‘Asteroid City’: el teatro a todo color


Jason Schwartzman y Tom Hanks en 'Asteroid city'

Las películas de Wes Anderson (El gran hotel Budapest) se han convertido en muy poco tiempo en un desafío para el espectador. No solo por su inteligencia, su ironía y su definido lenguaje narrativo, sino por la cantidad de actores y actrices que participan en ellas. Su última obra representa lo mejor de su cine, y lo hace además con una propuesta visualmente fascinante.

Como historia , Asteroid City no es necesariamente una gran obra. Ahora bien, lo realmente interesante del film está en cómo se narra esa historia. El director opta por combinar formatos, tratamientos y tamaños de fotograma para situar al espectador en todo momento en la dualidad de dos universos diferentes: el real y el de la obra de teatro que se representa. Y no es casualidad que el «mundo real» sea en blanco y negro con un formato 4:3, y el «mundo teatral» sea a todo color y panorámico. Dos diseños casi opuestos en los que el director se mueve como pez en el agua dejando algunos planos brillantes y que se graban para siempre en la retina gracias a la característica planificación a la que ya nos tiene habituados, y que en este desierto se potencia gracias a unos decorados tan minimalistas como originales.

Y luego está lo del reparto. Sinceramente, poco se puede decir de la lista interminable de actores que aparecen en la cinta, más allá de que todos y cada uno de ellos disfruta como pocas veces se ve en pantalla de unos personajes que, debido al alto número que hay, están presentes apenas unos minutos en imagen. El compromiso es lo que permite que, aunque sea un momento, sus interpretaciones se recuerden con claridad. Anderson aprovecha esto para poner en marcha una surrealista historia de un grupo de hombres y mujeres perdidos en sus propias vidas y cómo la presencia de un alien trastoca por completo su estancia en un lugar de paso. La frialdad de todos los personajes aporta, además, ese toque irónico a algunos momentos que solo tienen sentido en el mundo Anderson.

Con Asteroid City, Wes Anderson recupera lo mejor de su cine, estableciendo además un lenguaje entre dos mundos cuyos personajes, en más de una ocasión, dan el salto de uno a otro para desarrollar una comunicación interna entre la vida real y la imaginada. De este modo, el espectador asiste a un espectáculo visual único, fresco, cargado de ironía y humor negro que juega en todo momento con la idea de estar ante una representación teatral de la vida misma, o de una vida que se asemeja sospechosamente al teatro. Sea como fuere, si en La Crónica Francesa realizaba su particular homenaje al periodismo, aquí la representación teatral es el epicentro de la trama. Evidentemente, no es para todos los gustos, pero es Anderson en estado puro.

Nota: 8/10

‘Big Eyes’: la cara bonita del lado corrupto del arte


Amy Adams, Krysten Ritter y Christoph Waltz en un momento de 'Big Eyes', de Tim Burton.Me imagino que aquellos que no sigan de cerca la carrera de Tim Burton solo conocerán sus más famosas cintas de fantasía y ciencia ficción. Sin embargo, el director de Eduardo Manostijeras (1990) o La novia cadáver (2005) tiene en su haber algunas cintas que poco o nada tienen que ver con la fantasía, como es el caso de su última historia. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que su particular visión del mundo quede anulada. Una de las genialidades del director es, sin lugar a dudas, su capacidad de dotar de plasticidad y color a las historias más oscuras y dramáticas, generando un interesante contraste entre realidad y ficción que termina por fascinar.

Bajo este prisma Big eyes adquiere su máxima expresión. La película protagonizada impecablemente por Christoph Waltz (Malditos bastardos) y Amy Adams (La duda) es un viaje por el lado más sombrío de las personalidad humana, capaz de anular la voluntad de sus semejantes y destruir sus señas de identidad. La tormentosa relación del matrimonio Keane adquiere, casi sin quererlo, unos tintes tan dramáticos como los cuadros pintados por la mujer y adoptados por el marido. La forma en que él introduce en su mundo de mentiras y engaños a una esposa ingenua y culpable por no oposición es tan sutil que casi pasa desapercibido, pero que adquiere notable presencia una vez se reflexiona sobre ello.

Tal vez el mayor problema del conjunto resida, precisamente, en la maestría de Burton para convertir esta historia sobre el lado corrupto del arte en una pintura en sí misma. El colorido, la plasticidad y la planificación crean un marco que desvía la atención del verdadero drama vivido en el seno familiar. Se crea así una sensación de estar ante una historia tan falsa como el farsante protagonista, pero con un corazón tan intenso como el de la verdadera artista. Esa capacidad de plasmar en imágenes la esencia de la película es lo que realmente queda una vez se encienden las luces, y es lo que convierte a esta obra en un notable ejercicio audiovisual con una sólida base narrativa.

Eso no quiere decir que Big eyes no tenga puntos débiles. El guión adolece de una cierta falta de consistencia en algunas historias secundarias, algo motivado por la necesidad de centrar su atención en la relación de la pareja protagonista. Pero al final esas debilidades quedan eclipsadas, en cierto modo, por la fuerza del desarrollo dramático principal y por la vorágine creada alrededor de las pinturas de niños de ojos grandes. Una película, en definitiva, que visualmente transmite algo que realmente no es, más o menos como hace el personaje de Waltz en la pantalla. O lo que es lo mismo, una película que cuenta su historia con un subtexto audiovisual que enriquece el mero mensaje dialogado. Una película que tal vez no sea una obra de arte, pero que puede consumirse como los cuadros a los que hace referencia.

Nota: 7/10

Tráiler de ‘Big Eyes’: Burton vuelve al realismo 20 años después


Christoph Waltz y Amy Adams protagonizan lo nuevo de Tim Burton, 'Big Eyes'.Que Tim Burton estrene una nueva película después de dos años (lo último que pudimos ver de él fue Frankenweenie) siempre es una buena noticia. Y si lo hace aplicando su particular visión del mundo a una historia real la expectación es máxima. Han tenido que pasar 20 años para que este padre del fantástico se involucre en una película un tanto alejada de sus mundos de fantasía, pero la espera, al menos a tenor de lo que muestra el primer avance publicado hace un par de días, ha merecido la pena. Bajo el título Big Eyes, Burton aborda algo tan aparentemente ajeno a él como la relación de pareja de Margaret y Walter Keane, la primera autora material de los cuadros con niñas de ojos enormes y el segundo el encargado de llevarse los méritos en una sociedad que no aceptaba demasiado bien a las mujeres artistas.

De la frase anterior hay que destacar la palabra «aparentemente». Porque aunque a primera vista el tráiler que encontraréis al final de este texto deja claro que la historia no tiene visos fantásticos (salvo algunos planos muy concretos), la mano de Burton se puede apreciar casi desde el primer plano. El director de Sleepy Hollow (1999) convierte este drama que, en principio, no posee grandes retos narrativos, en una fantasía realista salpicada por esos extraños e hipnóticos cuadros de enormes ojos y espacios atemporales. Aunque pueda parecer anecdótico, la presencia de los cuadros ya anticipa en estas imágenes en movimiento buena parte de la magia con la que el realizador impregna todo lo que hace, sea del género que sea y tenga el carácter que tenga.

Otra de las pistas que deja el tráiler es el uso del color. A lo largo de estos primeros planos que podemos ver Burton da al conjunto una cierta sensación pictórica, como si todo transcurriese dentro de un cuadro. Los encuadres de la calle con el mercadillo, la iluminación de la casa de los protagonistas o, simplemente, la imagen que acompaña a este texto dan una idea de lo que puede esperarse de esta nueva obra que, al menos en este apartado, recuerda a Big fish (2003). Dicha plasticidad convierte el argumento casi en un cuento, potenciando tanto las obras que pinta la protagonista como a los propios protagonistas en sí. Si a eso se suma una planificación que, en varios momentos, es poco académica, es imposible no pensar en la marca de su director. Todo ello, hay que recordar, para abordar una historia real y dramática. Y hablando de protagonistas, uno de los puntos más fuertes de la película es, sin lugar a dudas, su reparto.

Amy Adams (El hombre de acero) y Christoph Waltz (Malditos bastardos) dan vida al matrimonio protagonista, y si hubiese que valorar en función de lo poco que se ve en el tráiler, lo hacen de forma espléndida. Pero no son ellos los únicos que destacan. Danny Huston (serie American Horror Story: Coven), Krysten Ritter (serie Apartamento 23), Jason Schwartzman (El gran hotel Budapest) y Terence Stamp (Destino oculto) son algunos de los rostros que se pueden ver en este primer avance que tenéis a continuación. Big Eyes tiene previsto su estreno el 25 de diciembre.

‘Utopía’ usa su segunda temporada para una transición dramática


Los planes para acabar con la raza humana siguen en la segunda temporada de 'Utopía'.Hacer una serie de televisión podría compararse con rodar una saga cinematográfica que se estrena año tras año. Cada temporada, al igual que cada película, debe ofrecer al espectador nuevos retos para los personajes, algo que les haga evolucionar o, al menos, les permita mostrar aspectos desconocidos de su personalidad. Es por eso que la segunda temporada de Utopía es algo irregular. Sobre todo con el excepcional estreno que tuvo con sus primeros seis episodios. No hay que entender esto como una pérdida de calidad de esta producción creada por Dennis Kelly (serie Pulling), sino más bien como una transición hacia algo mucho más interesante. Ese carácter transitorio es lo que termina por no completar las expectativas puestas sobre los protagonistas, que en su inmensa mayoría mantienen el mismo perfil que en la anterior temporada.

Sobra decir que el tratamiento estético de la trama sigue siendo magnífico. Su saturación de colores, predominando el amarillo y el verde en la mayor parte de las secuencias, otorga al conjunto un aspecto tan irreal como hipnótico, algo que queda potenciado por una banda sonora impactante y transgresora a cargo de Cristobal Tapia de Veer (serie Jamaica Inn). La capacidad de sus responsables para narrar solo con la fotografía queda fuera de toda duda, permitiendo a la serie alcanzar un nivel diferente a lo que la mayor parte de las series nos tienen acostumbrados. Esto, unido a un reparto sencillamente perfecto, convierten a esta segunda temporada en una digna sucesora de la anterior entrega, al menos en lo que a desarrollo formal se refiere. Otra cosa muy distinta es lo que ocurre si hablamos de su trama.

Y es que esta es, en cierto modo, el talón de Aquiles de la segunda temporada de Utopía. Aunque siendo sinceros, ya le gustaría a muchas producciones tener un talón de Aquiles como este. El gran problema de la serie es que el grupo principal de personajes, encabezado por Fiona O’Shaughnessy (Desafío a la muerte), Alexandra Roach (One chance) y Nathan Stewart-Jarrett (Dom Hemingway), apenas tiene recorrido dramático. Si durante la primera temporada deben huir por tener en su poder la clave de toda la intriga, en esta continuación su huída se antoja menos justificada, encontrando algo de sentido a mitad de camino con la incorporación de algunos personajes. Del mismo modo, algunos de los secundarios que tuvieron presencia relevante quedan ahora relegados a un segundo plano. ¿El motivo? Desarrollar de forma más profunda las motivaciones de los villanos, algo que ocurre desde el primer episodio.

En efecto, el comienzo de esta nueva entrega puede resultar un tanto confuso. El hecho de que la acción se traslade a la infancia de la protagonista, Jessica Hyde, puede no entenderse en un primer momento, pero una vez el capítulo termina no solo se adquiere conciencia de lo sucedido, sino de lo que va a suceder. Se podría decir que es un sacrificio necesario del desarrollo del resto de la serie; un viaje al pasado que permite explicar los motivos y el desarrollo de ese virus capaz de terminar con buena parte de los seres humanos de todo el mundo. Y personalmente, me parece que es el mejor episodio de toda la temporada, pues supone un cambio de tendencia, un soplo de aire fresco con respecto a lo visto anteriormente que encaja en el sentido general de la ficción. Gracias a lo ocurrido en dicho episodio, el espectador alcanza a comprender, por ejemplo, la personalidad de Neil Maskell (Open windows), ese asesino patizambo e impasible ante el sufrimiento.

El señor Conejo del futuro

Antes afirmaba que casi todos los personajes principales apenas tienen recorrido. Y hay que poner el acento en el «casi». Porque si bien es cierto que el grupo protagonista se dedica a huir durante la mayor parte de la temporada, no es menos cierto que roles como el interpretado por Adeel Akhtar (El dictador) adquieren una relevancia absoluta, convirtiéndose en el verdadero atractivo de Utopía junto a su apartado más visual. El cambio que se produce en el personaje a través de los argumentos y de la coacción psicológica alcanza una magnitud inimaginable y en cierto modo comprensible, creando un futuro prometedor para la serie, que perfectamente podría adentrarse en una nueva premisa. Su peso en la trama es mayor conforme se desvelan diversos secretos que, en mayor o menor medida, todavía seguían ocultos al final de la anterior temporada, lo que no hace sino más coherente la transformación de este torturado personaje.

El espectador asiste impotente de este modo a un giro hacia el lado oscuro realmente interesante. La incorporación de nuevos personajes, la aparición de otros que se consideraba muertos, y la mayor comprensión del plan genocida de esta organización secreta otorgan a la serie en su segunda temporada un tono mucho más sombrío, más inquietante, lo cual por cierto contrasta con el colorido de su puesta en escena. Desde luego, la serie se torna mucho más interesante cuando estos villanos toman el control, perdiendo el foco de atención cuando la trama se centra en los héroes. Esto genera, una vez vistos los seis episodios, la sensación de estar ante una temporada irregular, con mucho potencial pero desigual en su evolución. Aunque como digo, ya le gustaría a muchas cadenas que una serie tuviera esta irregularidad.

Porque lo cierto es que la ficción creada por Kelly sigue manteniendo un alto nivel en todos sus aspectos. Su narrativa, con algunos planos realmente reveladores, es ágil y compleja, plagada de referencias conceptuales y con un sentido estético muy próximo al cómic. Su corta duración permite, además, plantear cada temporada casi como si de un tomo se tratara, centrando la atención en un único aspecto, lo que a la larga impide que exista una necesidad de rellenar con tramas secundarias innecesarias o poco elaboradas. En el caso de esta segunda entrega esto se traduce en un amplio desarrollo de las motivaciones de los villanos, adquiriendo especial relevancia durante su último episodio, que por cierto deja la puerta abierta a una tercera temporada todavía sin confirmar.

La pregunta que cabe hacerse, por tanto, es si esta segunda temporada de Utopía es digna sucesora. La respuesta es sí. La serie de Dennis Kelly es uno de los productos más atractivos, transgresores y frescos del panorama actual, lo cual siempre debería ser motivo de interés. Ahora bien, la novedad que supuso la primera parte queda aquí algo mermada, en parte por conocer el estilo visual de la producción y en parte porque la sensación no es tan redonda como cabría esperar, debido fundamentalmente a unos personajes que tienen poco que decir. En cualquier caso, el nivel que mantiene esta especie de transición hacia un siguiente nivel dramático es excelente, lo cual convierte a esta especie de cómic en movimiento en una de las series británicas más fascinantes de los últimos tiempos.

‘Réquiem por un sueño’, una espiral de autodestrucción por las drogas


Jared Leto y Jennifer Connelly protagonizan 'Réquiem por un sueño', dirigida por Darren Aronofsky.El reciente estreno de Noé y la polémica que ha generado han vuelto a poner a su director, Darren Aronofsky, en el punto de mira de muchos puritanos. La verdad es que no es la primera vez (y casi seguro que no será la última) que la polémica acompaña a sus películas. Una de esas ocasiones fue Réquiem por un sueño (2000), espléndida odisea basada en la novela de Hubert Selby Jr. que, a lo largo de varias estaciones, narra la decadencia de tres jóvenes como consecuencia de su adicción a las drogas y de la madre de uno de ellos cuya adicción a las anfetaminas es producida por su obsesión con un concurso de televisión. Jared Leto (Dallas Buyers Club), Jennifer Connelly, que también participa en la interpretación de Aronofsky del diluvio universal, Marlon Wayans (Scary Movie) y Ellen Burstyn (serie Political Animals) dan vida al cuarteto protagonista cuyas vidas entran en una espiral de autodestrucción cuyo final es, por decirlo suavemente, absolutamente descorazonador.

Porque si algo destaca en esta película es la ausencia total de delicadeza por parte de su director. El desarrollo dramático, estructurado en tres partes que se identifican con el verano, el otoño y el invierno, tiene todas las cualidades de una caída libre, de un descenso a los infiernos del ser humano en el que no caben contemplaciones de ningún tipo, y en el que los simbolismos toman el control a medida que se suceden las secuencias. Hay que aclarar que no es casualidad el hecho de que la vida de los protagonistas se vuelva lúgubre, fría y desoladora a medida que avanzan los meses en los que transcurre. El director identifica así el verano con la esperanza, el otoño con la decadencia y el invierno con la muerte, en este caso de los sueños que todos los personajes tenían en sus comienzos.

Es cierto que el cine ha abordado la problemática de las drogas desde muchos puntos de vista, pero la forma que tiene Aronofsky de adentrarse en los peligros de la adicción y en las consecuencias emocionales y físicas que tiene en los individuos es realmente impactante. En buena medida es gracias a que ubica la acción en las tres estaciones del año, concepto que no solo influye de forma subconsciente, sino que ofrece una serie de posibilidades narrativas únicas, como son las diferentes tonalidades cromáticas, el tono lumínico o la simple vestimenta de los protagonistas, lo que unido a su decadencia física les aporta un mayor dramatismo. De todos modos, no es el apartado técnico lo que más destaca, o al menos no con respecto a otras producciones que abordan la misma temática.

No, lo realmente interesante de Réquiem por un sueño es su forma de atender las relaciones humanas y cómo las drogas terminan por destruir todo aquello que se había creado (más o menos como hace el invierno con el verano). Por ejemplo, la relación con la que empiezan los tres protagonistas dista mucho de la que existe una vez terminan sus respectivos periplos adictivos. Más allá de que, por ejemplo, los personajes de Leto y Connelly forman una pareja con planes de futuro tanto personales como profesionales (planean abrir una tienda con el dinero que sacan de las drogas), lo más llamativo reside en que los cuatro personajes terminan sus respectivos arcos dramáticos solos, abandonados a su suerte y en unas situaciones decadentes, peligrosas para su propia integridad física e impactantes.

Alcanzar los sueños por la vía rápida

Tal vez el caso menos sobrecogedor sea el del personaje de Wayans, cuyo desarrollo queda en un segundo plano ante la velocidad con la que caen el resto de roles. Desde luego, ver cómo el brazo de Jared Leto se gangrena por la cantidad de inyecciones que se ha puesto, o cómo Jennifer Connelly llega a prostituirse en una orgía para conseguir dinero y seguir drogándose son dos de los momentos más desagradables de un film que, por otro lado, posee numerosos momentos para el recuerdo, muchos de ellos protagonizados por una Ellen Burstyn espléndida en su rol de mujer que se engancha a las drogas como única vía para conseguir un objetivo, para ella, vital.

Resulta interesante comprobar cómo este mensaje, el de utilizar las drogas para conseguir unos objetivos, subyace a lo largo de todo el desarrollo dramático de este Réquiem por un sueño. Puede que el caso de la mujer mayor que recurre a una peligrosa dieta a base de anfetaminas para poder ponerse un vestido que ya no le cabe y acudir a su programa de televisión favorito sea el más evidente. Sus recurrentes secuencias frente al televisor y la práctica ausencia de otro escenario que no sea su casa confieren a su obsesión un cariz angustioso y a la par decadente que se potencia con los numerosos momentos oníricos/delirantes de los efectos que un uso cada vez mayor de las drogas tienen en ella. Su final, demacrada, esquelética y en una camilla recibiendo descargas de electroshock lo explica todo.

El caso de los tres amigos tal vez sea menos claro formalmente hablando, pero es igualmente revelador. Los tres personajes buscan una vía de escape a su situación, ya sea para conseguir un futuro económico mejor, ya sea para dejar atrás un pasado marcado por la violencia y un barrio peligroso. El resultado es, si cabe, más dramático que el del personaje de Burstyn, pues mientras que ésta utiliza las drogas para su consumo, aquellos se nutren de las drogas en un principio como mercancía de venta, terminando poco a poco por consumir más de lo que venden. Esta vía rápida, además, se vuelve en su contra: el personaje de Leto termina mutilado, el de Wayans en la cárcel trabajando y vomitando, y el de Connelly en una orgía. El mensaje, por tanto, no reside tanto en que para conseguir los sueños no valen atajos, sino en que dichos atajos pueden situar al individuo en una posición mucho más peligrosa y alejada de su situación inicial.

No cabe duda de que Réquiem por un sueño es un film excepcional, una pequeña joya que en muchos círculos ya es considerada un clásico. Sea como fuere, Aronofsky completa aquí una de sus mejores obras, desarrollando muchas de las herramientas que le definen como realizador (el simbolismo, la narrativa densa, el uso del color) y consiguiendo crear un mundo que se derrumba a la vez que sus personajes, magníficamente interpretados por todos los actores. Es una película impactante y desagradable, muy recomendable pero que hiere sensibilidades. Aunque, en el fondo, es una consecuencia lógica de la temática que trata.

‘La bella y la bestia’ de Disney, o el amor al prójimo como moraleja


Disney aportó su propia visión a 'La bella y la bestia'.Si hay una productora que se ha destacado siempre por la producción de cuentos infantiles es Disney. Desde que debutara en el largometraje con Blancanieves y los siete enanitos (1937), hasta la más reciente Frozen: El reino del hielo, la productora ha logrado, normalmente, crear toda una mitología en torno a sus personajes que ha sabido explotar extremadamente bien, sobre todo a nivel de merchandising. Pero más allá de todo esto, sus obras se han caracterizado también por la tergiversación de los textos originales, en algunos casos hasta obviar muchos elementos conceptuales. Y dado que La bella y la bestia se ha estrenado recientemente, qué mejor oportunidad que repasar algunos de esos cambios del clásico de la animación de 1991, nominado al Oscar a la Mejor Película y ganador de los premios correspondientes a la música.

Dirigida por Gary Trousdale y Kirk Wise, responsables de El jorobado de Notre Dame (1996), la cinta de animación sigue, a grandes rasgos, las diferentes versiones del cuento. Así, la historia se centra en una joven y en su padre, en cómo este es apresado por una bestia en su castillo y cómo ella da su vida a cambio de la de su padre. A medida que el tiempo pasa la criatura trata de conquistarla, pero ella se niega hasta que un día descubre que su padre está enfermo. La bestia le da permiso para visitarle, pero durante su ausencia el castillo es atacado y la criatura queda malherida. Cuando la joven vuelve a su lado y le implora que no muera la bestia se transforma en el príncipe que era antes de que una bruja le maldijera.

Y a pesar de que el desarrollo dramático mantiene la esencia del cuento, los conceptos y valores dramáticos no son exactamente iguales. La bella y la bestia, versión Disney, centra su atención en la idea de la intolerancia, la incomprensión y la falta de piedad. Tres elementos que dan pie a la historia (inicio narrado magistralmente a través de vidrieras) y que definen la lucha final entre la bestia y Gastón, el villano Disney de turno que, además, es el pretendiente de Bella. A través de ese combate, como decimos, se establece no tanto un enfrentamiento entre el bien y el mal, sino entre un hombre que ha cambiado su forma de ver el mundo y otro que sigue manteniendo su actitud arrogante con todo aquel que le rodea.

Por tanto, la historia sigue siendo una especie de relato catártico en el que un hombre convertido en bestia llega a comprender cuál es su error. Pero el viaje que se realiza poco o nada tiene que ver con el amor, como se desprende del texto original, sino de la compasión con los más desfavorecidos. Y es en este punto donde la presencia de la protagonista femenina se torna imprescindible, pues es ella el resorte que activa toda la trama, el elemento catártico, por así decirlo, que ayuda a unos y desquicia a otros, entre otras cosas por la propia bondad inherente al personaje, que lo convierte en uno de los grandes personajes por antonomasia de la productora. Así, más allá de canciones o de secundarios divertidos (al fin y al cabo, es una historia contada para los más pequeños), el mensaje que traslada no es tanto una historia de amor, que evidentemente está presente, como una historia de redención cuya moraleja tiene que ver con la bondad con nuestros semejantes.

La definición del color

La historia no contiene, por tanto, los elementos más desagradables o egoístas del original. O mejor dicho, los concentra casi todos en el villano. Elimina deliberadamente a las hermanas de la protagonista, iconos del egoísmo y de la vanidad, y suprime todo aquello que tenga que ver con la venganza por un amor no correspondido (en teoría, la maldición es lanzada sobre el príncipe por una bruja despechada). Empero, mantiene un elemento al que dota de verdadero y autónomo protagonismo: la rosa que marca el cruel destino de la bestia. Aquí incluso mucho más determinante que en otras versiones, pues como si de un reloj de arena se tratara, contabiliza los días antes de que el hechizo sea irreversible.

Dejando a un lado el contenido, La bella y la bestia se distingue principalmente por un uso de los colores realmente específico. Evidentemente, los números musicales, algunos realmente brillantes, suelen narrar con la paleta cromática lo mismo que con las canciones, potenciando el mensaje y las emociones que pueda transmitir. Con todo, lo más relevante radica en la forma que el film tiene de presentar personajes y escenarios. Por ejemplo, los dos protagonistas son presentados con colores azules, fríos, creando una unión inicial. A medida que avanza el relato el personaje de Bella evoluciona hacia tonos más cálidos que incorporan rojos y amarillos a su personaje, hasta ese inolvidable baile en el que cada uno queda definido de forma clara y distintiva, determinando igualmente la distancia entre ambos a pesar de su proximidad física. Del mismo modo, el villano se caracteriza por un rojo que hace gala de su aparente valentía y de su tendencia a la violencia y la fuerza bruta.

Igualmente, los escenarios evolucionan con los propios personajes. Ya hemos mencionado el comienzo narrado a través de vidrieras (un ejemplo más del uso del color). Aparte de esto, resulta interesante comprobar cómo los dos principales espacios de la trama, el castillo y el pueblo, se transforman con la presencia y la ausencia de Bella, otorgando a la protagonista una mayor importancia si cabe. En efecto, mientras que el castillo pasa de ser un lugar frío y oscuro a un escenario luminoso y, en cierto modo, acogedor, el pueblo deja de ser luminoso y agradable para convertirse en testigo de las maquinaciones de sus habitantes, liderados por Gastón, en secuencias que se suceden de noche, es decir, en plena oscuridad. Dos transformaciones que no por casualidad distribuyen el peso de la narrativa de uno a otro lugar, transportando las etiquetas de «sitio peligroso» y «lugar seguro» de un lugar a otro, y permitiendo una identificación cada vez mayor con la bestia.

Como siempre, Disney ofrece su particular visión del cuento. En el caso de La bella y la bestia dicha visión modifica sustancialmente algunas de las motivaciones, aunque deja la esencia del texto. Puede que sea eso lo que convierte a este film en un clásico. Su forma de alterar las motivaciones de los personajes y de jugar con las variaciones cromáticas tanto de protagonistas como de escenarios permite al film narrar una historia de redención y de arrepentimiento, de castigo desproporcionado y de amor verdadero. No hay lugar para la venganza ni para el odio (salvo en el villano, claro está), y lo único que prevalece es la intención de reparar un error largamente lamentado, primero por amor y luego, en un cambio que es en definitiva la moraleja de la historia, por amor y bondad hacia los demás a pesar de nuestro propio perjuicio.

La primera película de… Rob Zombie: ‘La casa de los 1.000 cadáveres’


El sireno, una de las criaturas de 'La casa de los 1.000 cadáveres', de Rob Zombie.Aseverar que se pueden contar con los dedos de una mano los músicos, escritores, artistas, etc., que han triunfado en su salto a la dirección cinematográfica puede que sea tan arriesgado como falso. Sin embargo, no es común que alguien ajeno al mundo del séptimo arte triunfe de forma tan contundente como lo hizo en 2003 Rob Zombie, alma mater del grupo musical White Zombie, con La casa de los 1.000 cadáveres, al menos dentro de los límites del género de terror y gore. Cuando la película llegó a los circuitos comerciales sorprendió a propios y extraños por su fascinante combinación de temáticas tan clásicas como las familias asesinas del interior de Estados Unidos y los cultos satánicos. La mezcla, explosiva y no apta para todos los estómagos, supuso el descubrimiento de un narrador ajeno a la delicadeza dentro del mundo del terror que ahora nos presenta su última apuesta, The lords of Salem.

La trama, en realidad, es extremadamente simple y previsible. Dos parejas de universitarios deciden recorrer los rincones más desconocidos de Estados Unidos en busca de la leyenda del Dr. Satán, un excéntrico científico que se hizo famoso por sus experimentos con seres humanos. Cuando llegan al lugar indicado no solo no logran encontrar una pista clara acerca de su existencia, sino que se topan con una familia de psicópatas y asesinos en serie que iniciarán una caza en la que las presas no son otros que los jóvenes. ¿Conocida, verdad? Analizado desde varios puntos de vista, el argumento guarda mucha relación con La matanza de Texas (1974) o con Las colinas tienen ojos (1977). ¿Qué es lo que la ha convertido, entonces, en un film de culto en tan poco tiempo entre los fans?

La respuesta reside, sin duda, en su director y en la frescura visual, por decirlo de algún modo, que le imprime al conjunto. Ajeno a censuras y a limitaciones morales (uno de los motivos por los que tuvo dificultades para ser distribuida), Zombie compone un relato macabro hasta la extenuación, un retrato deforme y agónico de los lazos familiares que unen a unos padres desquiciados con unos hijos con unas vocaciones artísticas algo extrañas. Gracias a un desarrollo del guión muy directo que pierde poco tiempo en los preliminares, el músico se permite el lujo de desarrollar a fondo todo un mito como el del Dr. Satán, encarnado no solo en los sádicos miembros familiares, sino en una secuencia final tan dantesca como grotesca.

Su uso del color es uno de los pilares del conjunto, aunque tal vez no sea el más impactante. A lo largo de la película las escenas se suceden con predominancias de verdes, de grises y de rojos, sobre todo de rojos. Gracias a esta herramienta el film adquiere un aura de cuento para adultos y de fantasía reconvertida en pesadilla, pero también permite un desarrollo narrativo de las emociones latentes dentro de cada una de las situaciones límite que se viven en la trama. No tanto las de los cuatro desafortunados jóvenes, las cuales son más que evidentes y, en cierto modo, tópicas, como las del clan familiar, auténtico meollo del asunto y protagonistas de una secuela diametralmente opuesta en lo que a formato se refiere: Los renegados del diablo (2005)

Artistas del cuerpo humano

En efecto, lo más interesante de esta historia son los miembros de la psicópata familia. Todos y cada uno de ellos representa, en una especie de parodia malsana, los cánones de la familia modelo norteamericana. Es evidente que en este aspecto fueron fundamentales los actores elegidos, entre los que destacan Sid Haig (Mimesis), cuyo Capitán Spaulding es ya un referente en el cine gore, y Bill Moseley (The tortured), en uno de los personajes más complejos emocionalmente hablando de los últimos años dentro del género y autor de una macabra criatura como es el sireno que acompaña este texto.

Ambos, acompañados por la mujer del director, Sheri Moon Zombie (Halloween. El origen), y por Karen Black (Mi vida es mi vida), aportan una mayor atmósfera insana a una casa ya de por sí asfixiante en su diseño y en su iluminación. La forma de abordar no solo la naturaleza psicótica de los personajes, sino las viciadas relaciones entre ellos, es lo que compone un cuadro mucho más terrorífico que la propia persecución en sí o la resolución de los asesinatos. Esta línea, desarrollada ya por films similares anteriores, adquiere de la mano de Zombie una dimensión nueva y extraña, entre otras cosas por el poco miedo que parece tener al uso de recursos propios del gore.

Este es, posiblemente, lo más llamativo de La casa de los 1.000 cadáveres. Su uso de vísceras, de sangre y de la opresiva atmósfera de los bosques estadounidenses no parece tener fin, ni siquiera con la dramática resolución de la trama. La película termina por convertirse en una montaña rusa de emociones al límite, un viaje a los infiernos más desagradables del ser humano, que demuestra en el film de Zombie que puede superarse una vez más. No hay que olvidar señalar que la película es uno de los títulos que a principios del siglo XXI modificaron la forma de entender el terror y el gore, de ahí también su carácter de culto. Sin embargo, y a diferencia de otros como Amanecer de los muertos (2003), deja a un lado el clasicismo formal para entregarse por completo a una deformación de los encuadres y de las violentas secuelas, aportando ese aire fresco que antes mencionábamos.

Lo cierto es que La casa de los 1.000 cadáveres es un espectáculo que debe ser visto y vivido para poder comprenderlo. La simbología de buena parte de sus escenas, las alusiones referenciales a mitos y leyendas o la propia mirada del director enriquecen hasta límites insospechados una historia que, por lo demás, es previsible en exceso. Es este un buen ejemplo de que la trama no siempre necesita ser compleja o dramáticamente intensa. Si se cuenta con unos personajes icónicos y una forma de narrar diferente y propia se puede alcanzar un notable grado de calidad. Han pasado 10 años y ya se ha convertido en un film de culto entre los fans. Parece indudable que, con los años, superará estas barreras para convertirse en un clásico.

 

Zhang Yimou y la poesía de la guerra de ‘Héroe’


Jet Li protagoniza 'Héroe'.A pesar de las dificultades habituales, tanto culturales como de distribución, que tienen las películas asiáticas para llegar a España, siempre resulta enriquecedor acercarse a producciones de este tipo, ya sean de terror, dramáticas o de acción, como es el caso que nos ocupa. Evidentemente, los directores que logran dar el salto más allá de sus fronteras suelen tener algo diferente, una forma de narrar y de comprender las historias que les diferencia del resto, quizá de forma más acentuada que en otros países. Así, si Takashi Miike (Audition) y Takeshi Kitano (Zatoichi) se caracterizan por sus diferentes visiones de la violencia humana, Zhang Yimou destaca principalmente por la poesía que es capaz de imprimir a cada plano, unidad básica del lenguaje narrativo que termina siendo casi un cuadro, un mural donde el más mínimo detalle tiene relevancia. Quizá la máxima expresión de esto sea Héroe (2002), nominada al Oscar a la Mejor Película Extranjera.

Una belleza formal, por cierto, que se aprecia en su nuevo trabajo, Las flores de la guerra, ya desde su trailer. Una belleza que se traduce en un uso apabullante de la amplia paleta de colores que le permite la historia. Curiosamente, una historia a priori tan poco dada a la profusión cromática como Héroe se convierte en todo un decálogo de lo que se debe hacer con esa herramienta muchas veces ignorada o menospreciada. Y es que la trama, que transcurre durante las guerras que dieron origen a la unificación de China (al menos a la parte que fue delimitada por la Gran Muralla), narra la historia de un guerrero que se presenta ante el emperador con las espadas de tres asesinos sobre los que hay proclamadas sendas recompensas. Sorprendido por la noticia, el emperador pide al guerrero que le cuente semejante hazaña.

A diferencia de las cintas similares del género de acción y artes marciales, la fuerza del film de Yimou no reside tanto en sus escenas de acción, que las tiene y son realmente espectaculares, como en las relaciones de sus personajes y, sobre todo, en la forma de mostrar cada uno de los relatos del guerrero, interpretado para la ocasión por Jet Li (Los mercenarios 2) en uno de sus mejores roles. En efecto, si muchas de las llamadas películas de artes marciales dejan de lado diálogos y desarrollo de personajes para centrarse en la espectacularidad de los combates cuerpo a cuerpo (más o menos lo que ocurre en occidente), en esta ocasión cuenta más lo que se dice, y lo que no se dice, que lo que se golpea. A través de los relatos del protagonista el espectador asiste a un drama de personajes derrotados por el paso del tiempo, de infidelidades, amorosas y de otras índoles, y de esperanzas por conseguir una venganza largamente ansiada.

Gracias a este enriquecimiento, el arco narrativo adquiere una relevancia mayor que la mera excusa entre combate y combate. De hecho, se vuelve fundamental para la resolución de la trama, que ofrece un giro final realmente interesante. En este sentido, el film recuerda a Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, solo que en este caso los diferentes puntos de vista afectan a varias historias que, mediante detalles y pequeñas inexactitudes introducidas a conciencia, crean la sensación de asistir a relatos que maquillan la verdad, algo que tendrá mucho que ver con ese giro final antes mencionado.

Tres historias, tres colores

Y si tan importante es el uso de los diálogos y el desarrollo de los personajes, más lo es el ya comentado uso del color. Héroe no solo es una de las mejores en plasmar el cromatismo en pantalla, sino que supera a muchos de los films posteriores en dicha tarea gracias a la inteligencia con la que se combinan y se aprovechan. Yimou se basa de colores tan básicos como el azul, el rojo o el blanco para exponer cada una de las historias y, sobre todo, el sentimiento que en ellas se potencia. Si el relato de este guerrero Sin Nombre se centra en explicar cómo derrotó a cada uno de los asesinos, el color de cada fragmento pone en imágenes las emociones con las que se juega. Hay que aclarar, empero, que dichos colores no abruman la imagen.

A diferencia de films como Traffic (2000), el director chino impregna únicamente la ropa y determinados elementos del entorno del color correspondiente, haciendo hincapié en el hecho de que la historia es sobre los personajes, no sobre la acción. Aunque puede resultar confuso asistir a los cambios de ropa de los personajes cada pocos minutos, dicha confusión desaparece desde el momento en el que se comprende que no estamos ante un producto al uso, sino ante una obra diferente, de referencia.

Porque sí, es una cinta que ha marcado un antes y un después. Tal vez no de forma evidente, pero sin duda ha influido en el moderno cine de acción. Por desgracia, no lo ha hecho con su aspecto narrativo, sino con su aspecto formal. Si ya hemos hablado de la importancia de los personajes en la historia y del cromatismo utilizado, no hay que olvidar el tercer gran pilar de la película: la forma de rodar la acción. Zhang Yimou, en sintonía con el resto de los componentes, convierte las luchas cuerpo a cuerpo en auténtica poesía, muy en la línea de Tigre y dragón (2000). Los combates se elevan por encima del mero reparto de bofetadas para alcanzar el status de fatalidad, nutridos en buena medida por las revelaciones previas de los secretos y engaños de los personajes.

En el recuerdo quedará para siempre la impactante escena del ataque a un centro de escritura donde se esconden dos de los asesinos, con una lluvia de flechas que oculta el sol del cielo. En un momento de la historia se menciona que el arte de la escritura es tan difícil como el arte de la espada. Si es así, los personajes del film se convierten en auténticos poetas capaces de desviar los proyectiles escribiendo palabras en el aire con sus espadas. Si es así, Zhang Yimmou es un virtuoso del lenguaje, en este caso cinematográfico. Esta película, al igual que muchas otras de su carrera, da fe de ello.

La poesía visual de Ang Lee en el trailer de ‘Life of Pi’


Mucha gente considera su cine algo pretencioso y su lenguaje visual carente del ritmo que debería tener para contar historias como la de Hulk (2003). Sin embargo, el director taiwanés Ang Lee es uno de los pocos que puede presumir de una belleza formal fuera de lo común en todas sus películas, ya sean dramas, adaptaciones de cómic o historias épicas. Hace unos días pudimos volver a apreciar dicha belleza en el trailer de Life of Pi, que podéis ver al final y del que analizaremos a continuación algunos de sus elementos más llamativos y más utilizados por el responsable de la célebre Tigre y dragón (2000).

La trama de esta Vida de Pi no puede ser más sencilla. Un joven indio llamado Pi, hijo de un guarda de zoo, viaja en un barco rodeado de numerosos animales. Una tormenta en medio del mar hace naufragar al barco, pero el chico logra salvarse en una barca… junto a cuatro animales: un orangután, una cebra, una hiena y un tigre de Bengala. La vida a borde del bote y los peligros de sus compañeros animales supondrán una experiencia única en su vida. Protagonizada por un debutante Suraj Sharma, en el film pueden verse caras tan conocidas como las de Gérard Depardieu (Mammuth), Irrfan Khan (The amazing Spider-Man) y Tabu (El buen nombre).

Como puede verse, el guión firmado por David Magee (Un gran día para ellas) y basado en una novela de Yann Martel aborda un tema ya utilizado en el cine para narrar la soledad y la supervivencia del cuerpo y del espíritu. A la mente viene Naúfrago (2000) de Robert Zemeckis, aunque también esa obra algo extraña para un director como Alfred Hitchcock cuyo título ya lo dice todo: Naúfragos (1944). Empero, la obra de Lee, a tenor de lo visto en el trailer y de la experiencia de sus anteriores títulos, aporta un plus creativo en el campo visual que dejará atónito a más de uno.

Desde luego, si algo define a Lee es su paleta cromática. Todas sus películas, tengan el carácter que tengan, poseen colores tan variados que convierten las historias en auténticos cuentos, en obras cuya fantasía se encuentra más en la forma que en el fondo. Incluso un drama tan crudo como Brokeback Mountain (2005) tiene momentos de auténtica lírica cromática, destacando los paisajes montañosos y el vestuario de algún que otro personaje.

Life of Pi, en este sentido, no deception. Más bien al contrario. Siguiendo la estela de Tigre y dragón, el director parece explorar todas las posibilidades del color y su colaboración e integración con la narrativa, algunas veces tensa y dramática y otras suave y hermosa, hasta límites tan insospechados como esa ballena saliendo de un agua manchada con una especie de pintura fluorescente. Con todo, este no es más que un elemento visual impactante; lo realmente interesante parece encontrarse en otros momentos del trailer.

Y es que la historia que muestran estos poco más de dos minutos deja entrever una relación de amistad/rivalidad entre los animales (sobre todo el tigre) y el joven, cuyo instinto de supervivencia le lleva a evitarlos primero y a tratar de controlarlos después. Cómo lo consigue en medio del mar es algo que habrá que descubrir el día de su estreno. Sea como fuere, este trailer impacta visual y emocionalmente, desde esos primeros momentos que narran el hundimiento del barco hasta esa poesía propia del director de La tormenta de hielo (1997). Su estreno, a finales de noviembre.

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