‘Los diez mandamientos’, superproducción épica de corazón íntimo


Charlton Heston y Yul Brynner en 'Los diez mandamientos', de Cecil B. DeMille.El estreno de Exodus: Dioses y reyes, la nueva cinta de Ridley Scott (Prometheus) invita a analizar uno de los clásicos más importantes de la Historia del Cine. Más allá de la historia que comparte con Los diez mandamientos, la versión de 1956 que Cecil B. DeMille (Cleopatra) hizo de su propia película de 1923, ambas cintas (la del 56 y la de este 2014) suponen dos formas de entender el cine como espectáculo, cada una de ellas notablemente marcada por el sino de los tiempos que les tocó vivir. En realidad, lo que cada una representa es una forma de afrontar la narrativa en todos sus aspectos, desde la interpretación hasta los detalles de todo aquello que da forma al contexto en el que transcurre la trama.

O lo que es lo mismo, el inmortal clásico de DeMille es una obra que, aunque marcada por la fantasía de los acontecimientos bíblicos que narra, trata de dotar al conjunto de un realismo visual impecable. El afán de la cinta por recrear el Egipto faraónico deja algunos detalles en su vestuario y en su decoración simplemente insuperables, como son la doble corona del faraón o el colorido de los ropajes. Motivados por el uso del color que en aquella época alcanzaba su máximo esplendor con las técnicas más modernas de la época, sus responsables investigaron el mundo faraónico lo suficiente como para mostrar al espectador un mundo mágico marcado, a su vez, por una historia igual de mágica. Por desgracia, es algo que se pierde en la historia que narra Scott, que parece argumentada con un mero vistazo a un libro de fotos (¿de verdad que nadie se planteó el absurdo de poner una pirámide al lado de un templo no funerario?).

No es este el momento de entrar a valorar los errores de ‘Exodus’, sino de apreciar aquellos matices que convierten a Los diez mandamientos en la magnífica obra que es. Y más allá de su ambientación, deliciosamente lograda, lo que resalta por encima de todos los aspectos, incluso del bíblico que se encuentra en la base, es la relación entre los dos protagonistas, Charlton Heston (Ben-Hur) y Yul Brynner (Los siete magníficos), Moisés y Ramsés respectivamente. Sus personajes, aunque en extremos opuestos de la trama, rebosan una presencia en pantalla única, dotándoles de la magnificencia que merecen. El primero como el encargado de representar a Dios entre los hebreos y ante el faraón; el segundo, como un hombre acostumbrado a reinar y a ser considerado Dios en la Tierra. Esta diatriba teológica lleva la relación de amor-odio de ambos personajes a un nivel diferente en el que no hay envidias o recelos, sino más bien respeto por un pasado común y por un vínculo debilitado pero todavía existente.

A diferencia de lo que ocurre con la cinta de Ridley Scott, Brynner compone un faraón sólido, capaz de imponer su voluntad por algo más que los galones y las joyas que adornan su cuerpo. Es, en definitiva, el líder de un pueblo que no está dispuesto a dejar marchar a nadie simple y llanamente porque no está en su educación. No se trata, por tanto, de una cuestión política o estratégica, sino únicamente de un desafío a su propio ser. Esa soberbia, que choca frontalmente con la humildad que adquiere el rol de Heston a medida que descubre sus orígenes, es la que genera el contraste que, a su vez, dinamiza el desarrollo dramático de la trama, hasta el punto de ensalzar emocionalmente el momento más trágico de la historia: la última de las plagas de Egipto. La muerte de los primogénitos, más que una derrota por haber asesinado a su propio hijo, se convierte en una derrota teológica. El Dios en la Tierra es derrotado definitivamente por el Dios hebreo tras una serie de «duelos» entre ambos en forma de milagros y su correspondiente contrapartida egipcia.

El Dios de fondo

En este sentido es importante destacar que Los diez mandamientos tiene un tercer pilar dramático que no hay que despreciar. El triángulo amoroso entre Ramsés, Moisés y Nefertari (Anne Baxter, vista en Eva al desnudo) se convierte en una fuente de conflicto que se suma a la historia principal. El personaje femenino, a través de la figura romántica, crece lo suficiente como para ser relevante en una historia masculina en la que las mujeres, en líneas generales, son «simplemente» madres, hermanas o esposas cuya misión es dotar de bondad y comprensión al desarrollo. Baxter, sin embargo, compone un rol duro, maduro y sibilino que mueve a los hombres en función de sus propios intereses, llevándoles muchas veces a un destino aciago que a ella poco parece importarle. Esta función de engranaje en la historia permite, además, revelar algunos aspectos secundarios del resto de personajes, lo que en definitiva les convierte en más humanos y más próximos al espectador.

Aunque evidentemente, uno de los elementos definitorios del film es la presencia de Dios, cuya figura nunca llega a verse pero cuyo papel está presente en todo momento. Es conveniente señalar que, mientras que la cinta de Scott opta por un Dios vengativo y rencoroso (se puede decir que incluso tiránico), DeMille presenta a este personaje como un ser que busca, ante todo, la salvación de un pueblo sin dañar al otro. Los milagros que obra, además, tienen una presencia mucho más divina que en esta nueva versión, por lo que la cinta poco a poco deriva hacia una historia de carácter mágico, sobre todo durante las plagas de Egipto y la separación de las aguas del Mar Rojo. Se puede decir, por tanto, que Dios es una presencia de fondo en una historia que, en realidad, aborda el distanciamiento de dos hermanos por sus diferentes puntos de vista en la forma de tratar a los esclavos.

Y esta es una de las grandes diferencias con Exodus: Dioses y reyes aunque pueda parecer sorprendente. Sí, existe la relación entre los dos protagonistas. Y sí, ambos luchan en la liberación del pueblo, cada uno en un lado de la balanza. Pero Scott trata a Ramsés como un tirano incapaz de regir un reino como Egipto. Un hombre débil y, en cierto modo, cobarde, que está más preocupado de sus construcciones (algunas de ellas ni siquiera suyas históricamente hablando) que de su pueblo. Y esto termina debilitando el conflicto entre ambos hombres, pues la «grandeza» moral de Moisés no encuentra un antagonista creíble en la «bajeza» moral de Ramsés. Es esta una de sus más notables diferencias con la cinta de DeMille, cuya solidez dramática en este sentido queda patente en prácticamente todas las secuencias que comparten Heston y Brynner.

Desde luego, tras casi 60 años nadie duda que Los diez mandamientos es un clásico incomparable. El uso de técnicas de última generación para su época generó algunos de los momentos más recordados del cine, sobre todo en lo referente al Mar Rojo. Pero por encima de sus efectos visuales y de su fidelidad a la hora de recrear Egipto, lo que hace memorable al film es el conflicto humano, casi familiar, que existe entre sus dos protagonistas, y que azuza convenientemente el rol de Anne Baxter. Al final, independientemente de las tablas de la Ley, del éxodo o de las plagas de Egipto, lo relevante es el pulso dramático e interpretativo entre esos dos grandes actores y esos dos grandes personajes. Ni siquiera la presencia de Dios es capaz de restar relevancia al antagonismo de ambos, lo cual da una idea del verdadero sentido de esta superproducción épica de corazón íntimo.

‘Spartacus: La guerra de los condenados’, brillante final para el mito


'Spartacus' encuentra su final en la tercera temporada.Hace unos cuatro meses concluyó uno de los experimentos más interesantes de la ficción moderna en televisión. Y digo «experimento» porque es difícil encontrar una cadena de televisión que apueste por un producto como Spartacus en su primer intento de producir algo propio. Como todo el mundo sabrá a estas alturas, esta revisión de la leyenda del gladiador que se levantó en armas contra Roma ha tenido un recorrido irregular y algo tortuoso, marcado principalmente por la inesperada muerte de su protagonista, Andy Whitfield (Gabriel). Tres temporadas y una precuela es el balance que deja la serie, amén de múltiples miembros amputados, violentas muertes y sangre, muchísima sangre. La última temporada, que lleva por subtítulo La guerra de los condenados, es una especie de regresión a los orígenes dramáticos de la serie, combinando intriga y violencia con la efectividad que ha caracterizado siempre al show.

Pero, ¿qué significa esto de la regresión? Una de las cosas más interesantes que tenía aquella primera temporada subtitulada Sangre y arena era que distribuía a partes iguales los feroces combates en la arena con las intrigas políticas en la Roma clásica, siempre con el telón de fondo de la amenaza de la inminente rebelión de esclavos. Sin embargo, si un episodio se destinaba a la violencia, otro tenía necesariamente que contener intriga. La siguiente temporada, sin embargo, centró más su atención en la intriga, principalmente por la obligación de narrar el periplo de Espartaco y los suyos por escapar de Roma. El contenido dramático de esta última, que desde su primer episodio ya anuncia el inevitable y amargo final de los protagonistas, ha entremezclado a la perfección ambos elementos, ofreciendo un espectáculo visual inteligente e interesante en el que las intrigas entre ambos bandos (y dentro de cada uno de ellos) tenían como único fin ganar la guerra.

Se podría decir en este sentido que esta tanda de 10 episodios es la más brillante de todas. Por supuesto, para gustos los colores, pero de lo que no cabe duda es de que su creador, Steven S. DeKnight (serie Smallville), ha sabido aportar algo más a la serie de lo que tenía en un principio. De hecho, lo pone en boca del protagonista, de nuevo interpretado por Liam McIntyre (Ektopos) de forma más que solvente. Dado que en la anterior temporada la motivación principal de estos gladiadores, la venganza, queda satisfecha, los guionistas han tenido que apoyarse en otra justificación: la propia libertad. Espartaco ya no lucha por derrotar a la República ni por ajusticiar a cuantos romanos se cruzan en su camino. Su único fin, generado entre otras cosas por su propia leyenda, es salvar a los miles de seguidores que tiene. No busca, por tanto, enfrentamiento, sino una salida a su cruzada.

Es esta línea argumental la que se desarrolla en esta tercera temporada, y lo hace jugando en todo momento con las emociones del espectador. En Spartacus: La guerra de los condenados se produce extraña sensación provocada por el conocimiento del final del protagonista y la impresión de que los responsables podrían reescribir la Historia otorgándole una salida. No sería extraño teniendo en cuenta que introducen en la trama el personaje de Cayo Julio antes de convertirse en César (Todd Lasance). El resultado es un mensaje de esperanza y de amargura, de libertad y de muerte, que está aderezado con algunas de las batallas y ejecuciones más violentas vistas en la serie. Y eso es decir mucho. Baste como ejemplo la Decimatio que tiene lugar en las filas romanas. Sin palabras.

En cierto modo, Spartacus se ha convertido en esta última temporada en un enfrentamiento intelectual y físico entre los dos grandes pilares que han sostenido toda la serie: romanos y gladiadores. Ya en Spartacus: Venganza se presentó parte de este enfrentamiento, pero el hecho de que la motivación fuera la venganza limitaba mucho las posibilidades dramáticas del conjunto. Ahora, y con la bandera de la libertad como estandarte, la serie se convierte en una lucha de ideologías, en un combate por defender unos estilos de vida muy diferentes. Curiosamente, y a pesar de las múltiples muertes que se producen en el bando de Espartaco, el resultado que cabría interpretar es que la libertad siempre termina imponiéndose, cueste lo que cueste.

Cuatro de los protagonistas de 'Spartacus: War Of The Damned'.Los cuatro mosqueteros

Y vaya si cuesta. Spartacus: La guerra de los condenados contiene algunos de los momentos más salvajes, espectaculares y violentos de toda la serie, como ya hemos comentado. Empero, lo que más llama la atención es la deificación de Espartaco y sus fieles lugartenientes, capaces de acabar ellos cuatro con varias unidades del ejército romano. A medio camino entre la sorpresa y la comicidad, las secuencias en las que ellos combaten casi en solitario son algunas de las más conseguidas, con unas coreografías que aprovechan al máximo los efectos digitales tan característicos del producto y las cámaras lentas que ha heredado de 300 (2006). Estos cuatro mosqueteros, además protagonizan algunas de las estrategias más interesantes de los 10 capítulos.

En este sentido hay que destacar que la tendencia vista en la temporada anterior se confirma: menos músculo y más calidad interpretativa. No seré yo quién defienda a capa y espada a los actores de la serie, la mayoría empezando sus carreras y muchos con limitaciones evidentes en los momentos más dramáticos. Sin embargo, funcionan mejor que en etapas anteriores, bien porque se conocen, bien porque el desarrollo emocional de todos ellos es mayor, otorgándoles la oportunidad de potenciar más su trabajo. La pareja formada por McIntyre y Manu Bennett (serie Arrow) se ha consolidado hasta convertirse casi en las dos facetas de un personaje del que se sabe más bien poco, como si ambos personajes fueran las dos motivaciones del verdadero Espartaco: acabar con Roma o alcanzar la libertad más allá de sus fronteras. Uno es la inteligencia, el otro la fuerza. Uno la destreza, el otro la valentía desmedida. Ambos forman un ser formidable. La muerte de uno supone un golpe mortal, tanto moral como físico.

Aunque tal vez el personaje que más atraiga sea el de Gannicus, interpretado por Dustin Clare (Goddess), no tanto por su carisma como por la evolución que ha tenido. Presentado en la precuela Spartacus: Dioses de la arena rodada durante la lucha contra la enfermedad de Whitfield, su recuperación en la segunda temporada fue un golpe de efecto interesante, pero su crecimiento en esta última ha sido ejemplar. No solo ha contado con sus propias tramas secundarias (ofreciéndole como enemigo eterno al mismísimo Julio César), sino que se ha erigido como el Espartaco colgado en la cruz. Para los que no hayan visto la temporada, uno de los episodios da comienzo con varios de los gladiadores afirmando ser Espartaco, en claro homenaje a la película de Stanley Kubrick (La chaqueta metálica) de 1960. Al final el verdadero líder de los esclavos no termina colgado, pero el simbolismo de crucificar en la vía Apia a uno de los que afirman ser él refleja el carácter de ficción histórica que ha manejado la serie.

Desde luego, la serie Spartacus no es un producto apto para todas las sensibilidades. Su apuesta por la violencia y la sangre ha teñido desde el primer momento el resto de pilares narrativos, mucho más interesantes y, a la larga, verdadera alma de la ficción. Sin embargo, sería muy injusto calificarla como simplemente un entretenimiento salvaje y visceral. La tercera temporada ha demostrado que hay algo más, unos conceptos dramáticos muy asentados y un desarrollo de personajes bastante más profundo de lo que podría esperarse. Es el ejemplo perfecto de que pueden combinarse ambas tendencias. ¡Ah! Para aquellos que hayan seguido toda la serie, imprescindible el homenaje del episodio final a todos los personajes que han pasado por la serie, incluyendo al Espartaco inicial. Emotivo como pocos.

‘Spartacus: Venganza’ pierde músculo y gana dramatismo e intriga


Hace unos meses saltaba la noticia de que la serie Spartacus, esa particular visión del famoso esclavo convertido en gladiador y líder de una de las revueltas más importantes en el seno de Roma, iba a llegar a su fin con la tercera temporada. Con ese anunciado final, tanto en la estructura narrativa como en el desarrollo dramático (quién más quién menos conoce el trágico final de esta rebelión), se pondrá fin a un producto atípico para la pequeña pantalla que ha vivido todo tipo de vicisitudes, entre ellas la inesperada muerte de su protagonista. Su segunda temporada, subtitulada Venganza, supone un claro ejemplo de las necesidades de cambio a las que se ha visto abocada la serie, y que curiosamente la han hecho evolucionar hacia un producto más interesante y violento, mucho más violento.

Sin duda, la muerte de Andy Whitfield (The clinic) ha dado lugar a dos elementos de lo más dispar. Por un lado, la elección de Liam McIntyre (Ektopos) como nuevo protagonista, un Espartaco mucho menos salvaje y más racional cuyos músculos parecen reducirse al mismo tiempo que se desarrolla su capacidad de liderazgo y su valor como estratega. Personalmente, el actor original poseía un carisma mucho mayor que su sustituto. Ofrecía aquel una visión más agresiva, más física y visceral de un hombre marcado por el hierro, la batalla y la sangre.

Pero además, la enfermedad del difunto Whitfield obligó a los responsables de la serie a realizar una precuela protagonizada por otro gladiador, el cual ha sido aprovechado con mucha fortuna en esta segunda temporada, introduciendo un elemento extraño en un grupo ya de por sí muy variopinto. Dicho personaje, caracterizado por su independencia y su autoestima, se convierte por derecho propio en un reflejo de lo que podría llegar a ser el propio Espartaco, lo que completa el cuadro dramático y aporta nuevas líneas argumentales a explorar, algunas ya tratadas en estos 10 capítulos (como su conflicto con uno de sus «hermanos» o su instinto por proteger su libertad ganada batalla tras batalla).

Entrando de lleno en todo lo que acontece en esta continuación, hay que decir que Spartacus: Venganza abandona por motivos obvios el mundo de los gladiadores para abrir sus escenarios digitales a todo un imperio. En este sentido, la producción gana en dramatismo (los seres queridos perdidos, las muertes de amigos y amantes) e intriga, y pierde músculo… literalmente. Aquellos que hayan visto la primera temporada posiblemente recuerden dos elementos: los cuerpos perfectamente trabajados de los actores y la cantidad de sangre falsa que brota de los cortes realizados por los gladius. Ahora, si bien los actores siguen presentando un físico apabullante, los cuerpos semidesnudos resultan más naturales, más acordes a la situación en la que se ven inmersos (exceptuando algunos casos puntuales), y que no es otra que su huída hacia el Vesubio.

Violencia contenida e intrigas palaciegas

Una de las cosas más curiosas de Spartacus: Sangre y arena fue la combinación por episodios de la trama intrigante y de la trama violenta. Si un capítulo se dedicaba a mostrar a los gladiadores luchando, el siguiente se esforzaba por desarrollar una historia donde los romanos tratan de ascender a base de conspirar contra sus semejantes. Pues bien, esta segunda temporada ofrece esto mismo pero mucho mejor entrelazado. Cada episodio cuenta, por tanto, con un escenas de violencia extrema unidas y, en muchos casos, derivadas de los planes por ascender en la escala social romana.

En este contexto es importante señalar que dichas intrigas palaciegas vienen derivadas, precisamente, de la revuelta de Espartaco, auténtico detonante de la caída en desgracia de la familia de un pretor y de los intentos de éste por volver al lugar que le corresponde. Permite además un posicionamiento claro de todos y cada uno de los personajes supervivientes de la masacre con la que concluyó la primera temporada, llevándolos al extremo de sus posibilidades dramáticas. Tal vez el caso más evidente sea el de Ashur, personaje con el que Nick Tarabay (serie Crash) hace una labor impecable en su faceta de hombre sin escrúpulos cuyas únicas motivaciones son la venganza y el dinero.

Pero que nadie se llame a engaño. Este nuevo Spartacus sigue fiel a su estilo visual heredero de la película 300 (2006). Peleas a cámara lenta, espacios generados por ordenador y mucha violencia se mantienen como sus señas de identidad. La principal diferencia en este aspecto cabe encontrarla en la distribución de esa violencia, pues resulta mucho más contenida a momentos clave de la trama. Sí, la sangre fluye a borbotones durante cada capítulo. Sin embargo, los instantes más memorables se reducen a unos pocos, aunque eso sí, inolvidables. De entre ellos destacan los choques entre el ejército rebelde y el romano, con especial atención al episodio final, un más que digno heredero de la conclusión de la primera temporada, o algunas muertes en el seno de la casa romana donde los odios y las venganzas dan lugar a auténticos frescos dantescos.

En definitiva, este Spartacus: Venganza supone una evolución positiva de todos los elementos de la primera temporada. Manteniendo el espíritu visual y conceptual del conjunto, sus responsables han sabido integrar de forma mucho más natural el desconfiado mundo de la política romana con la lucha por la libertad y los anhelos de venganza de los gladiadores rebeldes. Quien disfrutó con la primera temporada a buen seguro que encontrará un más que digno sucesor; quien se escandalizó con el contenido en un primer momento, es más que probable que no aguante un visionado completo de esta venganza.

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