No es nada nuevo encontrarnos con remakes, precuelas y secuelas de los grandes éxitos del cine. Es algo que se lleva haciendo desde que el cine es cine, pero en los últimos años parece que se ha convertido en una constante. Lo que ya no es tan habitual es que una precuela de una película clásica (y, por tanto, con una serie de conceptos y valores que la convierten en lo que es) sea al mismo tiempo moderna y clásica, o dicho de otro modo, que respete el original introduciendo elementos modernos. Recientemente ha ocurrido con la espléndida Hannibal, y en el caso que a continuación analizamos el protagonista es Norman Bates, el antológico asesino de Psicosis (1960), dirigida por Alfred Hitchcock. Y aunque en un primer momento puede provocar un desequilibrio, su primera temporada sabe sobreponerse para convertirse en un producto casi independiente de la película, a la que por otro lado homenajea en buena parte de sus 10 episodios.
La producción está planteada por su creador, Anthony Cipriano (El fin de la inocencia), como la historia jamás contada de un Norman Bates adolescente. Aquellos que conozcan la historia se imaginarán que buena parte del arco dramático de la serie tiene como base la relación materno filial en la familia Bates, así como una profundización mayor en la psique de la madre de Norman, su carácter autoritario y protector, o el origen de buena parte de los traumas, problemas y aficiones de un joven Norman. Y en efecto, ese es el principal interés de la trama. Sin embargo, no es ni mucho menos lo único en lo que se sustenta. Es más, desde cierto punto de vista podría decirse que eso es, en definitiva, un aspecto secundario que enriquece una intriga mucho más compleja y llena de oscuros personajes.
No en vano, rellenar una historia durante 10 capítulos de unos 40 minutos cada uno con la relación entre Norman y Norma (así se llama su madre) sería tan asfixiante como monótono, tan perturbador como tedioso. Cipriano logra con relativo éxito desviar en muchas ocasiones la atención de esta relación familiar para centrarse en tramas mucho más mundanas, más habituales en el cine o las series de suspense. En el caso que nos ocupa, partiendo de un cuaderno con dibujos de chicas encadenadas y obligadas a practicar sexo que el joven protagonista encuentra en una de las habitaciones de su motel el mismo día que se mudan allí huyendo de una tragedia que, como se sabe más adelante, tiene poco de casual, aunque no por los motivos que el espectador presupone en un primer momento. Dicho cuaderno es únicamente el hilo suelto de una madeja que, al descubrirse, revela un secreto casi más aterrador que el que esconde el protagonista y que afecta, de un modo u otro, a todo un pueblo, haciendo recaer las sospechas sobre todos los vecinos y permitiendo, además, abrir nuevas vías dramáticas de cara a futuras temporadas.
Como decía al inicio, Bates motel comienza con un estilo más o menos clásico para romper por completo con ello y tornarse en una versión moderna de los años jóvenes del psicópata. No me refiero tanto a su formato visual como a la indumentaria, la decoración o el carácter de los propios personajes. Su creador genera la ilusión de estar ante un producto que respeta la época del original para revelar, casi al instante, que estamos ante algo completamente diferente. O mejor dicho, ligeramente diferente. Porque si uno se fija en los personajes, verdadero epicentro del interés seriéfilo y cinéfilo, estos no podrían ser más clásicos, al menos los dos protagonistas. En líneas generales, el reparto destaca por méritos propios, pero tanto Vera Farmiga (Expediente Warren: The conjuring) como Freddie Highmore (Charlie y la fábrica de chocolate) se llevan la palma. No sabría decir cuál de los dos realiza un trabajo más complejo, si ella como una madre de la que apenas se tienen referencias, o él convirtiéndose literalmente en un joven Anthony Perkins y, al mismo tiempo, dotando al personaje de Norman de una entidad propia. Más o menos como hace Mads Mikkelsen en la serie Hannibal que antes mencionaba.
No todo tiene que ver con madre
He de reconocer que, aunque el piloto de la serie se puede incluir en la categoría de los mejores del año que acaba de terminar, sus primeros episodios desprendían un aroma que generaba algo de recelo, principalmente por el tratamiento que se le daba a la relación madre e hijo. Sí, todo el mundo espera ver una relación agobiante, con mano firme por parte del personaje de Farmiga. Y sí, los momentos en los que Norman tiene conversaciones con su progenitora en su mente (escasos para mi gusto, pero increíbles) son necesarios y muy reveladores. Pero precisamente porque es lo esperado, de haber evolucionado así la serie ésta se habría convertido en un mero producto sin alma destinado a reforzar una idea ya preconcebida en los espectadores.
Dicho esto, el acierto de Cipriano es que no todo tiene que ver con el personaje de Norma. Influye, por supuesto, pero a medida que se suceden los episodios el desarrollo dramático tiende a separarla cada vez más de la psicosis del protagonista, convirtiéndola en la chispa que enciende la mecha o, por decirlo de otro modo, la excusa para todo. En este sentido, si esta primera temporada capta el interés a medida que avanza es porque el personaje de Highmore se desarrolla paulatinamente entre las luces y las sombras que caracterizaron al del film original. Poco a poco el espectador asiste a la transformación de una psique frágil, incapaz de afrontar el mundo como es y excesivamente protegida por una madre que no comprende a su hijo. Este último aspecto es clave, pues lejos de considerar al personaje de Farmiga como causante de todos los males, es en realidad una mujer que trata de proteger a su hijo sin comprenderle del todo.
Pero todo esto es fruto de una evolución realmente interesante. Una evolución, por cierto, que se produce en todos los aspectos. Las diferentes tramas secundarias que enriquecen el panorama intrigante de un pueblo que parece aislado del resto de la civilización van de la mano con esa cada vez más oscura personalidad de Norman. Una oscuridad que crece por los conflictos que le generan esa incapacidad de enfrentarse al mundo. Durante estos 10 capítulos asistimos al nacimiento de su afición a la taxidermia, su odio por las mujeres y su sexualidad y, en cierto modo, su enfermiza relación con su madre, un aspecto este que puede dar mucho que hablar en las próximas temporadas si se aborda con seriedad y se dejan de lado absurdas concesiones al gran público. Curiosamente, y aunque pueda resultar repetitivo, esta relación no se produce tanto de forma física como psicológica, creando el protagonista una imagen deformada de la verdadera naturaleza de su madre.
Es evidente que Bates Motel podría ser mucho más oscura, más lúgubre y más insana psicológicamente hablando. Pero lo cierto es que, de ser así, se perdería algo del espíritu original. Aquellos que hallan visto la película de Hitchcock sabrán que se caracteriza, sobre todo, por el suspense y ciertas dosis de terror, violencia y sangre. Pues bien, la serie recupera ese testigo y combina dichos conceptos a través de las historias de un pueblo con muchos secretos y de un protagonista con una torturada psicología. Es de agradecer, por tanto, que no haya demasiadas concesiones al terror fácil y sí exista, por el contrario, un trabajo mucho más profundo en el personaje protagonista que, no nos olvidemos, era mucho más complejo que la mera presencia criminal.