1ª T. de ‘La casa del dragón’, algo más que una precuela de un referente televisivo


Emily Carey y Milly Alcock, dos amigas que terminarán enfrentadas en la primera temporada de 'La casa del dragón'

Cada vez que me acerco a un spin-off o una precuela de una película o una serie lo hago con mucho recelo. No es habitual que el resultado de la nueva historia sea bueno, no digamos ya que esté a la altura del original. Hay casos, pocos, en los que esto no es así, y el de La casa del dragón es uno de ellos. Y eso hace que sea incluso más interesante de lo que a primera vista podría resultar. La primera temporada de esta especie de precuela de Juego de tronos (por aquello de que algunos personajes son antepasados muy pasados de los protagonistas de la serie original), de 10 capítulos, es una de esas composiciones dramáticas que dejan sin aliento. Como a estas alturas presumo que la mayoría habrá visto una etapa que terminó en noviembre de 2022, vamos a ir directamente a lo que la hace estar entre lo mejor que se ha producido recientemente.

No voy a entrar en su trama ni en sus intrigas, sino más bien en aquellos elementos que la convierten en una más que digna producción. Y todos ellos pasan, no por casualidad, por haber concebido esta nueva serie creada por Ryan J. Condal (guionista de Proyecto Rampage) y el autor de las novelas, George R.R. Martin, como una historia independiente, ajena por completo a lo que el espectador ya conocía pero, al mismo tiempo, con los suficientes elementos reconocibles como para que el efecto fan se desarrolle en todo su esplendor. Dicho de otro modo, alguien que no haya visto Juego de tronos puede disfrutar con esta nueva ficción tanto o más que aquel que conozca todos los detalles de las casas dinásticas que se disputan el trono de hierro. Esta importante independencia permite una serie de elementos muy importantes para construir la trama.

El primero de ellos es el modo en que se plantea el suspense. Es cierto que en La casa del dragón siguen existiendo intrigas familiares y luchas de clanes, pero la historia se centra sobremanera en una de ellas, lo que no solo permite acotar los acontecimientos, sino que hace mucho más sencillo el seguimiento de las diferentes tramas secundarias que se mezclan a lo largo de los episodios. En este sentido, al restar relevancia al resto de familias, la construcción dramática que realizan sus creadores se consolida sobre pilares mucho más sólidos, permitiendo a su vez un desarrollo de los personajes más profundo que es capaz de ahondar en matices de los conflictos personales. Al igual que ocurriera en la serie original, esto no resta relevancia a la espectacularidad de la puesta en escena y de esos dragones que harán las delicias de los fans, más bien al contrario. Y sobre todo, permite al espectador afrontar un hito importante en la temporada: el salto temporal que se produce a mitad de la misma.

Digo esto porque muchos personajes cambian de actor, ubicación y rango, lo que podría generar cierta confusión en el caso de estar ante muchas líneas argumentales secundarias independientes. Sin embargo, Condal y Martin componen un entramado más bien clásico, centrado en el conflicto entre dos mujeres y con un puñado de secundarios fijos en torno a ellas. En cierto modo, esta primera etapa se asemeja más a la construcción arquetípica de cualquier historia (una trama principal rodeada de varias secundarias que se nutren entre sí de forma orgánica) que a un planteamiento coral en el que cada personaje tiene una historia propia e independiente de lo que ocurre en la principal. No es cuestión de que sea mejor o peor, pero sí creo que, para los acontecimientos que se cuentan, resulta mucho más adecuada esta estructura.

Matt Smith y Emma D'Arcy lucharán por su legado en la primera temporada de 'La casa del dragón'

Una familia, muchas intrigas

Quizá uno de los mayores aciertos de La casa del dragón es que, a pesar de centrarse en una única familia, logra ampliar la mirada en diferentes direcciones para construir una intriga a la altura de la historia original. Y esto lo hace gracias a la fuerza de unos personajes simplemente brillantes y complejos, con diferentes caras que se van desvelando a medida que avanza la historia. Algunos de ellos pasan de héroes a villanos, otros hacen el recorrido inverso, y otros sencillamente van mostrando sus cartas poco a poco hasta desvelar lo que el espectador intuye casi desde el principio. Esto crea un interesante mapa de personalidades que, a través de sus sinergias naturales y sus contrapesos, construyen una intriga en torno, cómo no, a ese trono de hierro que genera, dicho sea de paso, una de las evoluciones más dramáticas de un personaje, contribuyendo a una dolorosa muerte por enfermedad.

La derivada más interesante de esto es, en pocas palabras, que se puede crear mucho con muy poco. Sí, es cierto que tenemos la presencia de dragones y todos los efectos digitales que eso conlleva, pero más allá de eso, la trama transcurre en un puñado de escenarios (muchos menos que Juego de tronos), lo que contribuye aún más a acotar las intrigas palaciegas y a controlar la incorporación de nuevos personajes, creando el tablero de ajedrez en el que se termina convirtiendo la serie de forma progresiva (otra gran diferencia con la serie original), lo que a su vez permite al espectador avanzar conforme lo hacen los personajes y crear una mayor complicidad con ellos, amén de asumir de forma más natural su evolución y su crecimiento personal conforme se van desarrollando los acontecimientos.

El problema de la serie, o su acierto (según se mire) es que nunca es posible encariñarse demasiado con un personaje. No solo porque es más fácil que mueran a que se mantengan con vida, sino por los saltos temporales que se producen. Habrá que esperar a ver cómo evoluciona la segunda temporada, pero con semejantes lapsos de tiempo es posible que la historia avance a pasos agigantados, lo que va a obligar a concentrar mucho, muchísimo, el desarrollo de los diferentes arcos dramáticos. Es un poco lo contrario a lo que le ocurría a la serie original, y va a requerir de una estructura mucho más elaborada para mantener todo lo que está por venir de una forma más o menos coherente. Dicho de otro modo, las temporadas se van a ver obligadas a presentar nuevos conflictos que se mantengan en el tiempo durante generaciones, o encontrar la manera de prolongar las intrigas personales ya existentes de padres a hijos y nietos.

Pero eso ya es algo que habrá que dejar para sucesivas etapas. Por lo pronto, la primera temporada de La casa del dragón es un espectáculo a la altura de Juego de tronos, con el aliciente de ver más dragones. Una intriga palaciega con una estructura algo diferente a la serie original pero al mismo tiempo similar, volviendo a dar prioridad a unos personajes complejos y atractivos (interpretados por unos actores simplemente brillantes) antes que a la espectacularidad de los efectos especiales, pero dando rienda suelta al apartado visual siempre que es necesario. Un difícil equilibrio que Juego de tronos no siempre supo mantener al mismo nivel y que, esperemos en esta nueva ficción medieval fantástica pueda durar varios años.

‘La casa Gucci’: Una familia de moda al estilo shakesperiano


Traiciones y poder se esconden tras las relaciones familiares de 'La casa Gucci'

Un texto al final de la nueva película de Ridley Scott (que este año también ha presentado la extraordinaria El último duelo) indica que la firma de moda Gucci no tiene actualmente a ningún miembro de la familia formando parte de la empresa. Y viendo cómo se desarrolla este drama basado en el libro de Sara Gay Forden, no es de extrañar. El guion explora de forma más o menos acertada una espiral de ambiciones y traiciones que valdrían perfectamente para completar varias obras de Shakespeare.

Y digo de forma más o menos acertada porque La casa Gucci es excesivamente larga para lo que quiere contar. Con un comienzo interesante y una presentación de personajes clara y directa, la cinta se regodea en sus propios pilares narrativos para dar vueltas sobre los mismos temas durante demasiado tiempo. Es cierto que a unos actores como los que tiene la película hay que sacarles el máximo partido y dejarles dar vida de forma magistral a unos personajes complejos, pero llega un punto en el que el film no avanza, se estanca en sus intrigas palaciegas y empresariales. Hay tramos del relato que perfectamente se podrían haber narrado de forma más directa y sencilla.

Esto genera, en último término, una cierta desconexión del espectador, no porque lo narrado sea aburrido, sino porque repite patrones a los que puede adelantarse, previendo en último término lo que ocurrirá. La mano maestra de Scott, por suerte, es capaz de mantener el pulso narrativo con un lenguaje audiovisual tan elegante y bello como la propia casa Gucci, a lo que se suma una banda sonora espléndida y unas interpretaciones, sobre todo de Lady Gaga (Ha nacido una estrella) y Adam Driver (a quien Scott, por cierto, también dirige en El último duelo), simplemente perfectas. Hablando de la pareja protagonista, sus interpretaciones, la complejidad de sus personajes y los matices que aportan casi solo con una mirada darían para un análisis mucho más profundo.

Puede que La casa Gucci no sea una obra redonda. Le sobran minutos y, en algunos momentos, le falta algo de intensidad dramática. Pero es una película sumamente interesante de la mano de uno de los mejores directores de su generación y con unas interpretaciones brillantes que combinan nuevos talentos con nombres veteranos que no solo asumen sus papeles secundarios, sino que sacan el máximo partido de ellos y terminan por comerse, en muchas ocasiones, a los protagonistas. Una cinta que fascina por la ambición desmedida, las traiciones sin escrúpulos y las guerras empresariales entre tíos y primos en las que, como moraleja, queda esa frase final: en Gucci ya no hay nadie que lleve ese apellido.

Nota: 6,5/10

La familia pelea unida en una 7ª T. de ‘The Flash’ muy dividida


La familia permanece y pelea unida en la séptima temporada de 'The Flash'.

La serie Arrow, en sus últimos compases, tomó una deriva mucho más fantástica y, en cierto modo, peor de los inicios oscuros, trágicos e intensos. Y aunque The Flash nunca quiso ser una serie tan dramática, de un tiempo a esta parte parece haberse consumido por una obsesión familiar que la ha llevado a perder de vista muchos de los valores narrativos que sí tuvo en sus orígenes. Una evolución dramática con ciertos paralelismos que en la séptima temporada del velocista escarlata deja claro que la serie no volverá a ser lo que fue.

Los 18 capítulos que conforman esta entrega de la ficción creada por Greg Berlanti (creador de todas las series del universo DC, entre ellas Supergirl), Geoff Johns (serie Titanes) y Andrew Kreisberg (serie Leyendas del mañana) están alejados, muy alejados de lo que los fans pudieron encontrar en los primeros compases de la trama. Y no se trata del modo en el que aborda los personajes, con un tono más infantil. El problema ni siquiera es si la trama es más o menos consistente, pues los momentos de mayor flaqueza narrativa se suplen con episodios de pura acción. La verdadera debilidad de esta temporada es que está construida de un modo muy desarbolado.

A estas alturas de The Flash es un riesgo, por no decir otra cosa, introducir nuevos personajes que requieran de una presentación que dure más allá de uno o dos episodios. Pero es un problema mayor introducirlos, darles sus propios arcos dramáticos y luego no integrar estas tramas secundarias independientes en la narrativa completa de la serie. En muchos momentos de esta temporada eso es lo que se puede ver en pantalla. Tal vez sea por falta de ideas para el héroe interpretado por Grant Gustin (serie Glee), por falta de villanos interesantes o por querer darle otro sentido a la historia, pero lo cierto es que muchos episodios están dedicados, demasiado dedicados, a unas tramas secundarias que, precisamente por eso, deben complementar a la principal, no sustituirla. El hecho de que luego no confluyan o nutran a la historia principal no hace sino reforzar la sensación de que la historia se está diluyendo en algo muy alejado del superhéroe protagonista.

Y desde luego, los personajes secundarios que se han introducido como novedad tampoco tienen la fuerza ni el carisma que sí tienen los más veteranos, por lo que tratar de apoyar sobre sus hombros el peso narrativo es un riesgo que, en esta ocasión, no ha salido del todo bien. A esto se suma algo tal vez mucho peor, y es que muchos rostros conocidos están abandonando el barco, síntoma de que, o se concluye con relativa brevedad, o se corre el riesgo de alargar sin necesidad una producción que, hasta hace no mucho, era un simpático entretenimiento. Existe en los personajes (y los actores que los interpretan) un cierto sentimiento de abandono, de cansancio si se prefiere, algo que se traduce en unas tramas inconexas, trabajadas sin demasiado interés y con unos giros argumentales más bien pobres que no solo no generan ninguna sorpresa, sino que llevan la trama por un enrevesado camino espacio temporal del que es difícil salir al final.

Familia de corredores

Del mismo modo, es extraña la evolución de algunos secundarios, que han pasado de tener un papel relevante en la historia a ser casi testimonial. Y no me refiero que antes estuvieran presentes en todas las escenas y ahora hayan desaparecido, sino al hecho de que su peso en la trama, su influencia en otros personajes, era relevante, casi fundamental, mientras que ahora, simplemente, son un comodín. Y es algo que viene de la temporada anterior. Es como si los responsables de la serie tuviesen como principal objetivo dar minutos y protagonismo únicamente a aquellos roles con poderes, dejando de lado al resto, cuando precisamente uno de los valores de la serie y de esta «familia Flash» era esa combinación entre superpoderes, inteligencia y valores muy humanos.

Todo ello ha tenido un claro efecto en la calidad e interés de The Flash, toda vez que se ha convertido en un producto sin contenido, muy centrado en sus propias obsesiones y muy alejado de las necesidades dramáticas de la historia en su conjunto, y más allá de lo que pueda representar cada episodio. Desde luego la pandemia, los parones en la producción y otras vicisitudes no han ayudado, pero la realidad es que el problema es exclusivamente interno, no externo. Y para muestra, un botón. De un tiempo a esta parte muchas series, al menos aquellas que duran más de 8 o 10 episodios, suelen tener dos villanos como vehículo para dividir la temporada en dos partes más o menos diferenciadas. Sin embargo, esta séptima temporada del personaje de DC Cómics ha planteado una serie de antagonistas bajo la premisa de un único evento. Algo similar a lo visto en otras temporadas, lo cual no deja de ser interesante. El problema es que junto a ellos se han introducido nuevos personajes y se han recuperado algunos secundarios de etapas previas, llenando la trama con tantos rostros que genera una saturación en la historia, incapaz de encontrar hueco para desarrollar mínimamente las líneas argumentales que se platean.

Más allá de la calidad de esta temporada, muy alejada de las primeras, los episodios desprenden un aroma a despedida. La presencia de viejos conocidos y la introducción de toda la familia del héroe en esa batalla final invitan a pensar que el final está cerca, puede que en la próxima temporada. Lo cierto es que tampoco merecería mucho la pena alargar el argumento. Sin revelar demasiado de la trama para aquellos fans que siguen la historia, decir que el presente de la serie está alcanzando poco a poco los acontecimientos del futuro que se han ido planteando durante la serie, y aunque esto siempre tiene trampa (se puede alargar introduciendo un futuro más alejado), lo cierto es que estos juegos temporales entre padre e hijos apunta a un final.

La séptima temporada de The Flash corre mucho, avanza a toda velocidad, pero el destino no está claro. Así como en anteriores etapas la serie se tomaba su tiempo para ahondar, por ejemplo, en los conflictos internos de algunos personajes, en sus dudas y sus motivaciones, ahora los nuevos roles simplemente se dibujan con trazo grueso, y los más veteranos, aquellos que ya se conocen, quedan relegados a un segundo plano muy alejado de los focos. Habrá que esperar a la octava temporada, que se estrena en unas semanas, para saber si es el final de esta ficción superheroica, pero por el momento lo que tenemos es un hilo argumental deshilachado, sin el interés ni la fuerza de episodios previos.

‘Viuda Negra’: la familia es lo primero


David Harbour, Rachel Weisz y Florence Pugh son la familia de 'Viuda Negra', a la que da vida Scarlett Johansson.

El tiempo, el cine y Marvel debían a los fans una película sobre el personaje de Scarlett Johansson (Jojo Rabbit). La espía vengadora a la que la actriz ha dado vida en tantas películas no tenía su aventura propia, y qué mejor que iniciar una nueva etapa en el Universo Cinematográfico Marvel que con una entretenida e interesante película de espías con sus dosis de acción, humor y espectacularidad. Pues eso es, básicamente, lo que ofrece este film dirigido con eficacia por Cate Shortland (Lore).

Ahora bien, de esos ingredientes el que predomina por encima de todos es la acción. La intriga y el suspense quedan relegados a un segundo plano para dar rienda suelta a unos efectos especiales que tal vez resten algo de profundidad a los personajes, pero que harán las delicias de los fans. Y como suele pasar en estas películas, la identidad cinematográfica del director, en este caso directora, queda reducida a la mínima expresión, aunque en este caso Shortland sí aporta algunos detalles interesantes a la narrativa. Pero a pesar de sus limitaciones, que las tiene, la película va de menos a más introduciéndose poco a poco en una estructura narrativa de espías al más puro estilo James Bond, guarida del villano incluida. Esto, unido al humor de muchas escenas y a la labor de los actores, sobre todo de Florence Pugh (Peleando en familia) y David Harbour (Hellboy), que están simplemente brillantes, compone un film sumamente entretenido, sin demasiadas sorpresas pero que cumple su función a las mil maravillas.

¿Y cuál es esa función? Pues servir de puente entre el pasado y el futuro del universo de Marvel en el cine al tiempo que completa la serie de películas individuales sobre los Vengadores. Y a pesar de ese objetivo, el guion es capaz de ofrecer una interesante visión sobre el pasado del personaje de Johansson, abordando conceptos como la familia, la libertad, la soledad o la venganza, todos ellos bajo el paraguas de la Guerra Fría y la lucha entre Estados Unidos y la antigua Unión Soviética. Y como primera película de la Fase 4 de Marvel, es un buen primer paso a pesar de algunos puntos débiles en su estructura narrativa. Pero lo más importante es lo que aporta a ese macro conjunto de películas. Ambientada entre Capitán América: Civil War y Vengadores: Endgame, la cinta introduce nuevos personajes que van a tener un peso destacado en próximas producciones, como es el interpretado por Pugh.

Y sobre todo, conecta con anteriores películas y con elementos que ya se están empezando a plantear de ahora en adelante. Viuda Negra tal vez sea una película ‘menor’ dentro de las macroproducciones de la compañía. Pero es una película sólida, bien planteada y con una narrativa que no se detiene en ningún momento. Tal vez algunos planteamientos de su desarrollo sean un poco irregulares, pero no cabe duda de que quedan eclipsados por el ritmo y por unos actores que disfrutan con sus personajes (las mejores escenas, sin duda, son las que cuentan con Pugh y Harbour). Es lo que promete y nada más, pero tampoco menos. Y aviso para los fans. La escena post créditos es fundamental para entender lo que va a ocurrir, sobre todo si se ha visto la serie Falcon y el Soldado de Invierno.

Nota: 6,75/10

‘The Flash’ pierde ligeramente el rumbo en su sexta temporada


Una vez terminada la serie Arrow, quedan sus «retoños», que deberían de haberse visto más afectados por las consecuencias de ese final de lo que realmente ha terminado siendo. Eso, unido a las consecuencias que provoca la pandemia de coronavirus y una apuesta por blanquear a los personajes, ha dado como resultado temporadas muy irregulares. Y por mucho que corra, The Flash no se libra de este efecto en su sexta temporada. El cúmulo de circunstancias ajenas a la ficción es evidente, pero como en todo, hay una parte de desgracia externa y otra de responsabilidad interna. Y esta última debería ser la que más preocupara a Greg Berlanti, Andrew Kreisberg (ambos creadores de la serie del arquero esmeralda) y Geoff Johns, autor de la serie Titans.

Aun reconociendo los problemas sobrevenidas de la serie, tanto la pandemia como el embarazo de una de sus protagonistas (lo que ha obligado a reducir la presencia del personaje en pantalla y a calcular muy bien cómo narrar sus apariciones), esta tanda de 19 episodios (reducida por la COVID-19) tiene sus propios problemas a resolver. Problemas no solo dramáticos, sino narrativos e, incluso argumentales. Para empezar, el modo en que la trama utiliza los acontecimientos del crossover, más determinantes que nunca, resulta cuanto menos irrisorio, por no decir ridículo. En realidad, no afecta prácticamente nada a pesar del impacto que tiene en la vida de los protagonistas. Su mundo sigue igual antes que después. Emocionalmente hablando, sus personajes pasan un duelo y un dolor en cuestión de minutos. Y desde un punto de vista argumental, lejos de dirigir la serie en una dirección fresca y novedosa, se ha pasado por encima como lo que es, una isla en medio de todas las series que conforman este universo televisivo de DC, conocido como el Arrowverse.

Da la sensación de que el desarrollo de The Flash en esta sexta temporada estaba ya planificado con o sin esos episodios que narran una aventura entre las diferentes series, lo cual demostraría que estas ficciones están pensadas sobre un concepto concreto e inamovible da igual los acontecimientos que en ella ocurran. Y en el caso del velocista escarlata, ese concepto es la familia, el equipo y el sacrificio por aquellos que nos importan. Lo llamativo es que todo eso podría haberse mantenido exactamente igual pero introduciendo al personaje en un mundo más oscuro a raíz de los acontecimientos, pero en lugar de eso se opta por un desarrollo más blanco, con conflictos morales y retos externos a superar, eso sí, sin la preciada velocidad, o al menos no toda la que tiene. Más allá de todo lo dicho anteriormente, este conflicto es posiblemente el más interesante de toda la serie desde que comenzará allá por 2015. Un héroe que debe enfrentarse a su sacrificio, su lucha y su deber sin las armas que le pueden permitir ganar. Sin duda, es un leit motiv extraordinario.

Ahora bien, ¿cómo se desarrolla esa idea? Desde un punto de vista narrativo, la temporada presenta muchos altibajos. Existen demasiados villanos de peso en una sola temporada. Mientras que en etapas anteriores siempre ha habido un gran antagonista y «malos» menores con los que lidiar episodio a episodio (más o menos como en un videojuego en el que ir superando pruebas), aquí se presentan enemigos con mucha carga dramática, muy elaborados como para durar un puñado de episodios. Desconozco si la razón ha venido motivada por el coronavirus, aunque por el diseño argumental no lo parece, pero en cualquier caso nos encontramos ante un problema muy propio de algunas producciones. Básicamente, tener menos capítulos para cada antagonista implica menos desarrollo, motivaciones más toscas, planes menos elaborados. Esto, a su vez, genera un doble efecto, pues mientras que el espectador identifica al villano como el principal rival a derrotar, su poco desarrollo hace que se quede en solo un intento. Tal vez con una temporada completa, este cambio de «malos» no habría tenido tanta repercusión, pero la pandemia ha provocado que la segunda parte de la trama se quede a medias para tratar de cerrar la historia. Con un solo villano habría ocurrido lo mismo, pero el bagaje dramático de toda una temporada habría paliado un poco la frustración, amén de haber permitido que el cierre de temporada fuera más completo.

Espejito, espejito

Con todo, esta sexta temporada de The Flash deja algunas ideas interesantes que la falta de tiempo obliga a desarrollar en la siguiente etapa. Para empezar, ese universo al más puro estilo ‘Alicia a través del espejo’, en el que los personajes allí encerrados empiezan a sufrir las consecuencias de un confinamiento en un reflejo de la realidad. No es la primera vez que la serie se adentra en universos paralelos o planos de la existencia diferentes, pero sí es la primera, o al menos de las pocas ocasiones en que ese universo se nos muestra y, sobre todo, se puede desarrollar dramáticamente hablando, aunque sea dentro de los parámetros de una serie tan blanca y aparentemente inofensiva como esta. Extraño sería que esta línea argumental derivase en algo más oscuro de lo que suele ser en esta producción superheroica.

Y si esto es, por decirlo de algún modo, el reto externo al que se enfrenta el héroe, en el otro extremo de la ecuación nos encontramos con los desafíos internos en forma de pérdida de poderes. Es cierto que en esta etapa, más concretamente en el tramo final, esta variable argumental ha servido únicamente para aportar algo de dramatismo, pero no ha sido un condicionante realmente contundente para el desarrollo argumental. Dicho de otro modo, aunque el personaje interpretado por Grant Gustin (Krystal) no cuenta con su poder al máximo nivel, sigue siendo capaz de derrotar a los villanos de segundo nivel. Lo cierto es que esa indefinición dramática no le hace ningún bien a la serie, aunque al menos sí introduce un nuevo reto a superar en la próxima temporada, lo que unido a la villana y a ese universo tras el espejo podría generar, si se elabora en profundidad, una interesante trama en el comienzo de los próximos episodios.

El otro gran problema de la serie, consecuencia de esa falta de objetivo claro en su tratamiento, son los secundarios. Ya sean nuevos o veteranos, todos ellos tienen una definición más bien débil, algunos quedando completamente deslavazados y relegados a meros apoyos argumentales y narrativos sin una historia propia. Lejos quedan aquellas tramas secundarias que, además de definir mejor a estos roles, aportaban algo de frescura y humor a la trama. En la temporada que nos ocupa, todo eso ha sido sustituido por tratar de abordar la relación entre dos de esos secundarios (sin demasiado éxito) y por intentar desarrollar, aunque mínimamente, algunos aspectos de otros personajes que, aunque llamados a tener algo más de peso en la trama, se han ido descolgando de la historia hasta convertirse casi en meros testigos. Da la impresión de que, con tanto personaje de calado o con superpoderes, los creadores no han tenido claro qué dirección tomar, optando por la más sencilla pero a la vez la más dañina para la ficción, y que no es otra que dejar morir en el olvido a estos personajes. Eso, o que los actores han optado por ir apareciendo cada vez menos en la producción.

Sea como fuere, la sexta temporada de The Flash se convierte en una de las más pobres desde un punto de vista narrativo, argumental y dramático. La pandemia mundial ha tenido parte de responsabilidad, sin duda, pero el peso de la culpa recae en un tratamiento con pocas ideas, en unos personajes que se han perdido poco a poco en la historia, centrada ahora en los problemas del héroe. Es cierto que esta adaptación de cómic no ha sido nunca de una profundidad emocional y dramática excesiva, pero siempre ha mantenido una dinámica, un equilibrio entre humor, drama y acción que ahora se ha roto. Y es importante que se restituya, con los secundarios actuales o con otros nuevos, pero desde luego el velocista no es capaz de cargar sobre sus hombros todo el peso de la serie. Como si de un episodio se tratara, estos episodios han demostrado que la fuerza está en el apoyo de los amigos, en los secundarios. Y en un rumbo claro, porque correr hacia adelante sin un objetivo no sirve de nada.

‘This is us’ mira al futuro desde el pasado en su tercera temporada


Ahora que la cuarta temporada de This is us está llegando a su ecuador resulta interesante echar la vista atrás para comprender cómo la serie creada por Dan Fogelman (Como la vida misma) ha sabido reinventarse en su tercera etapa dentro de unos parámetros muy concretos que, a tenor de lo anunciado, va a permitir a este drama con tintes de humor alcanzar, al menos, seis temporadas. Y cuando hablo de reinventarse me refiero al modo en que esta ficción ha logrado desprenderse de su estructura narrativa más tradicional para introducir de forma progresiva nuevos aspectos que han enriquecido la historia para darle un futuro más allá de su constante mirada al pasado.

Y es que ese es el elemento más importante de los 18 episodios que abordamos ahora. A lo largo de toda esta temporada sus creadores han introducido de forma más o menos sutil diferentes «flashes» del futuro de esta familia tan común como única. Algo de eso ya se había visto en la segunda temporada, pero se puede decir que esta tanda de capítulos ha sido el punto de inflexión. Esta proyección hacia el futuro no solo abre un nuevo plano narrativo para la serie, permitiendo al espectador jugar con las diferentes posibilidades narrativas y plantearse los diferentes escenarios que permite cada escena, sino que otorga al conjunto una nueva dimensión, más amplia, compleja y dramática. Y lo más interesante de todo es que lo logra manteniendo la misma esencia estructural que la ha caracterizado desde el principio, es decir, alternar pasado y presente (ahora pasado, presente y futuro) como si de diferentes líneas argumentales se tratara, con todo lo que eso conlleva.

¿Y qué es lo que conlleva? Para empezar, una profundidad emocional, narrativa y explicativa fuera de lo normal. Esta estructura paralela de los diferentes momentos en la vida de los tres hermanos protagonistas permite al espectador acercarse a los personajes de un modo como nunca antes se había logrado, pues es capaz de comprender sus reacciones, sus decisiones, sus miedos y sus deseos de un modo casi omnipresente, como si hubiera sido parte de esas vidas desde el primer minuto (hasta cierto punto, así ha sido) o, si se prefiere, como si fuera uno de los protagonistas. Lo cierto es que, más allá de sus concesiones dramáticas (pocas, pero las hay) o del extraordinario trabajo de los actores, el guión y el modo en que se estructura cada episodio debería ser estudiado en las escuelas de guión como un modelo de lo que se puede lograr con un complejo pero equilibrado desarrollo dramático.

Pero además, esta forma de narrar logra algo que recogen varios manuales de escritura de guión pero que no resulta fácil de conseguir. Para lograr la tensión dramática es fundamental manejar dos tipos de información: la que conoce el espectador y la que conoce el personaje. Lo que Fogelman consigue con esta serie es manipular por completo la teoría narrativa y plantear al espectador un juego en el que pasado, presente y futuro se complementan para componer un puzzle cuyas piezas van encajando poco a poco, pero que el espectador no logra ver completo hasta que no se ha puesto la última pieza. O dicho de otro modo, las diferentes líneas temporales ofrecen al espectador información sesgada que le invita a hacerse una imagen general de lo que ocurre para, en un último punto de giro, revelar la escena completa. El ejemplo más claro en esta tercera temporada lo ha protagonizado el rol interpretado por Sterling K. Brown (Predator) y su familia.

Conociendo el pasado

No ha sido el único, está claro, pero desde luego ha sido el más evidente, más que nada porque el grueso de las secuencias que transcurren en ese futuro de los tres hermanos protagonistas son las vinculadas a él y su familia. La crisis del presente unida a esas imágenes es lo que provoca ese juego de composición dramática que lleva al espectador por un camino notablemente diferente al que finalmente se desvela. Pero esa última secuencia del episodio final de esta temporada abre todo un mundo de posibilidades narrativas para This is us. Es cierto que cierra ese arco argumental, pero abre los del resto de personajes. Con esas pocas imágenes y los diálogos que se escuchan se crean uno de los más interesantes cliffhanger de los últimos tiempos, demostrando que ese «gancho» no solo se basa en efectismos visuales.

Y del mismo modo que la serie viaja al futuro de los tres protagonistas, también viaja al pasado de los padres, sobre todo del personaje interpretado por Milo Ventimiglia (Jefa por accidente). Más concretamente, a esa guerra de Vietnam de la que siempre se ha rehuido hablar durante las temporadas anteriores y que ahora aquí se empieza a vislumbrar, sobre todo en lo relativo a su hermano. De nuevo, la serie ejecuta un giro más o menos inesperado que da buena cuenta no solo de la complejidad dramática de esta ficción, sino de las relaciones humanas independientemente del grado de parentesco o cercanía que se tenga. Es cierto, y esto es algo que Fogelman debe vigilar, que el tratamiento de esta trama secundaria tiende un poco al melodrama excesivo, carente en algunos casos de justificación adecuada. Y es una debilidad. Pero en todo caso, la trama se abre a nuevos personajes y a nuevas vidas, es decir, expande su universo dramático hacia el pasado, del mismo modo que lo hace hacia el futuro.

Esto también plantea una interesante reflexión que planea sobre toda la serie, y que posiblemente acompañe al espectador hasta la última temporada. Y es que, por mucho que se sucedan los episodios, y por mucho que se vaya conociendo a los personajes, en realidad esta familia Pearson es todavía desconocida. La combinación de las diferentes líneas temporales demuestra no solo que todavía quedan muchas facetas por descubrir del núcleo principal de protagonistas, sino que existen muchos personajes secundarios desconocidos hasta ahora cuya relevancia puede ser fundamental. En una palabra, la serie puede entenderse como un reflejo de una realidad muy conocida para todos, de ahí su éxito. No me refiero a los acontecimientos que se narran en esta tercera temporada o en las etapas anteriores, sino al concepto global de familia, sus avatares, las relaciones humanas y los conflictos familiares. Todo eso genera un marco narrativo en el que los espectadores pueden identificarse de un modo u otro, y ahí está una de las claves de su éxito.

No cabe duda, tras ver la tercera temporada de This is us, que estamos ante una de las producciones más interesantes, completas y complejas de la televisión actual. En su contra se puede argumentar un cierto exceso de dramatismo, una tendencia a derivar las diferentes tramas de los personajes en una espiral de complejidad innecesaria. Sin embargo, ese es parte de su encanto, al menos mientras no se exceda en sus intenciones. Y lo es precisamente por el tratamiento que se da a cada historia, con unos saltos temporales que ayudan a comprender mucho mejor a los personajes, sus decisiones, sus miedos y sus motivaciones. Todo ello, en definitiva, ofrece una imagen global de algo mucho mayor que ellos mismos, de algo tan difícil de plasmar y de entender como la vida misma. Y es por eso que la serie de Dan Fogelman alcanza los niveles tan altos de calidad que logra con cada episodio.

‘Noche de bodas’: Tradiciones de la familia política


Los problemas de entrar a formar parte de la familia de tu pareja ha sido objeto cinematográfico desde siempre. A veces como comedia, otras como drama y otras, como es el caso que nos ocupa, como terror. Todas ellas, sin embargo, tienen como hándicap la poca capacidad de sorprender o de resultar novedosas. Saber esto de antemano puede resultar muy útil para no hacer una ficción tediosa y previsible… o al menos lo suficientemente original como para que entretenga.

Y ese es el caso de Noche de bodas. La película, en síntesis, no resulta diferente de lo que haya podido verse en otros relatos. Tan solo, y he aquí la seña de identidad, su toque irónico y autocrítico en la idea de que un juego como el escondite del lugar a una masacre nocturna. La labor interpretativa, en este caso, es fundamental, y tanto Adam Brody (Isabelle) como Henry Czerny (Remember) y Andie MacDowell (Instinto maternal) bordan ese toque casi paródico que impregna todo el relato, convirtiéndose en la punta de lanza de un reparto consciente de las limitaciones de sus personajes y pudiendo así explotar al máximo la libertad que otorga la poca definición de los mismos. Es la dinámica entre ellos la que sostiene la historia y, sobre todo, la que abre la puerta a apreciar algo más que la simple historia de terror, desarrollando los diferentes aspectos de una familia rica, desestructurada y destruida por una tradición salvaje.

Humor y sangre, mucha sangre, es lo que ofrece esta historia. Con todo, su carácter previsible no es lo peor del guión. El intento de giro argumental final acerca de ese fantasma, esa especie de maldición que pesa sobre toda la familia, lejos de aportar un toque fresco al relato lo que hace es quitar cierta dosis de terror humano y psicológico que había logrado gracias a esa visión sádica de la familia política y sus cuestionables tradiciones. Dicho de otro modo, lo que se plantea inicialmente como una salvaje tradición propia de unos asesinos en serie termina convirtiéndose en un acto justificado en la necesidad de evitar la muerte familiar. Esta especie de motivación a unos actos incalificables resta interés al conjunto, aunque también aporta una mayor ironía a ese final en el que la sangre, literalmente, estalla por toda la habitación.

Desde luego, Noche de bodas no es un referente del cine de terror. Ni siquiera del gore. Pero es una propuesta honesta en su concepción, consciente de su carácter de serie B y planteada con la intención de divertir al espectador. Y en este sentido, lo consigue. Puede que su historia sea previsible, que su guion peque de una explicación final innecesaria que le perjudica más que le beneficia, pero en todo caso la cinta deja momentos en la retina tan sádicos como surrealistas. Y sobre todo, permite ver a un reparto que disfruta con sus personajes, que sabe sacarles el máximo provecho dentro de sus posibilidades, y que pone en tela de juicio las tradiciones.

Nota: 6,5/10

‘Un verano en Ibiza’: típicas vacaciones en familia


Las diferencias generacionales y los contrastes entre diferentes personalidades es una constante en la comedia, no solo en la francesa. Y la última película de Christian Clavier (Con los brazos abiertos) tiene mucho de eso y poco de desarrollo de personajes. De ahí que la cinta camine por terrenos previsibles para ofrecer un producto casi tan blanco como el color de los edificios de la isla balear, y que ofrezca un humor, digamos, entretenido.

En efecto, Un verano en Ibiza es todo lo que puede esperarse de un film de estas características. Arnaud Lemort (Dépression et des potes) compone una historia sin grandes giros argumentales, construyendo un relato en base a los conflictos entre padres e hijos, entre dos generaciones muy muy distantes, y entre dos formas diferentes de entender el entretenimiento. Partiendo de estos contrastes, la película ofrece una visión interesante sobre la velocidad a la que vive la juventud actual y los ritmos que manejan las generaciones de nuestros padres. Si a esto añadimos la crítica que se hace a ese entretenimiento basado en la droga y la música hasta altas horas de la mañana, así como al esnobismo de ridiculizar a los demás por considerarles poco menos que salvajes, lo que tenemos es una historia sencilla con ciertos toques de ese humor puramente francés que siempre arranca una sonrisa, aunque pocas veces una carcajada.

Puede que el principal problema de que no se oigan risas en la sala de cine radique en su guión y en esa historia sencilla. Excesivamente sencilla. Y es que la trama no ofrece nada diferente a lo que haya podido verse miles de veces en una pantalla. Personajes arquetípicos, conflictos previsibles (entre padres e hijos, entre los miembros de la pareja, …) y unos escenarios que, aunque hermosos por el propio contexto de la isla, no dejan de resultar conocidos. Aunque todo ello permite a la cinta centrarse en la comedia y en la labor de sus actores (correctos a secas), termina provocando cierto desinterés en la historia, haciendo que el espectador simplemente se deje llevar en muchos momentos sin prestar verdadera atención a lo que ocurre ante sus ojos. Y esa falta de interés es lo peor que le puede ocurrir a un film.

De este modo, Un verano en Ibiza no ofrece nada nuevo al espectador… y es consciente de ello. Su falta de novedad o, si se prefiere, de originalidad, perjudica a la historia en tanto en cuanto su desarrollo va de más a menos, con una conclusión y un mensaje finales que no resultan novedosos. Pero ni Lemort ni Clavier pretenden otra cosa más que ofrecer un producto blanco, sencillo, marcado por los clichés pero tratando de sacar partido a todas sus limitaciones. Dicho de otro modo, es una historia simple, simpática y graciosa, que no pretende más que lo que puede desprenderse de su tráiler y de su sinopsis. Así las cosas, si entramos a la sala de cine sabiendo a lo que vamos, posiblemente se disfrute más que si se busca una comedia con la que reírse a carcajadas.

Nota: 5,5/10

‘Padre no hay más que uno’: micromachismos familiares


Vaya por delante que hacía mucho tiempo que no me reía tanto en una sala de cine. Puede que esto ya condicione mucho esta crítica, pero lo cierto es que Santiago Segura (Sin rodeos) es uno de los pocos actores que son capaces no solo de arrancar una carcajada, sino de mantenerla casi constante durante hora y media. Dicho esto, su nueva película pone el foco sobre situaciones que muchos hemos presenciado o vivido, situando ante un espejo las relaciones de pareja, los vínculos con los hijos y, sobre todo, esos micromachismos de andar por casa que la sociedad necesita desterrar de una vez por todas.

En efecto, Padre no hay más que uno es una buena comedia. Una gran comedia, si tenemos en cuenta el listón en el que se sitúan ahora las producciones. A través de situaciones cotidianas el protagonista (el propio Segura) experimenta una evolución dramática interesante en su concepción, porque discurre de forma paralela a la de su esposa. Mientras que él comprende el esfuerzo y sacrificio de su esposa, ella confirma que el amor por sus hijos está por encima de cualquier cosa. Y como en cualquier film de estas características, la dinámica que imprimen los niños al conjunto de la serie es espléndida, sobre todo en aquellas secuencias desarrolladas en la casa y donde los pequeños entran y salen como si de una caótica coreografía se tratara.

Es cierto, con todo, que tiene sus puntos débiles. Para empezar, algunos de los secundarios parecen un poco encorsetados en sus papeles, sin imprimirles algo diferente, fresco y dinámico que les convirtiera en algo más que meros espectadores del espectáculo. Pero sin duda lo que más debilita al conjunto es su dibujo de roles protagonistas, tan arquetípicos que la historia se puede prever casi desde el principio. A esto tampoco ayuda un planteamiento por parte de Segura tan conocido que resulta ya un poco repetitivo. Curiosamente, el arte del director, lo que le hace tan bueno en lo suyo, está en lograr que estos problemas afecten lo mínimo posible a la historia y, sobre todo al humor. Dicho de otro modo, la historia se plantea con unas herramientas y unos pilares dramáticos más bien simples, pero que permiten dar rienda suelta a las situaciones más cómicas y explotar al máximo ese humor tan irónico, natural y muchas veces sutil de Segura.

Padre no hay más que uno es, por derecho propio, una comedia fresca, muy divertida, incapaz de aburrir en ningún momento y con una dinámica padre/hijas (e hijo) muy bien elaborada. Sí, su guión es muy lineal. Y sí, sus personajes son arquetípicos, sobre todo algunos secundarios poco dibujados. Pero esa sencillez de planteamiento es lo que permite al resto de elementos que construyen esta historia brillar con luz propia. Desde esa evolución del protagonista, plagada de micromachismos familiares (no tanto porque el personaje sea machista, sino por vivir ajeno a una realidad mucho más compleja de lo que creía), hasta esos niños que conforman todo un universo en sí mismos, la película logra algo muy difícil: que el espectador no pare de reír ni un momento y que la narrativa sea capaz de mantener el ritmo durante todo el metraje.

Nota: 7,5/10

‘The Flash’ ahonda en el drama familiar en su quinta temporada


A pesar de que su estructura dramática es similar, The Flash se distanció desde el primer momento de su «progenitor» televisivo, Arrow, para dar una imagen algo más limpia, blanca, estéril. Su quinta temporada, aunque introduce algo más de dramatismo y una cierta oscuridad, mantiene en esencia esta apuesta pero introduciendo un nuevo elemento. O mejor dicho, reforzando en todos los frentes abiertos la idea de familia y todos los valores que ello conlleva.

En efecto, los 22 episodios de esta etapa de la serie creada por Greg Berlanti (El club de los corazones rotos), Geoff Johns y Andrew Kreisberg (guionista en la serie Eli Stone) abordan en cada una de sus líneas dramáticas las tensiones en el seno de una familia, los conflictos y el modo en que cada miembro afronta dichas situaciones. En realidad, es algo que se viene trabajando desde los propios orígenes del personaje, pero en esta ocasión existe un matiz diferente, y es que los secundarios también viven ese concepto en sus propias historias, influyendo de forma más o menos directa en el resultado final y en el desarrollo de la trama principal. Incluso el villano está motivado por los vínculos familiares, recurriendo a la venganza por un accidente en el que su sobrina queda en coma. Todo ello, en efecto, refuerza el mensaje, e incluso lo hace más profundo, más consistente e interesante para los estándares que suele ofrecer esta ficción.

Ahora bien, esa reiteración conceptual también da al traste con la riqueza dramática y emocional del nutrido grupo de protagonistas. El hecho de que todos sus conflictos estén vinculados a padres que son villanos, a hijas engañadas o a la forma en que se relacionan unos y otros impide explorar nuevos conflictos, nuevos arcos argumentales capaces de aportar algo más a la trama. Por ejemplo, en etapas anteriores personajes como los de Danielle Panabaker (Time lapse) y Carlos Valdes descubrían sus poderes y se enfrentaban a sus propios demonios. Y aunque en estos capítulos se sigue manteniendo esa duda interna acerca de sus capacidades, queda relegada a un segundo plano, más como una consecuencia de algo superior que como una motivación en sí misma. En este sentido, por tanto, da la sensación de que cada aspecto previo de la trama queda supeditado a esa pátina de conflicto paterno filial que impregna absolutamente todo.

Y es una lástima. Es cierto que The Flash nunca ha sido una serie compleja. Más bien al contrario, su tratamiento siempre ha sido bastante lineal y, por qué no decirlo, previsible. Con todo, se mantenía siempre un pequeño as bajo la manga en forma de giros argumentales que pudieran producir, al menos, alguna sorpresa o imprevisto menor. Pero lo que nos encontramos en esta quinta temporada es una simplificación llevada al extremo de todas las historias. Ni siquiera los elementos externos que, en principio, deberían haber enriquecido la trama principal resultan interesantes. Al contrario, se convierten únicamente en meras muletas narrativas de la historia del héroe, sin tener recorrido ni vida propia más allá de servir al desarrollo del arco dramático protagonizado por Grant Gustin (Krystal), lo que hace que la serie pierda fuerza e interés, y que termine por ser un producto sin mayor recorrido que derrotar al villano de turno, quien por cierto, por muy poderoso que pueda parecer, siempre es derrotado sin grandes costes personales.

Gran familia feliz

Todo esto no impide, sin embargo, que esta ficción superheroica resulte entretenida. Al menos lo suficiente como para verla sin necesidad de reflexionar demasiado acerca de lo que sucede en pantalla. Los cada vez más elaborados efectos especiales, unido al tono irónico que tiene en general el tratamiento de personajes y a un villano que, con sus irregularidades, resulta interesante en su dibujo y puesta en escena, permiten que la serie se desarrolle de un modo bastante correcto (lo que no quiere decir apasionante). Y al igual que pasara con Arrow, el universo del hombre más rápido de la Tierra sigue expandiéndose en lo que a personajes se refiere, explorando presente, pasado y futuro para introducir nuevos roles que integran esta gran familia feliz que representa el Equipo Flash y su entorno.

En este contexto es necesario señalar lo que ocurre con Tom Cavanagh (El inventor de juegos) y los múltiples personajes que interpreta no solo en esta quinta temporada de The Flash, sino en toda la serie. De ser el primer villano de la historia (rol que, por cierto, vuelve a interpretar en estos episodios) ha pasado a dar vida al mismo personaje de universos diferentes, cada uno con sus particularidades y siempre un apoyo para el resto de personajes. En esta ocasión, una suerte de versión francesa de Sherlock Holmes especializado en seguir la pista y capturar al villano de la temporada en cada una de las realidades en las que existe. Más allá de la mejor o peor definición del rol, es digno de mención el trabajo tan diferente que hace el actor en cada temporada, dotando a cada personaje de una entidad y profundidad diferente, pero siempre siendo pieza importante no solo para derrotar al antagonista, sino para hacer avanzar la acción. Lástima que su distinta presencia en cada temporada impida ahondar algo más en el trasfondo, motivaciones, miedos y secretos de cada uno de los personajes.

De hecho, la diferente presencia del actor en cada temporada es uno de los alicientes de la serie, aportando siempre el mismo trabajo pero bajo prismas diferentes. Una pequeña originalidad de una serie que cada vez parece más entregada a la repetición de conceptos, de recursos narrativos, sin ofrecer giros interesantes que sean capaces de renovar el tono de la serie o, al menos de hacerlo parecer algo diferente a lo que se ha visto en estos cinco años. La originalidad inicial, así como el impacto de los efectos visuales, ha dejado paso a un retorno constante a las mismas ideas, incluyendo los viajes en el tiempo. La historia necesita de nuevos retos narrativos, incluso diría que de nuevos personajes capaces de aportar algo diferente a la dinámica del grupo. Pero mientras eso llega, lo que queda es una temporada simpática, entretenida en algunos momentos pero bastante condescendiente con sus propias limitaciones.

No quiere esto decir que no haya futuro. Esta quinta temporada de The Flash deja algunas ideas realmente interesantes, como esas modificaciones en el periódico que marca la desaparición del protagonista, la creación de la cabecera digital en la que se publica la noticia y algunas otras ideas que comienzan a vertebrar ese evento con el desarrollo de la serie. Ha sido algo incipiente, es cierto, pero al igual que ocurriera en etapas anteriores, se plantean varios hitos dramáticos que, si se saben explotar en la siguiente tanda de episodios, podría llevar la ficción por un camino interesante. Habrá que ver cómo se compagina eso con el nuevo villano, y sobre todo con esa idea de poder quitar los poderes con una mera inyección. Por el momento, esta temporada se queda más bien como un producto que puede verse y, en algunos momentos, disfrutarse, pero que en ningún caso hace avanzar realmente la acción en una dirección clara, plantando sin embargo la semilla de varias ideas que podrían germinar de forma muy atractiva.

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