Los peligros de la división de clases en la revolucionaria obra maestra ‘Metrópolis’, de Fritz Lang


Cualquier aficionado al cine clásico tendrá en su mente grabado el año 1927 del siglo pasado. En dicha fecha, a medio camino entre la Gran Guerra y la II Guerra Mundial, y dos años antes del Crack del 29, llegaba a las pantallas de Europa Metrópolis, una obra de ciencia ficción firmada por el dúo artístico y sentimental Fritz Lang (Los Nibelungos) y Thea Von Harbou, él como director y ella como guionista. Como ocurre en muchos casos, su repercusión en la época se podría considerar moderada, pero no existe un título más idóneo para ser considerado clásico. Su complejidad visual, narrativa y simbólica se une a un contenido social que aún hoy se mantiene vigente, conformando todo ello un espectáculo único e irrepetible que solo puede surgir del genio del expresionismo.

En efecto, la película es considerada como uno de los grandes exponentes de este movimiento cinematográfico alemán, pero va mucho más allá. Su influencia en el cine posterior y su visionario concepto de la sociedad del futuro (que, eliminando el componente fantástico, no se aleja mucho del camino seguido hasta hoy) la convierten en un punto de inflexión dentro de la historia del cine, considerada como la primera película Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Su trama, con todo, es relativamente sencilla: en el futuro, la enorme y avanzada ciudad de Metrópolis posee dos estamentos sociales claramente diferenciados. Por un lado, los amos de la ciudad, que viven en lo alto de los edificios y disfrutan del ocio y la vida; por otro, los obreros, condenados a vivir bajo tierra y a trabajar en las máquinas que facilitan la vida a los señores. Sin embargo, la aparición de un científico rencoroso y su robot, que adoptará la apariencia de una mujer obrera, crearán una revolución que pondrá en peligro el equilibrio establecido y las vidas de todos los habitantes de Metrópolis.

A pesar de este argumento claro y directo, la película basada en la novela homónima de Von Harbou supone una reflexión mucho mayor de la sociedad de la época y, como era habitual en Lang, de los peligros que existían si se seguía por el camino iniciado. Peligros, por cierto, que llegaron con la crisis económica (al igual que ocurrió con M, el vampiro de Düsseldorf y la ascensión del nazismo). La bonanza económica que existió en los años 20 generó unas diferencias sociales tan acusadas que la ruptura tenía que llegar por algún lado, y al igual que en la película, fue mediante el conflicto. No son casualidad tampoco las referencias a la Revolución Rusa de unos años antes, en la que el pueblo se alzó contra el gobierno estableció instado por una serie de líderes.

Revolución visual

Pero si algo define a Metrópolis es su concepto visual y el trabajo en los efectos especiales que aportan el carácter fantástico y futurista al relato. Con un comienzo inolvidable en el que el trabajo de las máquinas da paso a la presentación de una ciudad donde aviones, trenes y coches por carreteras que se elevan decenas de metros sobre el suelo se mezclan entre rascacielos imposibles, la obra maestra de Lang logra hacerse aún más grande con los pequeños detalles, como esa especie de ordenador que permite la comunicación cara a cara, las terroríficas y agotadoras máquinas (una de ellas similar a un reloj que parece realizar una cuenta atrás hacia la muerte; otra que emula a un dios devorador de hombres) o el mismísimo robot, cuya puesta en marcha es, en pocas palabras, hermosa.

No solo de esto vive la cinta. La clara diferenciación de los espacios, con una ciudad inferior donde los vicios y las bajas pasiones campan a sus anchas (con unos edificios toscos, cuadriculados e industriales) y una ciudad superior donde los espacios abiertos y la luz predominan, van de la mano con el diseño de unos personajes que contrastan en vestimenta y actitud. Una actitud, por cierto, cuya evolución se muestra de forma sencilla y directa. Si al principio se ve a los obreros movidos como si de autómatas se tratara en el cambio de turno, los movimientos de masas finales, con destrucción de las grutas incluido, supone toda una declaración de principios de lo que el ser humano está dispuesto a hacer si se ve presionado hasta sus últimas consecuencias.

Pero de todo lo que más destaque tal vez sea el robot protagonista, ese ser metálico creado con el único propósito de destruir el orden establecido y acabar por el camino con los habitantes de Metrópolis. Una criatura creada para incitar y guiar a una masa que llega incluso a poner en peligro la vida de sus descendientes por una búsqueda de justicia cegada por la ira. Un robot, en fin, cuyo dueño, magníficamente interpretado por Rudolf Klein-Rogge (el mismo Dr. Mabuse que ya advirtió del peligro de los nazis), solo es movido por la venganza hacia el hombre que dejó morir al amor de su vida. Un rencor que queda patente incluso en su vivienda, una casa pequeña y rústica que contrasta, y de qué modo, con los altos, lujosos e imponentes edificios de la ciudad.

Actualidad y referencia cinematográfica

Metrópolis, como ya hemos apuntado, fue en su momento un fiel reflejo de una sociedad entregada a un tren de vida lujoso que generaba, cada vez más, unas diferencias sociales que tensaban una cuerda que terminó por romperse bajo la forma de una crisis económica. En este sentido, la película supone además una reflexión sobre los peligros de cometer los mismos errores. La historia supone, por tanto, un documento visual sin igual sobre los problemas a los que puede enfrentarse una sociedad dividida y en crisis, en la que las diferencias sociales sean tan grandes que aquellos que no tienen nada que perder se lancen a atacar a los que les dirigen y para los que trabajan. Un aviso que en tiempos de crisis es más necesario que nunca.

Pero su actualidad no solo pasa por su contenido social. Su originalidad la ha convertido en una de las películas más homenajeadas de la historia. Además de ser utilizada en videoclips (David Fincher y su vídeo para el Express Yourself de Madonna) o tener una versión manga, algunos de sus personajes han sido tomados como modelo para otras obras de ciencia ficción. Sin ir más lejos, la propia ciudad es referente para cualquier sociedad del futuro que quiera ser convincente. Prueba de ello son, por ejemplo, Blade Runner o El quinto elemento.

Posiblemente sea La guerra de las galaxias la que realice un homenaje más directo a la cinta de Fritz Lang. Viendo al conocido robot C3PO, es inevitable pensar en el ser metálico y dotado de voluntad que crea el caos en la megalópolis. Claro que el primero es en clave masculina y la segunda en clave femenina, pero la forma, las articulaciones, e incluso la estructura de la cabeza son más que similares. Por no hablar de la mano perdida del científico, elemento que puede encontrar en dos momentos de la saga de George Lucas.

No cabe duda de que Metrópolis está y estará presente en los cineastas de todas las generaciones, pero su influencia, como se ha podido apreciar, va mucho más allá. Por supuesto, es un relato de ciencia ficción, pero las películas de este género suelen ser una denuncia más evidente de los problemas de la sociedad que un drama social. Y como toda cinta que se precie, su final ofrece la solución perfecta a los conflictos sociales que plantea: el diálogo y el entendimiento. Y es que, como reza el lema del relato, «no puede haber entendimiento entre las manos y el cerebro si el corazón no actúa como mediador».

Acerca de Miguel Ángel Hernáez
Periodista y realizador de cine y televisión.

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