‘American Horror Story: Roanoke’, nuevo formato para una historia conocida


Los actores de 'American Horror Story: Roanoke' viven un infierno en la mansión.Es difícil que una serie como American Horror Story logre mantenerse durante tantas temporadas como uno de los productos más originales de la televisión. Primero porque la idea de que cada temporada sea una historia diferente tiene el riesgo inherente de perder la conexión con los espectadores. Y segundo porque es complicado encontrar historias que sean capaces de llenar tantos episodios. La prueba está, de hecho, en el irregular desarrollo de las temporadas. Por eso resulta un soplo de aire fresco esta sexta etapa, que bajo el título de Roanoke toma como referencia a la conocida como «Colonia perdida» para adentrarse en un subgénero de terror que hasta ahora no habían abordado Brad Falchuk y Ryan Murphy (serie Glee).

Desde luego, lo más original de esta temporada de 10 episodios es su formato. Narrado como una serie basada en hechos reales que utiliza los testimonios de las personas que vivieron la pesadilla, la ficción juega en diversos niveles dramáticos para introducir al espectador en una historia con visos de realidad. Este juego de la televisión dentro de la televisión tiene, evidentemente, su lado positivo y su lado negativo. Lo positivo es que a través de la dramatización de los hechos y la reacción de los presuntos personajes reales la historia tiene acceso a una serie de conflictos dramáticos vistos desde diferentes puntos de vista casi a tiempo real, como si de un reality show se tratara.

En el lado opuesto, es lógico pensar que, dado que los héroes de la historia relatan su propia odisea, sobreviven al final de la misma, lo que siempre resta dramatismo a lo que se muestra en pantalla. De ahí que, aunque el carácter dramático se intensifica, la tensión narrativa se diluye lentamente, dejando todo el espacio al terror y el gore propios de esta serie. Sin embargo, y a diferencia de otras temporadas, American Horror Story: Roanoke soluciona este problema de una forma aún más original si cabe. La propia temporada se divide en dos partes claras, siendo la segunda una suerte de continuación en la que personajes reales y los actores que les interpretan conviven en el mismo infierno que relataban en la primera parte.

Evidentemente, todo sale mal, y la muerte es la constante en cada personaje, pero independientemente de todo eso lo interesante radica en el modo en que Falchuk y Murphy aprovechan las debilidades dramáticas de su historia para darle una vuelta y convertirlas en motor de un argumento nuevo aunque similar. Por supuesto, esta segunda parte también tiene ciertas debilidades, entre ellas las motivaciones de algunos personajes, pero a pesar de todo esto permite ahondar en tramas personales mucho más profundas y que remiten a las relaciones entre madres e hijos, entre maridos y mujeres y, por qué no, entre el mundo del espectáculo y la vida real.

Carniceros, cerdos y locura

El cambio que sufre American Horror Story: Roanoke en su forma de narrar los acontecimientos es, sin duda, lo más llamativo de esta serie que ha tenido que recurrir a esta apuesta formal para evitar repetirse en sus conceptos más básicos. Y es que salvo esta idea, bien diseñada y elaborada, el resto de la temporada recupera pilares de temporadas anteriores, ya sea la locura, el canibalismo o los fantasmas. En realidad, en algunos momentos llega a repetir algo más que a los actores, recurriendo a situaciones que recuerdan poderosamente a las vividas en algunas de las mejores etapas de esta ficción. La pregunta que cabe hacerse es si esto es algo negativo en sí mismo.

Para gustos los colores, está claro, pero personalmente considero que la forma en que se integran estas ideas con la trama abordada en la serie y con el modo en que se cuenta hacen que sea algo novedoso, diferente y dinámico. La apuesta en la segunda parte de la serie por la cámara en mano al más puro estilo El proyecto de la bruja de Blair (1999) -por aquello de que transcurre en un bosque- es un acierto más que notable, tanto por el carácter realista que aporta al conjunto como por el dramatismo de ver las consecuencias de los asesinatos (sangre saltando por todas partes, rostros desencajados, etc.) antes incluso que el propio acto en sí. De este modo, la serie logra imprimir una fuerza visual muy poderosa a una historia que puede parecer menor, en algunos momentos incluso algo ilógica.

Con todo, es de justicia reconocer que el argumento es algo más que terror, y desde luego algo más que gore. Si la primera parte de la temporada puede resultar un tanto simplista, por aquello de que se sabe de antemano cómo va a terminar, la segunda adquiere un dramatismo mucho mayor, tanto por los conflictos que se generan entre personajes como por las reacciones ante unos acontecimientos que ya no son ficción a pesar de que, al principio, lo consideran parte del show. Estos componentes dramáticos dentro del contexto del horror, la violencia y la locura que definen a la serie es lo que la dotan de una mayor entidad, de una seriedad que se intuye en todo momento, pero que puede perderse de vista en los primeros episodios si se atiende únicamente al concepto de realidad ficcionada.

Por varios motivos, American Horror Story: Roanoke es una de las temporadas más originales de la serie. Personalmente creo que una de las mejores, pues a pesar de sus debilidades ofrece algo diferente, algo fresco, explorando esa vía de nuevo terror que nació con el nuevo siglo y que, hasta ahora, había estado vetada en esta producción. El hecho de que, además, se introduzcan conflictos personales en la historia, derivados muchos de ellos de las propias decisiones de los personajes, lleva la trama a un nivel diferente, más complejo o, por lo menos, más rico en matices. Desde luego, no es una temporada perfecta, pero junto a American Horror Story: Hotel es una de las que más recuerdan a aquella joya que fue la primera temporada.

‘Elementary’ se entrega a la comodidad del formato en la 3ª T


La tercera temporada de 'Elementary' confirma su comodidad narrativa.Hay producciones que, a pesar de sus debilidades, son capaces de mantenerse en el tiempo sin demasiados problemas. Y aunque esto debe aplicarse sobre todo a esas series interminables (ya sean de policías, médicos o abogados), también le ocurre a alguna que otra saga cinematográfica. El caso que nos ocupa, Elementary, es uno de los más llamativos. La producción creada por Robert Doherty (serie Médium) ha abandonado prácticamente todos los elementos que caracterizan a Sherlock Holmes para convertirlo en un investigador típico y tópico, similar al que puede encontrarse en series de factura casi idéntica. Y aún así, la tercera temporada demuestra que puede tener vida para largo.

Los 24 episodios de esta temporada confirman una idea que ya se pudo ver en la anterior etapa, y es que tantos episodios para este personaje se vuelven excesivos, en algunos casos incluso innecesarios. Es cierto que la introducción de nuevos personajes como el de Ophelia Lovibond (Guardianes de la galaxia) y la necesidad de explorar la nueva relación entre Holmes y Watson obligan a la trama a destinar sendos episodios a estos arcos dramáticos. Sin embargo, lo que podría perfectamente haberse integrado en una trama de temporada se resuelve en los primeros compases de forma simple, directa y rápida, lo que deja un vacío que no se resuelve hasta los últimos capítulos. Más bien hasta el último.

Hasta cierto punto, esto es un problema. Elementary demuestra una notable irregularidad a la hora de consolidarse dramáticamente. El arco narrativo de los protagonistas es, en esta tercera temporada, casi inexistente. Posiblemente el más elaborado sea el del personaje de Lucy Liu (El profesor), que se convierte en el mejor ejemplo de que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Incluso aunque el rol de Watson vuelva a la casilla de inicio, lo hace con un camino recorrido muy interesante, lo que a todas luces transforma el modo de ver al personaje. Pero más allá de ella, nadie modifica sus posiciones, al menos no de forma determinante. Solo Holmes, interpretado por un inspirado Jonny Lee Miller (Sombras tenebrosas), da un giro sumamente interesante en el último episodio, haciendo de gancho para la siguiente tanda de capítulos.

En esta nueva temporada ni siquiera existe un arco que de consistencia al desarrollo de los episodios, independientemente de que estén o no relacionados con la misma. Dicho de otro modo, en la primera temporada era Moriarty; en la segunda, el hermano de Sherlock. En la tercera, sin embargo, no hay nada, salvo tal vez algunas referencias a los acontecimientos de ambas etapas previas. Es por eso que buena parte de la temporada se convierta en un producto sin objetivo aparente, sin una identidad clara más allá de las extravagantes técnicas del protagonista. En cierto modo, el tradicional formato de la serie ha terminado por imponerse al personaje creado por Arthur Conan Doyle y a la original propuesta de ubicarlo en la Nueva York moderna.

La fórmula del éxito

Pero ahí está precisamente el secreto del éxito. Elementary ha sabido ofrecer al espectador aquello que busca en series similares, desde HouseEl mentalista. La fórmula de los casos policíacos, en los que se combina las particularidades del héroe, la tensión dramática entre la pareja de investigadores y el proceso de deducción que lleva al espectador de un sospechoso a otro es lo que aporta el éxito a esta ficción. Y en este sentido, hay que reconocerlo, la producción sale notablemente airosa, toda vez que ha identificado las necesidades de su público y ha sabido aportar un toque diferente a la estructura utilizada en todas las demás series.

Evidentemente, todo depende del cristal con el que se mire. Si lo que se busca es una serie ligera, que sitúa a un excéntrico personaje en un contexto cuanto menos particular, entonces la producción de Doherty colma las expectativas con solvencia. En este sentido, la serie es dinámica, con varios puntos a su favor y con una estructura de relaciones dramáticas entre los personajes bien consolidada, que es capaz de beber de los acontecimientos pasados y que sabe cómo utilizarlos en su propio beneficio.

Ahora bien, si lo que se busca es una aproximación algo más compleja al personaje, entonces lo que tenemos es un producto débil, sin el carisma necesario para estar a la altura del personaje literario, y no digamos ya a la de otras versiones realizadas recientemente. No quiero decir con esto que los actores no sean capaces de transmitir las complejidades de sus personajes, al contrario. Considero que hacen un trabajo notable. El problema es la propia definición de dichos roles, que ha terminado por diluirse en la comodidad de las estructuras dramáticas pre establecidas y en los tópicos de este tipo de producciones.

Así, la tercera temporada de Elementary confirma lo que ya pudo verse en la anterior, y es una importante falta de cohesión en la trama. La necesidad de temporadas tan largas hace que la serie cuente con muchos episodios que no aportan demasiado, ni a los personajes ni a la propia historia general. Solo el arco dramático de Joan Watson y el giro argumental final en torno a Sherlock Holmes parecen arrojar algo de luz a una serie cada vez más entregada a la comodidad de lo ya conocido. Un poco más de osadía permitiría a la ficción explorar nuevos caminos, como parece que ha querido hacer en esta temporada con la nueva pupila de Holmes. Pero de nuevo, el formato se ha impuesto al contenido. De nuevo, la comodidad ha ganado a la valentía.

2ª T de ‘True detective’, historia más compleja en formato más clásico


Colin Farrell, Taylor Kitsch y Rachel McAdams protagonizan la segunda temporada de 'True Detective'.Más tradicional en su forma pero más compleja en su contenido. Ése es, a grandes rasgos, el resumen más aproximado que se me ocurre de la segunda temporada de True detective, la serie creada por Nic Pizzolatto (cuya experiencia previa eran un par de episodios de The killing) que aborda un nuevo caso con nuevos personajes en estos segundos 8 episodios. Habrá quien quiera compararla con esa joya del cine (y digo cine, no televisión) que es la primera parte, pero lo cierto es que sería como querer comparar El silencio de los corderos (1991) y Seven (1995). La verdad es que las comparaciones siempre son odiosas, y en el caso que nos ocupa muy, muy injustas.

Porque esta nueva trama, tan contemplativa, preciosista y fatalista como la primera, es en sí misma una auténtica obra de arte. Partiendo de la base de que es una historia sobre perdedores, sobre hombres y mujeres abocados a un futuro inexistente en el que el dolor, la muerte y la traición marcan un destino inevitable, esta temporada presenta unos engranajes extremadamente elaborados, con sutilezas que exigen del espectador algo más que sentarse delante de una pantalla y con una complejidad dramática notablemente alta. Basten como ejemplos los roles de Colin Farrell (La señorita Julia), quien vuelve a demostrar la amplia variedad de recursos que tiene, o Rachel McAdams (El hombre más buscado), sin duda uno de los grandes aciertos de la serie. Ambos representan, cada uno a su modo, el alto nivel psicológico y emocional que alcanzan los personajes.

Y hablando de personajes, la segunda temporada de True detective es, ante todo, una historia de personajes. Si la primera etapa utilizaba los saltos temporales para narrar una historia a lo largo de décadas, esta recurre a los atormentados protagonistas para hilvanar una trama que termina por unir el pasado, el presente y el futuro de absolutamente todos los personajes, incluso cuando no parecen tener relación ninguna. Y posiblemente lo más atractivo del conjunto es que no recurre a innovaciones formales, sino que se limita a construir una compleja historia a través de los impactos que tienen las decisiones en la vida del individuo, y cómo éstas definen lo que terminamos siendo. Una brillantez dramática que hipnotiza por sí sola y que engancha gracias a los giros dramáticos que se producen a lo largo del desarrollo.

Ahora bien, y dado que estamos hablando de los personajes, no es oro todo lo que reluce. Uno de los talones de Aquiles de estos 8 capítulos es Vince Vaughn (Los becarios), cuyo rol de mafioso traicionado y con un sentido de la moral muy concreto no colma las expectativas oportunas. No quiere esto decir que sea un mal personaje, ni siquiera que esté mal interpretado, pero desde luego no logra las cotas de complejidad que sí tiene, por ejemplo, el trío protagonista. Posiblemente se deba a las limitaciones del propio Vaughn, quien de este modo buscaba un vehículo para demostrar que sabe hacer algo más que comedia. Con todo, el final de su arco dramático lima muchas de las asperezas, ofreciendo una conclusión bella, simbólica y tremendamente emotiva.

Entre acción y reflexión

Si alguien quiere buscar un nexo de unión entre las dos temporadas de True detective, desde luego no lo encontrará en la historia o en la narrativa. Más bien, lo que une historias tan diferentes es la capacidad de Pizzolatto para combinar acción y psicología, dinamismo y reflexión. La segunda temporada, desde luego, hace gala de un contenido profundo, notablemente elaborado y con una exigencia cultural muy alta. El carácter trágico de los protagonistas aporta al conjunto una sensación casi derrotista, como la de un hombre obligado a destrozar una pared con los puños antes de perder las manos para siempre. Hombres y mujeres buenos marcados por un pasado equivocado, en el que los errores no perdonan y en el que los tormentos del rechazo de uno mismo termina por convertir en tragedia lo que podría haber sido un porvenir dichoso.

Pero al mismo tiempo, estos episodios dejan momentos de auténtica tensión, sobre todo el tiroteo en plena calle que termina con más muertos que vivos en todos los frentes, incluyendo varios inocentes. Es posiblemente el gran punto de inflexión de la trama, y desde luego uno de los mejores momentos de la temporada. Pero no es la única. El final de varios personajes es un auténtico tour de forcé en el que se ven abocados a una guerra personal contra fuerzas que tardan demasiado en comprender, lo que aporta a las secuencias de acción un carácter aún más dramático del que tienen de por sí. Posiblemente el único que no encaje demasiado, entre otras cosas porque está un poco forzado dentro de la trama, es el de Taylor Kitsch (El único superviviente), aunque entra dentro de las necesidades dramáticas del guión.

Es cierto, por tanto, que la trama es compleja, tal vez demasiado. Tiene muchas ramificaciones, muchas líneas secundarias de desarrollo que pueden generar algo de confusión. Pero al igual que ocurría con la primera temporada, lo importante no es tanto el viaje (que personalmente es sobresaliente) como las conclusiones que deja. Y en este sentido, con un repaso de todos los detalles de la historia, de cómo lo que ocurre en una trama influye en otra de forma incuestionable para terminar por unirse años después, la conclusión a la que se llega es que estamos ante uno de los productos más interesantes que existen en la televisión. Se ha acusado a Pizzolatto de diálogos que no llevan a ninguna parte, de trama excesivamente compleja y de verborrea incesante. Bueno, eso existió desde el principio y nadie criticó a Matthew McConaughey (Interstellar).

El problema que arrastra la segunda temporada de True detective, y que no es suyo por suerte o por desgracia, es la constante comparación con la primera historia. Lo que supusieron aquella narrativa y el personaje de McConaughey (no nos engañemos, es una obra maestra) hace sombra a cualquier cosa, incluso a una genialidad como estos 8 episodios. ¿Historia más compleja? Por supuesto, pero ahí está su gran atractivo. La forma en que su creador es capaz de aunar a todos los personajes en un caso policial que supone una revisión de sus pecados es simplemente brillante. Que guste más o menos es una cosa, pero siempre y cuando no salga a colación lo magnífica que fue la primera. Repito, querer compararlas es un trabajo fútil. Lo cierto es que la serie es una de las obras más interesantes, complejas y estimulantes de la televisión actual.

1ª T de ‘Mozart in the jungle’, malabares cómicos en diferente formato


Gael García Bernal protagoniza la primera temporada de 'Mozart in the jungle'.Se suele decir que la televisión moderna está permitiendo una originalidad que ya no existe en cine. Que la variedad de historias, géneros y tratamientos en pantalla pequeña es inversamente proporcional a la saturación de secuelas, remakes y adaptaciones de la pantalla grande. Y aunque las producciones tienden a centrarse en policías, abogados o médicos, sí es cierto que existen propuestas diferentes, frescas y muy gratificantes. Una de ellas es Mozart in the jungle, ficción creada por Roman Coppola, productor de En la carretera (2012), Jason Schwartzman (Big eyes) y Alex Timbers, cuya acción sigue a un excéntrico director de orquesta y a una joven oboísta que busca su oportunidad para demostrar su talento. Su primera temporada, de tan solo 10 episodios, es el mejor ejemplo de que se puede hacer otro tipo de televisión.

Y es que esta comedia ambientada en el mundo de la música es de todo menos convencional. Alejada del tradicional formato de una sitcom, la serie compone un interesante fresco sobre los egos de los artistas, sobre sus inseguridades y sus anhelos, y sobre todo el modo en que se enfrentan a ellos. Evidentemente, el peso del relato recae sobre los hombros de su principal estrella, Gael García Bernal (Un pedacito de cielo), quien compone un personaje brillante a medio camino entre el genio loco y el profesional entregado a un trabajo que le apasiona. Más bien, y ese es uno de los atractivos de la ficción, el rol evoluciona de un extremo a otro de forma orgánica y natural, influenciado no solo por el resto de personajes y sus particulares historias sino también por su propia conciencia de que su futuro depende de un concierto que, como es de esperar, se produce en el último episodio de la temporada (y que abordaremos más adelante).

El otro gran atractivo de Mozart in the jungle lo representa Lola Kirke (Perdida), la joven oboísta. Sin embargo, en este caso el éxito no se basa tanto en el personaje, ciertamente arquetípico y poco desarrollado, como en su función dentro de la estructura dramática general. En efecto, su rol como vehículo para introducir al espectador en el mundo de la música clásica y las orquestas se convierte en piedra angular de los histrionismos, las obsesiones y los rituales de músicos y maestros. Es a través de sus ojos que se puede llegar a comprender el papel que juega cada músico en el funcionamiento general de una orquesta, y que muchas veces va más allá de la propia música. Por ello, la inocencia e incluso una cierta falta de carisma y determinación en el personaje funcionan tan bien. E igualmente por eso es necesario que el rol evolucione durante la segunda temporada, prevista para el próximo 2016.

Puede parecer a simple vista que esta primera temporada no termina de explotar algunos de sus elementos más interesantes, como puede ser la tensión que puede palparse entre algunos miembros de la orquesta o los conflictos subyacentes que luchan por aparecer entre el personaje de Bernal y los propietarios de la orquesta. Y hasta cierto punto es verdad. Empero, es fundamental señalar que en realidad estas tramas son secundarias, ayudando a conformar un panorama que roza el absurdo y en el que la música termina por imponerse a intereses personales. Dada la corta duración de los episodios y la ajustada duración de la propia temporada, la forma en que las pinceladas de estas historias complementarias nutren el conjunto es notable, ofreciendo un fresco complejo y mucho más interesante que las propias dudas del protagonista o los ensayos de la orquesta.

Un mundo desconocido

En realidad, lo que busca Mozart in the jungle es explorar en clave irónica el funcionamiento interno de la música, la otra cara de un arte con el que los asistentes a un concierto se maravillan. Y es en este mundo desconocido donde triunfa. Como señala el propio título de la serie (‘Mozart en la jungla’), estos 10 episodios recogen un desarrollo dramático de un genio en medio de un entorno que le resulta hostil, en el que se ve obligado a cambiar muchas de sus genialidades (léase excentricidades) por un trabajo más profesional, más atado a unas normas y convenciones determinadas por los propietarios de la orquesta. Ese contraste entre mundos, que como ya hemos dicho tiene su representación en la evolución del protagonista, genera la base cómica y dramática de la serie.

Desde luego, no es una producción que busque la carcajada. Es más, posiblemente no logre en ningún momento tal efecto. Sin embargo, la sonrisa no desaparece nunca, y algunos de los diálogos son simplemente brillantes, capaces ellos solos de potenciar algunas secuencias ya de por sí brillantes. La máxima expresión de esto es el concierto que ocupa buena parte del metraje del último episodio. Planteado como un clímax largamente esperado, el giro argumental que se produce en medio de la secuencia (giro lógico y hasta cierto punto esperado) convierte a ese final en una suerte de anti clímax, en un final seccionado en dos que logra aunar en un único concepto las diferentes tramas que parecían no tener un final en esta temporada. Gracias a ello, la serie se permite la licencia de una conclusión amable que saca a la luz algunas ideas sutilmente planteadas a lo largo de la temporada.

En realidad, ese concierto final es el resumen perfecto del sentido general de esta ficción. La genialidad de la música y de todo lo que tiene que ver con ella se opone a los conceptos narrativos más dramáticos y menos musicales. Una dualidad que, aunque debería estar en equilibrio, está más bien inclinada hacia el peso que tiene el mundo de la orquesta. Dicho de otro modo, la serie posee una notable descompensación entre su parte más musical y su parte más dramática. Y dicho de otro modo todavía más concreto, la serie gana interés cuando se centra en el personaje de Bernal, perdiendo más carisma cuando trata de ahondar en la vida privada del rol de Kirke. Posiblemente ello se deba a la falta de atractivo del personaje femenino, pero también influye el hecho de que el maestro Rodrigo es un ciclón que arrasa con todo incluso cuando pierde algo de su fuerza.

Pero a pesar de ciertas irregularidades que pueden corregirse sin demasiada dificultad, Mozart in the jungle es un producto fresco, dinámico y diferente, capaz de ofrecer algo más al espectador que el clásico formato de la comedia, ya sea en una sitcom o combinada con tramas policíacas, de abogados o familiares. Su primera temporada pone de manifiesto que una trama relativamente sencilla adquiere mucho interés con unos personajes complejos y algo extravagantes. Y si su evolución es tan evidente como la del protagonista, el interés aumenta exponencialmente. Una serie recomendable que no busca una risa fácil, sino la ironía sutil que permita al espectador pensar al tiempo que se divierte. Lograr el equilibrio en esta tarea es complicado, pero esta serie se queda muy cerca.

‘Person of interest’ lleva a sus personajes al límite en la 4ª T


Los protagonistas de 'Person of interest' serán puestos a prueba en la cuarta temporada.Es muy interesante lo que está logrando Jonathan Nolan, guionista de Interstellar (2014), con Person of interest. Lo que comenzó siendo un thriller con dosis de ciencia ficción en clave policíaca ha terminado siendo, en su cuarta temporada, una especie de intriga sobre una guerra entre dos inteligencias artificiales en la que los humanos, a medio camino entre meros peones y recursos valiosos, son los soldados. Pero lo interesante no es tanto su evolución, algo que se intuía ya a lo largo de la tercera temporada, como la capacidad de los guionistas para desarrollar en 22 episodios lo que muchos otros solventan, como mucho en media temporada.

Y es que esta última entrega de la serie protagonizada por Jim Caviezel (Plan de escape) y Michael Emerson (serie Perdidos) ha sido capaz de narrar el conflicto entre héroes y villanos sin que exista un resultado satisfactorio. La verdad es que pocos creadores tienen la valentía de situar a sus personajes en situaciones cada vez más complejas y más difíciles emocionalmente hablando. Con una integración de cada trama episódica en la guerra general que se desarrolla en la historia, esta cuarta temporada es un claro reflejo de que no importa quien gana los combates, sino quien gana la guerra. Y es ahí donde los personajes protagonistas se ven desbordados por un contexto más grande y más omnipotente que ellos. En este sentido, el desarrollo dramático de la serie es un constante giro argumental que cierra el círculo sobre un conflicto cuya resolución, lejos de resolver ciertas dudas, plantea nuevos y enigmáticos retos.

Con todo, y a pesar del constante caminar hacia delante de Person of interest, esta cuarta temporada no logra colmar las expectativas creadas por la tercera. No quiere eso decir que sea una mala temporada, más bien confirma que la anterior etapa fue, con diferencia, la mejor que ha ofrecido esta ficción. Tal vez sea por el delicado equilibrio entre la estructura clásica (los números que salen, el crimen que hay que investigar, la víctima a la que proteger) y la nueva (centrada en el conflicto y con un diseño basado en temporadas, no en episodios aislados). Tal vez sea que los giros argumentales no resultan tan relevantes. Personalmente me inclino por lo primero, entre otras cosas porque la temporada, y esto es algo que queda patente en sus últimos episodios, pide a gritos una trama centrada en el conflicto entre las máquinas que tenga un desarrollo más largo.

Pero sea como fuere, lo que está claro es que ha sabido reinventarse a sí misma y, lo más importante, ha abierto toda una interesante línea dramática para la próxima tanda de episodios. Y es que cada vez es más complicado encontrar producciones que sean capaces de cambiar de aires y no mueran en el intento (o no lo hagan mediante el sistema deus ex machina). El cambio de sede de los protagonistas, la incorporación de nuevos personajes, la desaparición de muchos otros y, sobre todo, los efectos que el pasado tiene sobre los personajes son algunas muestras de que Nolan maneja los tiempos dramáticos como pocos guionistas, lo que le ha permitido construir todo un mundo orgánico que evoluciona y en el que las historias pueden finalizar coherentemente. Baste señalar, sin ir más lejos, el modo en que se ha concluido la trama secundaria protagonizada por Enrico Colantoni (Contagio), el capo de la mafia enfrentado a una nueva y amenazadora banda. Su historia, poco integrada en el resto, se estaba convirtiendo en un lastre para el desarrollo a pesar de ser un buen complemento. Su ausencia en los próximos episodios ofrece nuevas posibilidades.

Nuevos enemigo, nuevos formatos

La consolidación de Samaritano como el enemigo a derrotar ha dotado a Person of interest de nuevos aires. Ya se intuía al final de la anterior temporada, y desde luego estos 22 capítulos han demostrado que los protagonistas pueden ser puestos a prueba hasta la extenuación sin llegar a resultar ridículo o repetitivo. En buena medida eso es gracias a que la presencia de un único enemigo y el abandono, hasta cierto punto, del tradicional formato de los números que canta la máquina ha permitido a la serie explorar nuevas formas narrativas, nuevos formatos que enriquezcan el conjunto y generen renovadas expectativas.

Más allá de la inclusión en muchos episodios de pinceladas que permiten hacer avanzar a la trama por el arco dramático general de la historia, lo interesante cabe encontrarlo en la exploración que se hace del pasado de los protagonistas, sobre todo del estoico rol de Caviezel (quien por cierto ha sabido dar a su papel un toque de humor negro hasta ahora desconocido). En este sentido, el capítulo 20 es revelador, tanto por la arquitectura dramática de su guión como por las revelaciones que conlleva, y que revelan casi por primera vez el lado más humano de un personaje que, como se menciona en la serie, parece Superman. Es sin duda uno de los mejores episodios, pero es también una muestra de lo que es capaz de ofrecer la serie más allá de la resolución de los casos policiales o de los crímenes que todavía no se han cometido.

Claro que lo más interesante sigue siendo la evolución de la guerra entre Samaritano y la máquina. El punto de inflexión que supone la desaparición del personaje de Sarah Shahi (Una bala en la cabeza) podría equipararse a lo que ocurrió en la tercera entrega con el rol de Taraji P. Henson (En qué piensan los hombres), aunque sin el impacto dramático que esta tuvo. Sin embargo, y dado que se enmarca en el conflicto, sus consecuencias son igualmente determinantes, sobre todo con la resolución propuesta por los creadores. Habrá que esperar a la siguiente temporada para comprobar si a todo este desarrollo le sigue una conclusión adecuada. Pero sobre todo, esta guerra ha permitido también resolver algunas de la líneas abiertas en la segunda temporada y que habían logrado mantenerse hasta ahora, como la relación entre la máquina y su creador, o los conflictos entre algunos protagonistas.

Todo esto convierte a la cuarta temporada de Person of interest en una especie de transición hacia un futuro mejor para sus protagonistas. Esto no debe entenderse como una irregularidad en el tono general de la serie, sino más bien como una necesidad ante el gigante dramático que se había creado. Existían demasiadas tramas secundarias, demasiados personajes cuyos arcos dramáticos no habían sido concluidos. Estos episodios han servido para atar varios cabos sueltos, pero también para desarrollar la trama principal y llevarla a un nuevo terreno en el que el combate es decididamente abierto. El dramático final, con los héroes salvando a la máquina entre una lluvia de balas, es el resumen perfecto para una temporada que ha arrinconado a sus propios personajes. Por el bien de la serie, esperemos que su lucha siga en la próxima temporada.

La descomposición temporal de ‘Pulp Fiction’, sello de Tarantino


John Travolta y Samuel L. Jackson, asesinos en 'Pulp Fiction'.Si se analiza el conjunto de la producción cinematográfica, ya sea a nivel histórico o en un plano temporal más concreto, el denominador común es la existencia de una línea narrativa acorde al desarrollo de los acontecimientos. Es decir, que un suceso o una acción implican necesariamente una consecuencia que se produce después y que, a su vez, provoca una nueva serie de sucesos y acciones. La década de los 90 del siglo XX sirvió, en este sentido, para romper con esa tradición y proponer nuevas vías de expresión, nuevas formas narrativas que supusieran una alternativa para determinadas historias que, casualidad o no, mejoraron notablemente respecto a una narrativa «tradicional». Puede que el caso más llamativo sea el de Memento (2000), film de Christopher Nolan (El caballero oscuro: La leyenda renace) cuyo atractivo desaparece si se elimina esa ruptura temporal. Pero sin duda el más influyente, y el que ha marcado a generaciones venideras de aficionados y cineastas, es Pulp Fiction, segunda película de Quentin Tarantino (Django desencadenado) como director que supuso toda una revolución audiovisual.

Sí, la película de 1994 ha generado desde entonces toda una avalancha de referencias culturales en muchos ámbitos, desde el vestuario hasta la música, pasando por algunos diálogos sencillamente magistrales y secuencias que son imposibles de olvidar. Todo aderezado con abundantes dosis de sangre, violencia, drogas y palabras malsonantes. Con todo y con eso, si lo único con lo que contara el film fuera eso no se habría convertido en un clásico casi de forma automática. Ese tipo de aspectos, incluyendo la recuperación de actores como John Travolta (Grease), pueden encontrarse en muchos otros relatos de similares características. Es más, otro de los directores «violentos» del moderno Hollywood es Robert Rodríguez, cuyo Desperado (1995) es incluso más violento si cabe.

En realidad, lo más atractivo de Pulp Fiction es esa descomposición temporal que se menciona en el título y a la que hacíamos referencia al comienzo. Descomposición o, si se prefiere, desorden de la línea temporal coherente de la trama. Una práctica que adquirió cotas casi inimaginables en el díptico Kill Bill (2003 y 2004), y que aquí, a diferencia de la película de Nolan, engrandece una historia ya de por sí atractiva. Gracias a la maestría de Tarantino desde el guión hasta el montaje, el film juega con el espectador como si de un puzzle se tratara, instándole a rellenar los huecos que faltan antes y después de los fragmentos que se muestran tomando como referencia pequeños detalles como el vestuario, el atrezzo o el maquillaje.

Un juego que se revela sumamente enriquecedor por cuanto tiene de intrigante. El director demuestra así que la intriga y el suspense no se logran solo, como decía Alfred Hitchcock (Con la muerte en los talones), dando al espectador información que el personaje no tiene, sino situando al espectador en medio de una secuencia sin tener una idea clara sobre la conexión entre lo que ve y lo que ha visto unos minutos antes. Este desorden, que a muchos puede resultarles engorroso e incluso poco cinematográfico, termina siendo una parte esencial de una historia que ya de por sí contiene alicientes suficientes para ser interesante, pero que mejora notablemente hasta convertirse en única.

Un formato para varias historias

Especificar una trama argumental para esta película puede ser algo complicado, no tanto por esa deslabazada línea temporal, sino por la cantidad de personajes que se dan cita a lo largo de sus dos horas y media. Personajes, por cierto, interpretados por una batería de actores que llega a marear. En líneas generales, es fácil encontrar a los protagonistas, que no son otros que el mencionado Travolta y un Samuel L. Jackson (Los Vengadores) que dio el salto a la fama con su papel de asesino decidido a abrazar la religión. Pero a partir de ahí se dan cita numerosos personajes, a cada cual más surrealista, que cuenta con su dosis de protagonismo en la cinta.

¿Cómo abordar tantas historias personales? ¿Cómo realizar de forma coherente una historia donde a los protagonistas deja de prestárseles atención durante buena parte del metraje? La respuesta está en ese extraño y al mismo tiempo solvente formato de historias cortas y entremezcladas capaz de hacernos olvidar, por un momento, la trama anterior. El manejo de los tiempos narrativos por parte de Tarantino es tan eficaz, tan milimétrico, que cada una de esas historias, aun siendo autoconclusivas y, en teoría, individuales, poseen un grado de conexión con las demás que las convierten en parte de una trama mayor.

Conexión que viene dada, como hemos dicho antes, por el vestuario, por los escenarios o por determinadas referencias a personajes. Pero también por acciones que transcurren en el segundo término de los planos, o por hechos que en otro contexto podrían entenderse como casi anecdóticos, palabra esta que no debería existir en un guión, pero que lamentablemente muchas veces se ve en la gran y pequeña pantalla. Todo ello permite, al final, la plena comprensión de la historia, del pasado y el futuro de los personajes, y de las consecuencias que tienen las decisiones tomadas.

Claro que dicha desestructuración temporal de la narración también provoca situaciones curiosas. Pulp Fiction es un film cíclico que termina con la misma secuencia con la que empezó, o más bien con la continuación de esta. Una continuación que cuenta con la presencia de un personaje cuya muerte se ve en pantalla unos minutos antes. Incluso en esto se aprecia la mano de Tarantino, ofreciendo el último reto al espectador. La obra supone, pues, todo un hito narrativo. Gracias a su mitología, a sus ingeniosos diálogos y a su puesta en escena ha sido capaz de trascender en la cultura popular; gracias a la originalidad conceptual de su estructura temporal, ha trascendido en la historia del cine hasta convertirse en un referente identificativo del «estilo Tarantino».

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