‘Gracepoint’, intrascendente thriller por mal uso del género


David Tennant, Anna Gunn  y Nick Nolte son tres de los protagonistas de 'Gracepoint'.Un asesinato es el detonante para que los secretos de varios personajes, incluso un pueblo entero, salgan a la luz. La premisa argumental es casi tan vieja como el cine, y sin embargo ha funcionado muy bien en sus distintas adaptaciones. Al menos casi siempre. He de confesar que no he visto la serie Broadchurch, creada por Chris Chibnall (serie Camelot), pero tampoco creo que sea necesario para analizar Gracepoint, remake norteamericano escrito por el propio Chibnall y que cuenta también con David Tennant (serie Doctor Who) como protagonista. Es cierto que una comparación ayudaría a apreciar algunos detalles, pero lo cierto es que los trazos generales de la trama no requieren de referencias previas. En todo caso, solo serviría para confirmar que es peor que el original o que, como mucho, comete los mismos errores que el modelo británico.

Porque lo cierto es que esta nueva versión flaquea en casi todos sus aspectos. Desconozco si es por su intento de ser igual que el original hasta en la planificación (¿de verdad nadie se ha dado cuenta de que eso no funciona?) o simplemente porque el desarrollo dramático no está bien sustentado, pero lo cierto es que este thriller en el que todo un pueblo se ve golpeado por la muerte de un pequeño de 11 años no logra lo que se le presupone a todo thriller, y es una tensión narrativa que aproveche los ganchos de cada episodio para poner el listón un poco más alto. Más bien al contrario, la historia plantea una serie de premisas en su primer episodio, incluyendo a todos los sospechosos que irán pasando por el caso, que se resuelven en función de las necesidades de los creadores, y no de la propia historia.

Y para ejemplo un botón. Que una investigación policial no revise en sus primeros compases las comunicaciones del fallecido con amigos y gente cercana (vamos, que no se apoderen del ordenador y móvil del mejor amigo de la víctima) es algo no solo ilógico, sino que pone al espectador sobre una pista que no se resolverá hasta el final. Esto, en lugar de provocar la tensión dramática que ya explicó Alfred Hitchcock en su libro con Truffaut, lo que genera es cierto tedio, pues los sospechosos van pasando ante los ojos del espectador, quien sabe que los auténticos detonantes del caso policial no apuntan hacia ellos. De ahí que la sucesión de estos 10 episodios se haga excesivamente larga, obligando a una espera innecesaria que podría haberse resuelto de un modo más coherente.

Curiosamente, la resolución final de la serie deja una serie de conceptos dramáticos muy interesantes. La forma en la que se resuelve el crimen, los paralelismos familiares entre un sospechoso y el verdadero culpable, y las implicaciones sociales que tiene la verdad del caso en la pequeña comunidad (pequeña, sí, pero tiene hasta un periódico), dejan un remanente de reflexiones a cada cual más atractiva, desde el concepto de juez, jurado y verdugo que tiene el ser humano ante determinadas situaciones, hasta la repulsa que genera descubrir los secretos más oscuros de aquellos a los que amamos y creemos conocer. Ideas que, por desgracia, solo se explotan en los últimos compases de la trama, dejando para el grueso de la temporada un concepto más tradicional y manido de este tipo de thriller.

Lo que hace un buen reparto… y uno malo

Pero la apuesta dramática de Gracepoint no es lo único que se tambalea en la serie, cancelada después de una temporada. El reparto es igualmente responsable. En líneas generales, los actores seleccionados, sobre todo los principales, han dado sobradas muestras de su capacidad interpretativa en otros trabajos. Sin embargo, una historia como esta, con la carga emocional que conlleva y los conflictos personales que genera, exige otra cosa. No más, ni mejor; simplemente, otra cosa. Y eso es lo que no se consigue, al menos no siempre. Desde luego ni Tennant ni Anna Gunn (serie Breaking Bad) salen mal parados, aunque ambos parecen sometidos a personajes manidos, ya vistos en otras series (incluida la propia Broadchurch).

Quizá lo que menos encaja en el conjunto sea la pareja formada por Virginia Kull (serie Boardwalk Empire) y Michael Peña (Marte), a la sazón padres del pequeño asesinado. Ni su química en pantalla permite hacer creíble la familia formada, ni ellos mismos poseen las herramientas adecuadas para explotar al máximo estos roles. No quiero decir con esto que sean malos actores, sino simplemente que su elección tal vez no hay sido la más adecuada (o no han sido bien dirigidos, que también es posible). Las limitaciones dramáticas de Peña, unidas a la situación que vive su personaje, generan una suerte de contraste que no termina de encajar en el contexto, aunque es justo reconocer que a medida que sus secretos se desvelan adquiere algo, no mucho, de significado.

En realidad, el problema con el reparto está muy relacionado con el principal problema de la serie, que es la forma en que se desarrollan los acontecimientos. En todo momento da la sensación de que la historia debería ir por otros derroteros, abandonados en favor de una teórica necesidad de mantener el suspense en torno a esos tradicionales secundarios que sirven únicamente para distraer al espectador. Esto obliga a los protagonistas a actuar muchas veces en contra de su propia naturaleza, o al menos en contra de aquello que se les presupone. Y si añadimos el hecho de que la trama ofrece información que luego ignora durante la mayoría de los episodios, el resultado es una cierta frustración.

Frustración porque Gracepoint insinúa una muy buena historia detrás del tratamiento, que podría ser algo más de lo que finalmente es. La versión norteamericana de Broadchurch viene a confirmar que los remakes no pueden, en ningún caso, ser iguales que el original, mucho menos en su forma de contar la historia. Posiblemente sea por esto que la serie ha sido cancelada tras su primera temporada, mientras que el original británico ya va por su tercera entrega. Pero el problema no es solo el remake en sí. La ficción no trata como debería los pilares del género, llevando la historia por caminos que muchas veces no parecen ser los correctos. Y eso termina por convertir esta serie en algo convencional, tan correcto como intrascendente.

‘Olive Kitteridge’, reflexión humana a través de la vida de una mujer


Frances McDormand y Richard Jenkins forman el matrimonio protagonista de 'Olive Kitteridge'.A pesar del éxito y del renombre que están adquiriendo las series durante los últimos años, en la pequeña pantalla sigue habiendo un género que no se prodiga mucho entre las ficciones episódicas, y es el del drama en su vertiente más social, humana y personal. Sí, es cierto que muchas producciones tienen componentes dramáticos importantes, pero precisamente el diseño de las series, de largas temporadas que se suceden año tras año, tiende a disminuir el grado de intensidad y sustituirlo por otros elementos. Por eso cuando llega a la televisión algo como Olive Kitteridge se convierte en un soplo de aire fresco, sobre todo si posee el nivel de esta adaptación de la novela de Elizabeth Strout a cargo de Jane Anderson (Donde reside el amor).

Planteada como una miniserie de cuatro episodios de unos 60 minutos cada uno, la trama narra la vida de la mujer que da nombre a la serie a lo largo de unos 25 años y su relación con su bondadoso marido, su hijo y el pueblo en el que vive. Así planteada, esta serie dirigida por Lisa Cholodenko (Regreso al hogar) puede parecer extremadamente simple en su base, y hasta cierto punto lo es. Visualmente hablando, no ofrece grandes atractivos, salvo momentos muy concretos en los que la imaginación o la locura hacen acto de presencia. Y a pesar de todo, estamos ante una de las ficciones más interesantes desde un punto de vista narrativo y dramático. Evidentemente, esto es debido al tratamiento de la historia y a unos personajes simplemente únicos.

En efecto, la forma en que Olive Kitteridge aborda el paso del tiempo y el efecto que éste tiene en las relaciones humanas contrasta notablemente con el carácter pausado e intenso de su argumento. Por necesidades propias de la historia (se trata de condensar un cuarto de siglo en menos de cuatro horas), esta mini serie presenta saltos temporales notables que, lejos de generar confusión, hacen avanzar la historia de forma dinámica y muchas veces necesaria. Combinando sobreimpresiones y la naturaleza de las propias secuencias, el desarrollo transporta al espectador de época en época para mostrar la evolución de las relaciones humanas y cómo el comportamiento tiene consecuencias, sobre todo a largo plazo. Este trasfondo social, que está representado fundamentalmente en la protagonista interpretada por Frances McDormand (Moonrise kingdom) permite apreciar matices que, de otro modo, tal vez se difuminarían en una amalgama de historias, nombres y escenas.

Así, uno de los mejores activos de la producción es que centra su atención en el reducido mundo de la protagonista para explicar algo que va mucho más allá. Las relaciones que establece la señora Kitteridge son un reflejo, en el fondo, de las relaciones humanas, de los comportamientos sociales y familiares de los individuos, y de cómo estos determinan el ocaso de nuestras vidas. Resulta interesante comprobar cómo la mujer, cuyo carácter alejó a aquellos que quería a lo largo de su vida, termina por encontrar consuelo junto a otra personalidad similar por la mera necesidad de no dejar pasar los solitarios días en una casa vacía. Este final viene a confirmar el hecho de que las decisiones de nuestra vida influyen en la forma de vivir nuestra vejez.

Unos actores irrepetibles

Por supuesto, todo esto es posible gracias a un reparto espléndido. Desde la propia Olive Kitteridge, a la que da vida la mencionada McDormand (principal valedora de que esta mini serie haya visto la luz) hasta secundarios como Bill Murray (St. Vincent), quien aparece en el tramo final de la historia, todos los actores aúnan esfuerzos para elevar este drama a un nivel que, de otro modo, no habría conseguido nunca. Mención especial merece Richard Jenkins (Asalto al poder), cuya labor como el bondadoso marido que tolera todos los excesos verbales y salidas de tono de su esposa es brillante. Puede que no sea la actuación más llamativa de la serie, pero sin duda es la que desencadena prácticamente todos los acontecimientos. Su bondad y su atracción por su joven ayudante siembra una semilla que desencadena acontecimientos muchos años después. Y su amor es lo que lleva a la protagonista a comprender cuál ha sido su error a lo largo de los años, incluso aunque no haya margen para enmendarlo.

Evidentemente, McDormand es la auténtica estrella de la función. Su papel, arisco y poco dado a la alegría, supone todo un reto para cualquier actor, pues es de esos personajes situados en una delgada línea entre el exceso dramático y la parquedad sin sentido. Lograr la sutileza de las miradas y de los íntimos diálogos que se establecen en las primeras fases suele ser una tarea ardua que la actriz, en cambio, alcanza con solvencia. Gracias a esto logra provocar en el espectador una serie de emociones encontradas a medio camino entre el rechazo y el interés por una mujer insatisfecha con la vida que ella misma ha elegido y que, como queda patente al final, ha sido una buena vida. Quizá el mejor ejemplo de esto sea la relación con su hijo, turbulenta y marcada por el trauma. La forma en que esta evoluciona es una clara explicación de buena parte del trasfondo emocional de la serie.

El carácter de mini serie dota al conjunto, además, de un sentido mucho más concreto que obliga a la trama a hacer hincapié en los hechos más determinantes. Los conatos de infidelidad que se dan en la pareja; su difícil relación con su hijo; la forma en que la vida pone a cada uno en su sitio. El hecho de que sean cuatro episodios marca notablemente el desarrollo, pues obliga a prestar atención a una serie de personajes muy concretos, evitando así abrir tramas secundarias que no lleven a ningún lado. Esto permite, en definitiva, que la vida de la protagonista se convierta en esa representación de las relaciones sociales, en esa visión de las dificultades que viven las parejas y cómo eso determina su forma de afrontar lo que han construidos juntos. Una serie con más episodios, e incluso con más temporadas, no solo habría creado un exceso narrativo, de personajes y de tramas, sino que habría obligado a sobrecargar la historia con más dramas, lo que podría haber sido contraproducente.

Lo cierto es que Olive Kitteridge es una de esas mini series intensas emocionalmente hablando. Todo diálogo, toda mirada, toda situación está cargada de sentido, de intencionalidad. Su limitada duración y unos actores brillantes completan los tres pilares dramáticos de una producción muy recomendable y que permite aprender mucho en lo que a desarrollo se refiere. Puede que no tenga un atractivo visual demasiado alto, y desde luego habrá muchos espectadores a los que la vida de una mujer madura en un pequeño pueblo le diga más bien poco. Pero no hay que confundirse. Ni esta mujer madura es un estereotipo al uso ni su vida merece ser desdeñada. El personaje es único, y Frances McDormand lo convierte en algo casi exclusivo. Y aunque solo sea por eso, merece mucho la pena.

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