología del personaje. El debate interno del protagonista, siempre centrado en la evolución que mencionábamos al comienzo, enriquece buena parte de sus decisiones y otorga al final un aire mucho más poético y romántico del que cabría esperar. La forma en la que realiza el último asesinato de la serie, a quién mata y todo lo que se esconde tras ello (no hay ansia asesina, ni sangre, ni maldad, sino compasión y dolor) es un claro ejemplo de que, a pesar de que tratemos de cambiar, nunca podremos dejar atrás el pasado.

Sin embargo, desde un punto de vista dramático la temporada ha sido muy irregular, en muchos casos ridícula y en otros tantos incoherente. Y todo por una alarmante ausencia de las tramas secundarias que han enriquecido en tantas ocasiones anteriores la serie. Es aceptable que en esta ocasión, por la cantidad de cabos sueltos que se debían solucionar dentro del propio Dexter, no exista nadie que le persiga. Pero lo que no es comprensible es la presencia de personajes secundarios cuyo fin es, simplemente, rellenar líneas de diálogo que no aportan nada ni a la serie en conjunto ni a la trama principal, verdadera finalidad de estos personajes.

No voy a entrar en el papel perdido de personajes como el de David Zayas (Skyline), pero sí es llamativa la relación romántica entre dos de los secundarios, una relación cuya única finalidad es aportar un mayor drama lacrimógeno al desenlace de la serie. En sí mismo, el desarrollo es coherente, pero la resolución, apresurada y poco sólida, deja una sensación de falta de previsión, como si sus creadores hubiesen querido dar a última hora un mayor dramatismo al destino de los personajes de esta ficción. Por no hablar de la presencia de un nuevo personaje, la hija de Vince Masuka (C. S. Lee), innecesaria desde cualquier punto de vista.

Si tuviese que decantarme por uno u otro bando, desde luego la resolución de Dexter ha sido la correcta. Esta última temporada ha sabido profundizar en los orígenes del personaje para facilitar una mayor comprensión de su psicología, de su carácter y sus motivaciones. Y el final que tiene es el único que podría merecer. Es, por así decirlo, una temporada menos visual y más profunda. Sin embargo, decir que ha sido una de las mejores tal vez sea demasiado arriesgado. Precisamente es esta necesidad de explicar al personaje lo que perjudica al resto de elementos, que quedan vagamente dibujados para figurar en un juego donde ya no pintan nada.

Poe sobrevuela la irregular intriga de la 1ª T de ‘The following’


Kevin Bacon se adentra en la obra de Poe en 'The following'.Kevin Williamson lo vuelve a intentar. Tras el éxito que tuvo la serie Dawson crece y el fracaso de Hidden Palms, el guionista de Scream, vigila quién llama (1996) nos introduce en la retorcida mente de un asesino en serie y líder de una secta que basa su actividad en la obra del escritor Edgar Allan Poe, a través del cual busca su venganza contra un agente del FBI que logró encarcelarle antes de que concluyera uno de sus asesinatos. Este es, en líneas generales, el argumento de The following, y aunque es tan atractivo como curioso ni siquiera la presencia de actores como Kevin Bacon (Crazy, Stupid, Love) o James Purefoy (Solomon Kane) es capaz de ofrecer una coherencia en el desarrollo dramático de esa semilla. Un error que, por desgracia, es bastante común en la obra del guionista.

La verdad es que Williamson no engaña a nadie. Tiene un talento innato para generar suspense, algo que ha demostrado en prácticamente cada uno de los guiones que ha escrito. Su facilidad para introducir giros dramáticos inesperados, e incluso para terminar con el rol de personajes relevantes en la trama, es admirable. En este sentido, la primera temporada de la serie se nutre de dichos recursos para convertir sus 15 episodios en un juego macabro del gato y el ratón, un desarrollo novelesco en tiempo real en el que el agente protagonista se encuentra, en muchas ocasiones, a merced de la perturbada mente de un profesor de literatura reconvertido en asesino/mesías.

Aunque irregular, la labor de los dos protagonistas, Bacon como el bueno y Purefoy como el malo, asienta notablemente esa idea de thriller psicológico, desarrollándose muchas veces una lucha intelectual más que física, buscando siempre adelantarse a su adversario en la estrategia. Por otro lado, el ambiente que genera el mundo literario de Poe ensombrece el conjunto hasta darle un tono algo inquietante, grotesco en determinados momentos como el suicidio de una de las seguidoras con todo el cuerpo pintado con frases de la obra del autor de El cuervo.

Tal vez si la historia se hubiese limitado a este combate entre las fuerzas del bien y del mal, un poco al estilo de lo que hace Homeland, estaríamos ante una serie de suspense de las que terminan por influir en los próximos proyectos. Con la temática de Poe, las sectas y la intriga entre perseguido y perseguidor, con todo lo que debe rodear a dichos elementos, esta primera temporada podría haber dado mucho más de sí, entre otras cosas porque llegado un momento del argumento el espectador empieza a intentar adivinar quién es quién en la trama y qué personajes ocultan una doble moral.

James Purefoy es el obsesionado villano en 'The following'.Forzando situaciones innecesarias

Evidentemente, si decimos esto es porque la serie está lejos de contar con esa presencia. Al principio decíamos que Williamson tiene una debilidad importante, y es la incapacidad para desarrollar bien las tramas. Y es un pilar fundamental, la verdad. The following, por desgracia, tiene mucho de eso. A pesar de la buena premisa inicial, al final de esta primera temporada todo parece quedar olvidado. Es más, el elemento gótico que aporta la presencia literaria de Poe termina diluido por completo en un afán por dar más protagonismo al funcionamiento de la secta y al diálogo de amor/odio que se entabla entre protagonista y antagonista. Sin dicha ambientación la serie se convierte en una más de policías.

Sin embargo, el principal problema no reside en eso, sino en la evolución de los acontecimientos que se dan a lo largo de los episodios. No será en este espacio donde neguemos el indudable atractivo de los dos primeros episodios. El piloto, de hecho, contiene algunos de los mejores momentos en este tipo de productos. Ahí están, por ejemplo, las dos huidas del personaje de Purefoy o los flashbacks cuidadosamente insertados que nos cuentan cómo surge la relación entre héroe y villano. Pero a medida que avanza la trama tanto los personajes como las situaciones parecen estancarse en un irremediable tedio que gira sobre si mismo sin llegar a un claro desenlace.

Da la sensación de que Williamson llega a complicar tanto la trama que ni siquiera él se siente con fuerzas de resolver dicha papeleta. Muchos capítulos se revelan como un compendio de situaciones innecesarias resueltas de forma tosca para alargar un desenlace que parece previsible. Salvo por algunas pinceladas de originalidad, como la paliza a un agente del FBI o la muerte final de otro relevante personaje ante la impotencia del protagonista, el resto es un cúmulo de situaciones algo tópicas que quedan más o menos resueltas por la labor de los actores, la mayoría muy por encima de sus propios personajes, entre ellos Valorie Curry (La saga Crepúsculo: Amanecer II) como la fiel seguidora del malo de la función.

La serie entretiene, desde luego, pero es muy irregular. Por decirlo de una forma gráfica, pasa de cero a cien demasiado rápido y en demasiados momentos, lo que termina por repercutir en su contra. Eso sí, Williamson se guardaba un as en la manga, como también es habitual en él, y es el desenlace del episodio final, un giro dramático tan inesperado como interesante que deja abierta la puerta a una segunda temporada en la que todo puede pasar. No es la mejor serie del panorama actual, pero The following tiene el suficiente carisma como para hacer que nos sentemos 45 minutos. Al menos en algunas ocasiones.

La violencia se adueña de ‘Boardwalk Empire’ en su 3ª temporada


Steve Buscemi vive sus peores momentos en la tercera temporada de 'Boardwalk Empire'.Cuando se empezó a promocionar la tercera temporada de Boardwalk Empire, espléndida serie creada por Terence Winter, autor de algunos libretos de Los Soprano, y producida por Martin Scorsese (Infiltrados) entre otros nombres importantes, se publicó un cartel en el que se podía leer la siguiente frase: «No se puede ser gánster a medias». Sin duda, es la sentencia que ha marcado estos 12 episodios y que ha modificado para siempre el panorama de la producción. Una producción, por cierto, que ha entrado en esta parte de la historia en una de sus fases más violentas y sangrientas del conjunto, acallando a aquellas voces que pudieran pedir algo más de acción física y menos intrigas criminales. En cualquier caso, estamos ante una temporada sublime, puede que no tan impactante como la segunda pero igualmente bella, sofisticada y, ante todo, interesante.

Más adelante hablaremos del villano de turno que trae de cabeza al protagonista en estos capítulos, pero sí es conveniente señalar que si las temporadas anteriores nos presentaron a un ‘Nucky’ Thompson, interpretado magistralmente por Steve Buscemi (Reservoir Dogs), que crecía y se fortalecía en el difícil mundo del crimen de los años 20 del siglo pasado, en esta el contexto es totalmente distinto, con una organización perfectamente establecida y en la que, de un modo u otro, se ha instalado la rutina y la despreocupación. Tal vez sea por eso que la presencia de un gánster como Gyp Rosetti, al que da vida Bobby Cannavale (Vías cruzadas), pone patas arriba el mundo criminal de Atlantic City, sembrando una ola de terror, violencia y muerte que llega hasta la puerta misma del protagonista.

Cierto es que la violencia y los tiroteos nunca han estado ausentes de la trama de esta serie, pero no es menos cierto que en esta tercera temporada marcan un antes y un después en el desarrollo dramático de los futuros acontecimientos. Uno de los diálogos del episodio final explica que, termine como termine la guerra entre gánsters que se desarrolla en los últimos capítulos, nada va a ser igual. Y es que si algo definía la personalidad del protagonista era su capacidad para mantenerse al margen de la mayor parte de las actividades delictivas, de no mancharse las manos, como se dice coloquialmente. Ahora, y tras un final de temporada abrumador, no solo se ha manchado las manos, sino que lo comunicado a los cuatro vientos.

La discreción es la nota definitoria del comportamiento del crimen organizado. Al menos de cara a la sociedad. Es lo que siempre ha impedido tener pruebas fehacientes de los crímenes cometidos. Es lo que, por ejemplo, impidió que Al Capone (personaje, por cierto, que adquiere cada vez más relevancia en la trama) fuera encarcelado por asesinato, aunque un posterior error fiscal permitió al FBI encerrarle en Alcatraz. Y como no podía ser de otro modo, es lo que ha caracterizado el tono general de Boardwalk Empire. Es esta una de las muchas características que aportan veracidad al relato audiovisual, amén de un vestuario impecable, un diseño de producción minucioso y una planificación que sabe sacar partido de todos y cada uno de los elementos.

La locura del crimen

Hasta ahora, y a pesar de traiciones, de ambiciones y de planes ocultos perpetrados por amigos y enemigos, el mundo del crimen que refleja la serie de Winter era un mundo de caballeros en el que todo, incluso los asesinatos en plena calle, se negociaba en despachos elegantes entre hombres trajeados propietarios de decenas de negocios, la mayoría ilícitos. Lo más interesante de esta tercera temporada es la capacidad de los creadores de combinar ese mundo, que en ningún momento se abandona, con el vendaval de violencia y sangre que impone un personaje como el de Rosetti, tan odioso como atractivo. Sin duda, su presencia es la pieza que no encaja en este puzzle de intrigas y mentiras, aunque es una pieza nacida del clima que se vivía en Estados Unidos en aquella época.

En el fondo, el mundo del hampa norteamericano en esta época dorada se dedicaba, fundamentalmente, a negocios ilícitos y al tráfico de influencias, sabedores los grandes nombres del crimen que eran las armas necesarias para infundir respeto y temor (por supuesto, acompañadas de las imprescindibles dosis de sangre). Pero este mundo también permitió la aparición de auténticos sociópatas, personajes violentos en su propia naturaleza que solo encontraron la felicidad en un entorno como este. Es el caso de Rosetti, mafioso a las órdenes del famoso Joe Masseria (Ivo Nandi) cuya violencia física y mental llega a los extremos de la degradación más absoluta. Con su presencia cualquier otro personaje, por muy desagradable que pueda llegar a ser, se convierte en un corderito. La impecable labor de Cannavale a la hora de meterse en la piel del personaje, unido a la definición que se hace sobre el papel de él, convierten a este villano en el mejor de toda la serie, y en uno de los más interesantes de los últimos tiempos de la pequeña pantalla, a la altura de algunos surgidos de la serie Dexter.

Pero Boardwalk Empire no sería la impecable serie que es si solo contase con estas tramas principales, si bien muchas de las producciones de largometrajes y series soñarían con contar con su calidad. No, el otro gran pilar narrativo de la serie, que crece en esta tercera temporada, son las tramas secundarias. Tanto las que influyen directamente en el protagonista, como es el cuarteto amoroso que surge entre él, su mujer (una sólida Kelly Macdonald) y los amantes de ambos, como las que se desarrollan de forma paralela a la historia principal y que, de un modo u otro, terminarán convirtiéndose en tramas fundamentales en el desarrollo de la serie. Algunas de ellas ya lo son, como es el caso de todo lo relacionado con otro famoso gánster, Arnold Rothstein (Michael Stuhlbarg), o la creciente presencia del ya mencionado Al Capone. Por no hablar de la interesante evolución del personaje interpretado por el siempre inquietante Michael Shannon (Take Shelter), un acabado agente del FBI que está adentrándose cada vez más en el mundo del crimen.

Lo cierto es que existen pocos «peros» que se le puedan achacar a Boardwalk Empire, tanto en su conjunto como en esta tercera temporada. Sin duda, todos tienen que ver con el desarrollo de algunos hechos y personajes, como es el hecho de no haber dado salida al impactante final de la segunda temporada, o no haber explotado más las posibilidades de secundarios que están pidiendo a gritos más protagonismo, como es el caso del personaje de Jack Huston (Outlander), ese herido de guerra que está condenado a llevar una máscara el resto de su vida y que protagoniza una de las secuencias más espectaculares de la temporada. Claro que teniendo unas tramas principales y derivadas tan potentes como las que tiene es difícil hacer un hueco en cada temporada para desarrollar correctamente todos estos elementos.

Es por eso que la cuarta temporada se prevé más que interesante. A pesar de tener un final relativamente suave, con un ‘Nucky’ Thompson que pasea por Atlantic City con aire melancólico repasando todos los acontecimientos de esa temporada, no hay que engañarse. Las piezas de la partida están situadas en sus casillas correspondientes para iniciar una nueva batalla, ya sea con triquiñuelas legales o a punta de pistola, y todo señala a que la presencia de personajes históricos del crimen organizado de los años 20 será cada vez más relevante. Un camino que confirma a Boarwalk Empire como una de las producciones indispensables de la parrilla actual.

‘Asesinos natos’, la crítica cómica de una sociedad más y más violenta


Si algo caracteriza el cine de Oliver Stone es su carácter provocativo, transgresor y crítico. En mayor o menor medida se ha dejado ver en títulos como Platoon (1986), Wall Street (1987), Nacido el 4 de julio (1989) o la más reciente Alejandro Magno (2004). De todos ellos, posiblemente el más arriesgado y, a la postre, uno de los más representativos de su filmografía, es Asesinos natos (1994), toda una oda a la violencia intrínseca del ser humano y una crítica a la sociedad mediatizada y consumista de los años 90 y, por qué no, de la actualidad.

Tal vez lo más simple y sencillo de explicar de esta historia ideada por Quentin Tarantino (Reservoir Dogs) sea, precisamente su argumento: una pareja de asesinos recorren la ruta 666 matando a todo aquel que se cruza en su camino. Tras ser capturados, sus fechorías se harán famosas en todo el mundo gracias al interés de una televisión, que retransmite en directo un festín de sangre y violencia que tiene lugar en la cárcel en la que están. Contado así puede que la película parezca algo simplona, y hasta cierto punto lo es en su trama, pero en ningún caso se la puede tachar de previsible (salvo, claro está, que todo el mundo muere antes o después).

En realidad, lo más memorable es la labor de Stone detrás de las cámaras y su originalidad a la hora de poner en imágenes las distintas fases de la historia. Es en este proceso creativo donde se aprecia la transgresión a la que antes hacíamos referencia. Dejando a un lado la paleta cromática utilizada por el director de fotografía, Robert Richardson (el mismo de Shutter Island), muy similar a la vista en lo último del director, Salvajes, lo que descoloca al espectador desde el primer momento es la mezcla de violencia y sátira que existe en cada secuencia, en cada diálogo, comenzando por la forma en la que los dos protagonistas inician sus fechorías juntos. El relato de estos inicios, una suerte de sitcom macabra, es tan sorprendente como desagradable, tan sádica como cómica, y tan provocadora como arriesgada.

Porque sí, Asesinos natos contiene una buena dosis de humor. Cierto es que es un humor negro, muy negro, pero no deja de ser humor. Muchos creerán que la propia historia no se toma en serio a sí misma, pero nada más lejos de la realidad. En este punto, no se debe confundir el carácter crítico de esta suerte de comicidad con el dramatismo del arco narrativo. Stone utiliza ese tono humorístico para evidenciar una cada vez mayor adaptación de la sociedad a la violencia gratuita, al crimen por gusto y a las muertes brutales siempre innecesarias. El hecho de que el propio director parezca reírse de un fenómeno tan preocupante no es sino una forma de señalar con el dedo a los culpables de dicha insensibilización.

La televisión: emisor, canal y receptor

Y dichos culpables, como se refleja en el film, no son otros que los medios de comunicación, en concreto las cadenas de televisión ansiosas de emociones fuertes que enganchen a los espectadores a la pantalla mientras se deleitan con realities en los que los policías persiguen criminales, los jóvenes se pelean hasta la extenuación y los asesinos son convertidos en protagonistas de un programa propio o compartido. Sobre la figura del periodista interpretado de forma magistral por Robert Downey Jr. (Iron Man) que busca una exclusiva recaen todos los males de una sociedad enferma y necesitada de violencia real. Su papel, aunque secundario, es el detonante de todo lo que se ve en pantalla, y su falta de escrúpulos, de ética y de moral suponen toda una declaración de principios por parte de los creadores.

Claro que no son únicamente los medios de comunicación los responsables de todo esto. El personaje del alcaide de la prisión, que cuenta con los rasgos de Tommy Lee Jones (El cliente), como icono de la sociedad supuestamente cuerda que vigila a todos aquellos miembros cuya única intención es destruirla, no solo deja que tenga lugar un peligroso juego de entrevistas y de falta de seguridad, sino que participa de él poniendo en peligro su vida y la de todos los que están dentro de las murallas de la prisión, al parecer en un intento de tocar el cielo de la fama durante 15 minutos y poder así mejorar su posición social.

Todo esto, por supuesto, supone el trasfondo de un film transgresor como pocos en su aspecto visual y en la definición de sus personajes, el otro pilar imprescindible de este clásico del thriller y del cine violento. Y es que puede que la historia posea mil y un estilos narrativos diferentes, pero es la fuerza de sus personajes y la magnífica labor de sus intérpretes lo que aporta la fuerza necesaria a la trama. Es difícil imaginar como protagonista a alguien que no sea Woody Harrelson (Asalto al tren del dinero), uno de los pocos actores capaces de transmitir inseguridad con una cálida sonrisa, lo que sumado a su aspecto hace que cualquier se cambie de acera la verle llegar. Por su parte, la locura intrínseca que parece convivir con el aspecto juvenil e inocente de Juliette Lewis (Abierto hasta el amanecer) suponen la combinación perfecta para la novia enamorada de un hombre violento y salvaje.

La verdad es que de dos mentes como la de Stone y la de Tarantino solo podía surgir algo similar a Asesinos natos. En cierto modo, su crítica tan brutal al consumismo y a la insensibilización de la violencia por parte de los medios audiovisuales es un precedente de muchos de los productos que ahora mismo abordan esa misma temática, la mayoría provenientes de la propia televisión. Sin embargo, ninguno de ellos alcanza el grado de agresividad visual y de riesgo narrativo que sí posee la película del director de Nixon (1995), algo que la sitúa en otro nivel muchas veces incomprendido.

Padre, hijo y asesino en serie definen la sexta temporada de ‘Dexter’


El desarrollo de la serie Dexter, que hace unos meses terminó su sexta temporada, es muy irregular. Con temporadas absolutamente brillantes en la trama, la escenificación de los asesinatos y los dilemas morales del protagonistas, la historia cuenta con una cara oscura, como el propio Dexter Morgan, en la que la insustancialidad de las diferentes líneas dramáticas y de los asesinatos entorpecen el buen seguimiento de los capítulos. Y aunque esta última entrega parecía a priori decantarse por esta última faceta, lo cierto es que la resolución de diversos aspectos, unido al planteamiento de nuevas y muy interesantes líneas argumentales para la próxima temporada (ya anunciada, junto con una octava y, supuestamente, final), convierten a estos 12 episodios en unos de los más llamativos y curiosos, por decir algo, de toda la serie.

Puede que la evolución que ha sufrido el personaje interpretado por Michael C. Hall no sea del agrado de numerosos fans. Que un hombre cuyas ansias de matar le llevan a asesinar noche tras noche (eso sí, sólo a criminales) pueda llegar a tener mujer y ser un padre ejemplar puede que no concuerde mucho con la idea de una serie donde la sangre y los crímenes hacen acto de presencia varias veces en cada capítulo. Pero precisamente, ese es el interesante y atractivo contraste de esta historia: Dexter, como cualquier otro personaje, posee un conflicto interno que se manifiesta en mayor o menor medida en cada temporada, y a medida que pasan los años trata de solucionarlo como puede. Claro que, en este caso, dichas diferencias internas son, digámoslo finamente, algo extremas.

A lo largo de las seis temporadas el personaje de Hall ha pasado por el dilema familiar, el de comprender y controlar su propia naturaleza, y el de abrir a terceros su «oscuro pasajero», como se conoce a esas ganas de matar. En esta última temporada, sin embargo, se añade un nuevo dilema, el religioso. Visto fríamente, era inevitable que ese componente apareciera antes o después. La cuestión, por tanto, es cómo lo haría; lo cierto es que no podía haber sido de mejor manera. Conocido como «el asesino del Juicio Final», a lo largo de los capítulos se suceden asesinatos a cada cual más extravagante, superando con creces lo visto hasta ahora y, sobre todo, tomando como referencia textos bíblicos del libro del Apocalipsis. Todo para desencadenar un infierno en la Tierra que dé origen a un nuevo mundo.

Y esta vez, para rizar más el rizo, son dos los asesinos en serie: un profesor especializado en el tema y un alumno apocado y temeroso de Dios que decide ayudarle creyendo realmente que el Señor habla con su maestro. Las diatribas religiosas que se plantean en el interior de Dexter, provocadas tanto por los asesinatos como por la influencia de personajes violentos reconvertidos en párrocos (en concreto, el personaje interpretado por el rapero Mos, quien aporta al mismo un carácter sosegado y algo tímido muy interesante), unido a la violencia de los asesinatos, generan una pregunta que desconozco si es intencionada o mera casualidad: ¿quién está más loco, el que mata por una necesidad física o el que lo hace creyendo que Dios le habla?

Un final inesperado

Sea como fuere, el carácter de la temporada evoluciona en los diferentes frentes abiertos de forma algo desordenada… o al menos eso hacen creer los guionistas capítulo tras capítulo hasta el final. Lo cierto es que, a pesar de haber superado tantas temporadas, resulta curioso comprobar cómo se sigue desconfiando de que todo tenga un sentido, que lo tiene. Mientras que se producen los asesinatos (a cada cual más salvaje, por cierto), asistimos a una ruptura sentimental, a la nueva situación residencial de Dexter, a una reestructuración en la policía, … Todo, a priori, con poca o ninguna relación. Y, sin embargo, todo está conectado.

Una conexión que desemboca en un final sorprendente e inesperado, una especie de Apocalipsis personal en la vida de Dexter que nada tiene que ver con jinetes, monstruos de siete cabezas o sacrificios humanos. Una sorpresa que llega, en primer lugar, desde el lado de los asesinos del Juicio Final, dando un giro narrativo tan inesperado que obliga a revisionar toda la serie de nuevo en busca no solo de posibles errores narrativos (por pura curiosidad), sino también para poder ver con nuevos ojos los asesinatos, las pesquisas y las relaciones entre los personajes.

En este sentido, cabe destacar la magnífica labor de Colin Hanks (King Kong), hijo de Tom Hanks (Forrest Gump) y que parece haber heredado la facilidad para la interpretación, componiendo un personaje oscuro, tanto o más que el propio protagonista, cuyas múltiples caras le ponen a la altura de los otros dos asesinos en serie de la temporada, el Asesino del Hielo y Trinity. Desde luego, la forma en que escenifica los pasajes de la Bilbia apenas sí pueden describirse. Es de suponer que el protagonista terminará cogiendo a dichos criminales y sometiéndoles a la justicia del cuchillo y el plástico, pero no termina ahí la cosa.

Bueno, en realidad sí termina la temporada con eso, pero ese momento ritual y personal (puede que el más personal de toda la serie) queda destruido por una revelación final que se sospecha, pero que de increíble no quiere aceptarse. No vamos a desvelar aquí en qué consiste (aquellos que ya hayan visto el final comprenderán el porqué de esta decisión); simplemente decir que es algo que modifica los pilares sobre los que se sustenta toda la serie, obligando a los guionistas a enfrentarse a un nuevo panorama que, esperemos, resuelvan magistralmente en los capítulos venideros.

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