Adiós, señor Haffmann: de la empatía a la lástima


Daniel Auteuil, Sara Giraudeau y Gilles Lellouche protagonizan 'Adiós, señor Haffmann'.

El cine francés siempre ha sabido tratar su propia historia de un modo muy inteligente. Sobre todo aquello que tiene que ver con la invasión nazi, los colaboracionistas y la Francia libre de Vichy. La nueva película de Fred Cavayé (Le jeu), que adapta una obra de Jean-Philippe Daguerre, es una buena muestra de que los autores no rehúyen ningún tabú, y lo que es más importante, son capaces de dotar de contexto a todos los personajes, sean héroes, villanos o, como en este caso, un pobre hombre.

Porque lo más interesante de Adiós, señor Haffmann es, precisamente, la evolución del papel interpretado por Gilles Lellouche (En buenas manos). El guion está construido de tal modo que invita al espectador a empatizar con él para, a medida que avanza la trama, ir quitando capas hasta convertirlo en un ser desagradable del que solo se puede sentir lástima. La historia evoluciona a través de los cambios que experimenta un personaje incapaz de asumir su situación y que, en cuanto prueba un poco del emponzoñado poder nazi, pierde el control de su propio ser hasta convertirse en una perversión de lo que fue. Solo el final permite, al menos en parte, compensar una historia que no llega a terminar, pero que sí pone a cada protagonista en su sitio.

Es un tratamiento narrativo apasionante. Es cierto que no es excesivamente novedoso, que se echa en falta algo más de profundidad dramática de algunos personajes (el rol de Daniel Auteuil –Una razón brillante-, aunque comprensible, se antoja demasiado encorsetado) y que algunas secuencias son previsibles, pero el modo en que se aborda la historia, con esos tres niveles de una vivienda que vienen a representar los dilemas internos del protagonista, termina por atrapar al espectador en la espiral de autodestrucción del personaje de Lellouche. Quizá el mayor problema de la historia es que algunos de los conflictos sobre todo los que tienen que ver con los dos personajes masculinos, están tratados de un modo excesivamente opaco, lo que puede inducir a cierta confusión y a una incomprensión de los momentos más explosivos de la película (dramáticamente hablando, claro está).

En cualquier caso, Adiós, señor Haffmann es un interesante drama que crece a cada minuto que pasa. Una película sencilla a la que la base teatral le aporta una intensidad emocional que merece la pena disfrutarse y, sobre todo, que obliga a reflexionar sobre lo que vivió Francia en aquellos años 40 del siglo pasado y cómo el miedo, la mediocridad o, simplemente, la rabia pueden terminar derivando en un bucle cada vez más peligroso para uno mismo. Visualmente correcta, lo más relevante se encuentra casi más en lo que no se ve, en lo que no se dice y en el contexto en el que se desarrolla. Bueno, y en los extraordinarios actores que dan vida a estos complejos personajes.

Nota: 6,5/10

‘Jojo Rabbit’: crecer en los tiempos de la guerra


Es muy difícil huir de determinados preceptos y planteamientos argumentales, éticos y morales cuando se cuenta una guerra a través de los ojos de los niños. En mayor o menor medida, todas las películas con esta estructura tienden a contener un mensaje muy similar, un desarrollo más o menos idéntico en su base y unos puntos de giro argumentales más o menos comunes. Eso no implica que carezcan de interés, al contrario, pero sí que siempre dejarán la impronta de cierto déjà vu en el espectador.

Y eso es lo que ocurre con Jojo Rabbit, la por otro lado magnífica comedia dramática de Taika Waititi (Lo que hacemos en las sombras). Dejando a un lado esa premisa, esta adaptación de la novela de Christine Leunens es un alarde de originalidad formal e interpretativa que deja muchas y muy interesantes reflexiones. Lo cierto es que la historia ya resulta hilarante con ese trío formado por los dos jóvenes protagonistas y el Hitler imaginario, pero a ello se unen una serie de historias secundarias que dan buena cuenta de una sociedad que vive con miedo en todos sus estamentos, incluidos los más altos. A través de los ojos del protagonista asistimos a una evolución desde un mundo marcado por las férreas convicciones del pequeño a otro en el que los sentimientos y lo correcto priman por encima de cualquier otra cosa. En este sentido es reveladora la forma en que avanza la relación con su amigo imaginario, todo un reflejo de lo que somos y cómo podemos cambiar.

Waititi aprovecha la historia y las numerosas lecturas que ofrece al espectador para narrar, a veces de forma sutil, a veces más evidente, el mundo de los adultos a través de los ojos de un niño que quiere ser adulto sin saber ni siquiera qué es eso. La relación con su mejor amigo, con el oficial que se encarga de él (magistral Sam Rockwell, aunque eso empieza a dejar de ser una novedad), con su madre (una Scarlett Johansson correcta) y, sobre todo, con la joven judía que se esconde en su casa, conforman todo un universo visualmente bello dentro de la crudeza de la guerra. El director saca partido al relato a través de un lenguaje que, sin mostrar demasiado, lo muestra todo, desde el impacto de la muerte hasta una relación prohibida, pasando por el horror de la guerra o la ayuda desinteresada de personajes que arriesgan su propia vida.

Todo ello es lo que convierte a Jojo Rabbit en la obra notable que es, creando ese mundo infantil en un contexto bélico, o mejor dicho, ese conflicto bélico a través de la mirada de un niño que no entiende el mundo en el que vive, pero que quiere ser como los que cree que son los ejemplos a seguir, entre ellos la figura distorsionada de su padre. Lo cierto es que si la película tuviera un trasfondo algo más complejo y alejado de cierta familiaridad con otras películas de temática similar podríamos estar hablando de una cinta extraordinaria. Esto no es algo necesariamente negativo, pero sin duda lastra la labor de Waititi y las posibilidades de una historia que, si se hubiera abordado más en profundidad, tal vez podría haber dado más de sí.

Nota: 7,5/10

‘Midway’: una batalla a mitad de camino


El nombre de Roland Emmerich (El día de mañana) se asocia irremediablemente al cine de catástrofes y a la espectacularidad de la destrucción digital de ciudades, estados y, por qué no, del planeta entero. Y aunque el director ha demostrado ser capaz de realizar con éxito obras mucho más intimistas, lo cierto es que han pasado más bien desapercibidas en los últimos tiempos. Con su última película trata de unir esos dos universos, el del espectáculo visual y la profundidad dramática, con desigual fortuna.

En realidad, el problema de Midway, por llamarlo de algún modo, está en su guión. La película trata de abordar varios meses de conflicto bélico que explican cómo de la derrota de Pearl Harbor se llegó a esa batalla que cambió el curso de la historia de Estados Unidos en la II Guerra Mundial. Y como relato global lo cierto es que la cinta logra el objetivo de mostrar la lucha aérea, naval y de espionaje que se desarrolló en esas semanas. A través de un reparto coral el espectador logra hacerse una idea de cómo se lograron gestar algunas de las estrategias que terminaron con el resultado ya conocido, intercalando durante el metraje algunas secuencias de acción a las que Emmerich saca provecho y demuestra, una vez más, su ágil lenguaje visual en los momentos épicos. Dejando a un lado un comienzo un poco irregular (si no es croma, se le parece demasiado, y mal hecho), la historia se plantea como una escalada de acción hasta esa batalla final en la que los planos subjetivos de los aviones marcan el relato.

El problema está en la parte dramática. O mejor dicho, en el reparto. No porque no esté bien elegido, más bien al contrario, todos los actores ofrecen una buena interpretación. Más bien porque son tantos personajes que es imposible identificarse con uno. Sí, es cierto que el grueso del relato se sustenta sobre los hombros de dos roles fundamentales, pero es que ni siquiera ellos ofrecen al espectador un trasfondo dramático lo suficientemente interesante como para resultar atractivos. Son, por decirlo de algún modo, excesivamente planos en su definición. A todo ello se suman unos secundarios que entran y salen de escena casi con la misma velocidad con la que se les olvida, lo que al final genera un mosaico de rostros que aportan poco o nada al conjunto de la historia. Eso por no hablar de la presencia de John Ford, que es mejor no comentar por mucho que sea un hecho histórico. Todo ello trastoca el relato, lo ralentiza, impide que el espectador llegue a introducirse de lleno en una trama que, en realidad, no existe, porque lo que se hace es plantear los acontecimientos uno detrás de otro.

Dicho de otro modo, Midway funciona muy bien como seudodocumental o documental ficcionado sobre los acontecimientos que acaecieron entre 1941 y 1942. Y ofrece unas batallas navales y aéreas lo suficientemente atractivas y bien rodadas, siempre con su componente patriota de por medio (lo de la bomba en la bandera de Japón como si se hiciese diana era algo que podía preverse desde la primera batalla). Pero la película falla en su componente dramático. No ofrece nada nuevo, y no solo eso. Existen tantos personajes con diferentes grados de protagonismo que el relato no puede sostenerlos a todos, por lo que el metraje entre conflicto y conflicto se vuelve tedioso, en algunos momentos innecesario, planteando una película a la que le podrían sobrar algunos minutos de metraje.

Nota: 6/10

‘El día que vendrá’: no todo es lo que parece


Hay veces que la realidad supera la ficción, pero hay muchas otras en las que no. Y hay ocasiones en las que la ficción no es capaz de ahondar correctamente en el trasfondo de la realidad. Digo esto porque la nueva película de James Kent (Testamento de juventud), que adapta una novela de Rhidian Brook basada en los hechos que vivió su propia familia, plantea varios temas interesantes que, sin embargo, no termina de desarrollar, ya sea por falta de tiempo o por ineficacia.

En cualquiera de los casos, la realidad es que El día que vendrá parece mucho más de lo que finalmente es. Y en líneas generales, lo que falla en el film es el desarrollo. Porque los elementos están presentes. Las diferentes personalidades del trío protagonista, el trasfondo de odio y rencor tras una guerra, el dolor y la falta de comunicación, el romance prohibido, … Incluso los secundarios odiosos están presentes. A todo ello se suma un diseño de producción minimalista pero eficaz, y unos actores sencillamente inmensos, cada uno aportando unos matices enriquecedores a sus ya de por sí complejos personajes.

Pero mucho de todo lo que acabo de escribir termina siendo aportado por la imaginación del espectador, o si se prefiere por el subtexto. En realidad, la película avanza a trompicones, sin un desarrollo progresivo de la historia. El mejor ejemplo es el del romance prohibido, un amor que surge casi de la nada y que, aunque puede llegar a entenderse, sencillamente se plasma en pantalla como si fuera natural, algo que tenía que pasar porque así estaba previsto. Pero hay mucho más. Apenas existe conflicto, no ya por el love interest de la historia, sino porque el rol interpretado por Jason Clarke (All I see is you) no reacciona ante las injusticias que ve a su alrededor, a pesar de que intenta siempre hacer el bien. Las tramas secundarias tampoco quedan bien definidas, siendo esbozadas lo justo para contribuir a dotar de una leve complejidad al trío romántico protagonista.

Con todo, El día que vendrá deja algunos momentos sumamente interesantes, reflejo de que la película contiene más de lo que realmente muestra. El diálogo final de un matrimonio destrozado por la pérdida es una buena muestra, así como comprobar que no todos somos lo que parecemos ser por nuestro entorno o las circunstancias. Son esas secuencias, la mayoría protagonizadas por alguno de los tres protagonistas, las que impulsan la historia y abren la puerta a una profundidad dramática que invita a reflexionar sobre el odio, el perdón y cómo el dolor de una pérdida es idéntico en cualquier bando de una guerra. Pero invita, no ahonda en ellos. En cierto modo, gracias a estos momentos y al espléndido reparto que tiene, el film ha llegado a las salas. No todo es lo que parece, ni en la historia ni la propia película.

Nota: 6/10

‘Overlord’: el ejército de los mil años


La idea de Hitler antes y durante la II Guerra Mundial era construir un imperio de mil años que no tuviera oposición alguna. Partiendo de esa base y de los experimentos nazis que se revelaron al término del conflicto bélico, el nuevo film de Julius Avery (Son of a gun) compone un relato en el que soldados, zombis y superhombres se dan cita para ofrecer un entretenimiento puro y duro en el que la acción apenas tiene descanso. Y todo eso partiendo del origen histórico de la Operación Overlord (más comúnmente conocido como el Desembarco de Normandía).

No es casualidad, por tanto, que el inicio de Overlord sea una suerte de homenaje al inicio de Salvar al soldado Ryan (1998), en lugar de por mar por aire. Evidentemente, ni este film es el clásico de Spielberg ni los directores son comparables, pero ya avanza el ritmo que va a tener posteriormente la cinta. A partir de ese momento la trama desarrolla con acierto tanto a personajes como el argumento, planteando los puntos de giro de forma pausada, tomándose el tiempo para explorar los arquetipos que se presentan en la historia y para abordar la revelación de la información. En este sentido, es especialmente reseñable la secuencia en la que el protagonista descubre los experimentos nazis que se desarrollan bajo el objetivo de su misión, todo un ejercicio de tensión dramática.

En su contra juega el hecho de que estamos ante una serie B notable, y por lo tanto puede no ser tomada demasiado en serio. Pero no hay que confundirse. Avery desarrolla un film sencillo en el fondo (para muchos puede que demasiado sencillo) pero bien elaborado, con personajes prototipo que permiten un desarrollo de la acción sin intermitencia alguna. Es cierto que los personajes apenas tienen trasfondo dramático; es cierto que en varias ocasiones el desarrollo es demasiado previsible. Pero en este caso las carencias se suplen con un tratamiento entregado a la ciencia ficción y a la acción, amén de algunos toques de humor y, por supuesto, unos momentos de lo más sangriento.

Overlord es puro entretenimiento para los amantes de la ciencia ficción y la acción. Con un guión sencillo y directo, y unos personajes más bien planos pero que funcionan a las mil maravillas tanto dentro de la trama como entre ellos, Avery desarrolla una trama que apenas se detiene, evitando así que se planteen dudas en el espectador. Los puntos de giro hacen avanzar la acción por un camino que en muchos momentos es previsible, pero que en este caso no por eso deja de funcionar. Y eso es gracias fundamentalmente a que la película utiliza sus armas con inteligencia, conociendo sus limitaciones y explotando sus ventajas. El consejo de J.J. Abrams (Super 8) se aprecia en cada plano.

Nota: 7/10

‘Dunkerque’: los silenciosos tiempos de la guerra


Hace ya tiempo que entrar en una sala de cine para ver una película de Christopher Nolan (El truco final) es de por sí una experiencia multisensorial. Visualmente poderosas, el uso del sonido y de los efectos potencian una narrativa suficientemente impactante y sólida por sí sola. La última cinta del realizador británico viene a confirmar un secreto a voces: que estamos ante el que posiblemente sea el mejor director de su generación y, hasta cierto punto, un heredero de Stanley Kubrick (La chaqueta metálica).

La labor de Nolan tras las cámaras de Dunkerque alcanza su máxima expresión en todos los aspectos. Con una historia tan sencilla como compleja de narrar por la cantidad de escenarios y personajes necesarios para representar la acción, el director se limita a hacer lo que mejor sabe hacer: atenazar al espectador con unos planos espectaculares y sobrecogedores, aferrarlo a su asiento con la tensión dramática y la angustia de unos hombres a merced de la suerte y de un aciago destino del que no parece que puedan escapar. Con pocos diálogos, la cinta apuesta por potenciar el sonido de un modo cuanto menos particular. Sin grandes fanfarrias ni estruendos innecesarios, los graves provocados por los motores de los aviones, los impactos de bala o los estallidos de las bombas mantienen prácticamente todo el relato con un trasfondo tenso no apto para personas que se angustien fácilmente.

A esta narrativa se suma, para rizar el rizo, el particular gusto de los hermanos Nolan por los tiempos de la narración. Si bien al comienzo puede despistar, el uso de secuencias clave permite al espectador recomponer el puzzle que representa este rescate de más de 300.000 personas de una playa a través de la visión de un puñado de personajes repartidos por tierra, mar y aire. De este modo, y más allá del relato, el film se despliega como un mapa a descifrar que hace aún más interesante, si cabe, una trama carente de grandes giros argumentales o enemigos a las puertas, pero enriquecido con un dramatismo propio de los films que forman parte de la historia. Y es aquí donde radica la magia del genio de Nolan, en ser capaz de permitir al espectador desentrañar de forma gradual la maraña narrativa que parece mostrar en un principio (y la palabra clave es «parece»).

Puede que Dunkerque no sea una película perfecta. De hecho, en este juego narrativo con tantos y variopintos personajes donde los diálogos brillan por su ausencia en buena parte del metraje, los protagonistas son los que peor parados salen. Tantos roles impiden una buena definición de ellos, aunque sí lo suficiente como para dotar al conjunto de la profundidad dramática necesaria. Es un mal menor y necesario en una épica obra como esta que sobrecoge, hipnotiza y enamora a partes iguales. Que Nolan haya vuelto a crear una obra extraordinaria empieza a ser algo habitual. Que lo haga con géneros tan dispares como sus últimas obras le acerca un poco más al Olimpo de los grandes directores de la historia del cine.

Nota: 9/10

‘Hasta el último hombre’: uno más, solo uno más


Andrew Garfield no dispara un solo tiro en 'Hasta el último hombre'.Aunque solo fuera por conocer la historia de Desmond Doss, objetor de conciencia que logró la máxima distinción del ejército norteamericano por sacar con vida a 75 hombres del campo de batalla sin disparar una sola bala, la nueva película de Mel Gibson (Braveheart) como director ya merece la pena. Pero es que el film en sí mismo es una obra imprescindible del moderno cine bélico, un relato sobre el valor, sobre la fidelidad a las creencias y sobre la amistad que se forja en el frente. Y todo ello con sus imperfecciones, que las tiene.

Lo bueno, como suele ocurrir en estos casos, es que dichos puntos débiles son casi irrelevantes en Hasta el último hombre. El principal talón de Aquiles de la cinta es su comienzo, excesivamente lento y, aunque necesario, reiterativo en la lucha de un joven soldado que no quiere coger un fusil pero sí luchar en el frente junto al resto de hombres. Lo que sufre durante su entrenamiento, incluyendo un juicio militar, se desarrolla de modo algo pausado, repitiendo fórmulas y argumentos que solo logran dejar más claro lo que ya se sabe a los pocos minutos de comenzar el film, alargando por consiguiente la presentación del protagonista (bien interpretado por Andrew Garfield tras  colgar el traje de Spider-man).

Ahora bien, una vez superado esta primera parte y los buenos y malos momentos que deja, Gibson entra en harina con una de las secuencias bélicas más impactantes, sobrecogedoras, brutales, sanguinarias y contundentes que se recuerdan. De hecho, no es extraño que vuelva a la memoria el comienzo de Salvar al soldado Ryan (1998), modelo que sin duda utiliza el director para abordar la violencia y crudeza de un combate sin cuartel. Y lo que hasta ese momento podía parecer parsimonia se convierte en una celeridad extenuante, en un sinfín de disparos, gritos, dolor y angustia. Y con ellos, la labor de un joven que es capaz de demostrar su valía y su enorme corazón al meterse de lleno en un conflicto sin más armas que sus ganas de salvar a sus compañeros. Lo que ocurre después es sencillamente uno de los mejores relatos bélicos de los últimos años.

Desde luego, Hasta el último hombre tal vez no sea una película perfecta. Su guión, aunque interesante, está algo desequilibrado. Y habrá quienes piensen que parte del reparto no está bien elegido. Pero nada de eso importa. Personalmente creo que los actores, en mayor o menor medida, hacen una labor más que notable. Y desde luego la dirección de Gibson es magistral, sobre todo por el impacto que provoca en el espectador ese primer combate que nos sitúa al mismo nivel que un joven sin experiencia sin un arma en sus manos con la que poder defenderse. Pero aparte de todo eso, está el mensaje que se desprende en cada fotograma, en cada frase de diálogo. Esa combinación de fondo y forma es la que convierte a este film es una gran obra, y la que deja al espectador susurrando: «Uno más, solo uno más».

Nota: 8/10

‘Suite francesa’: la música de un amor imposible


Matthias Schoenaerts y Michelle Williams viven un amor imposible en 'Suite francesa'.Hay muchas veces que una historia no tiene que ser necesariamente extraordinaria para causar buena sensación. Con un buen desarrollo, unos personajes bien definidos y una realización académica se pueden lograr resultados más que aceptables, y eso es lo que ha logrado en líneas generales Saul Dibb (La duquesa) con esta historia de amor imposible durante la II Guerra Mundial. Y aunque la película tiene, a priori, un aspecto previsible más que evidente, en su interior se esconden algunas ideas interesantes que dotan al conjunto de una mayor presencia.

No quiere esto decir que este drama romántico entre un alto mando alemán y una francesa sea una película notable, pero sí que logra ser algo más que una sencilla historia de amores, odios y pasiones ocultas. De hecho, este tal vez sea su aspecto menos interesante. Si algo bueno tiene el desarrollo dramático del guión es que pivota sobre aspectos que contrastan mucho con la guerra, como si el pueblo en el que transcurre la acción fuera en realidad un microcosmos en el que la guerra es solo un eco lejano que se oye con más fuerza de vez en cuando. El uso de la música como contrapunto de la barbarie o los sentimientos encontrados entre alemanes y franceses (que no están reflejados solo en la relación de los protagonistas) son algunos de esos aspectos.

Por supuesto, en la buena marcha de la historia tienen mucho que ver los actores, un reparto realmente notable que logra dotar a sus personajes de una complejidad que no está reflejada en el guión. Si bien es cierto que todos los roles están dibujados con cierta simplicidad, la labor de actores como Tom Schilling (Oh boy) o Kristin Scott Thomas (Gosford Park) logra traspasar esa sencillez para asomarse a una profundidad que crea una mayor complejidad. Pero como decía al comienzo, no hay que entender esto como los valores de un film excepcional, sino como aspectos positivos de una historia sencilla y que tiende siempre a caer en la previsibilidad.

Realmente, el gran problema de Suite francesa es precisamente que su historia no termina de desmarcarse nunca de lo ya contado en otras historias con trasfondo bélico. Pero es un film que se disfruta, que cautiva en algunos momentos y que es capaz de mostrar con cierta crudeza el lado más sádico de la guerra en aquellos rincones donde ni siquiera llegó a manifestarse plenamente. La película, en resumen, es un buen ejemplo de que un magnífico envoltorio puede ayudar a levantar un fondo algo sencillo y claramente predecible.

nota: 6/10

‘The imitation game’: el enigma de la sobriedad


Benedict Cumberbatch da vida a Alan Turing en 'The imitation game'.Puede parecer que los grandes films deben tener, al menos, un aspecto grandilocuente en su producción. Da igual que sean los efectos especiales, la concepción narrativa del director o el desarrollo del guión. ¿Pero qué ocurre cuando ninguno de esos elementos destaca por encima del resto y todos ellos crean un magnífico film? Seguramente a muchos les parecerá que están ante películas sin grandes alicientes, pero nada más lejos de la realidad. Lo nuevo de Morten Tyldum (Buddy) es esto y mucho más.

Dese luego, si el 2015 va a estar definido por lo que pueda representar The imitación game, estamos ante un año cinematográfico espléndido. Todo en la película, desde la puesta en escena a los actores, traslada al espectador a una época de tensiones, experimentación y descubrimiento. Una época en la que el tiempo jugaba a contrarreloj, algo que puede saborearse en cada plano rodado de forma elegante por Tyldum, quien opta por una planificación idóneamente sobria. Sobriedad que, por cierto, no debe sobreentenderse desde el punto de vista del guión, que depara alguna que otra sorpresa de carácter bélico que debería hacer reflexionar sobre el papel que cada país jugó en la guerra.

Claro que la función no sería lo mismo sin la presencia de sus actores. Sin duda, Benedict Cumberbatch (El topo) vuelve a demostrar, y ya empiezan a ser demasiadas ocasiones, que es uno de los mejores actores de su generación, del panorama actual y de lo que va a surgir de aquí a unos años. La sutileza con la que afronta su personaje, dotándole de matices y motivos a medida que avanza el metraje, es digno de todos los reconocimientos posibles. Pero no es el único. Desde una Keira Knightley (Nunca me abandones) que pide en cada plano más atención hasta Mark Strong (Oro negro), uno de esos secundarios «roba escenas», todo el reparto se afana por dotar no tanto de realismo, sino de verosimilitud, a sus respectivos personajes, edificando una serie de relaciones personales que traspasan la mera interpretación.

Se puede decir que estamos ante una de las mejores películas del año. The imitation game es uno de esos biopics que atrapan, capaces de ofrecer mucho con muy poco. El desarrollo dramático de las motivaciones de Alan Turing para construir la máquina, para ponerle nombre, e incluso para luchar por su creación a costa de su propia vida, es una de las mejores narraciones del año. Ya tiene presencia en los Globos de Oro, y todo apunta a que la tendrá en los Oscar. No merece menos.

Nota: 8/10

‘Al filo del mañana’: reviviendo Normandía una y otra vez


Tom Cruise y Emily Blunt son los encargados de salvar el mundo 'Al filo del mañana'.Cualquiera que haya jugado a un videojuego sabe que una de las leyes es que si mueres vuelves al último punto en el que salvaste la partida. Y si la fase es muy complicada, el jugador puede vivir el momento una y otra vez. Ahora imagínense que el videojuego es bélico, que transcurre en el desembarco de Normandía durante la II Guerra Mundial y que siempre mueren al llegar a la playa. Bueno, pues más o menos eso, con alicientes fantásticos y alienígenas, es lo que propone la nueva cinta de Doug Liman (Jumper), un realizador que tal vez no posea un talento único pero que, para compensar, sabe muy bien cuáles son las claves de cualquier cinta de acción. Esta historia sobre una invasión alienígena lo demuestra.

Porque más allá de las connotaciones sociales e históricas de la película, Al filo del mañana es ante todo un producto comercial, un entretenimiento perfectamente armado y estructurado cuyo ritmo e interés nunca decaen. La forma en que Liman afronta el tratamiento de la historia, comenzando con repeticiones para, poco a poco, pasar a una narrativa lineal que presupone la constante vuelta al comienzo, revela un sentido dramático muy interesante. Consciente de su propia condición, la historia se mueve por la comedia, el drama y la intriga de forma natural y fresca, permitiendo a Tom Cruise (Noche y día) un papel al que no le tenemos acostumbrado: el de héroe muy a su pesar. La evolución de su personaje, que pasa de ser un hombre miedoso y cobarde a un soldado capaz de sacrificarse por los demás, es notable gracias a esa constante repetición de momentos que, lejos de ser monótona, saca partido de la vena más irónica y divertida del reparto. Esto unido a unos efectos ciertamente abrumadores y a una trama que es algo más que acción, tiros y monstruos da como resultado un film de acción de alto nivel.

Y por si esto fuera poco, hay algo más. El guión, que adapta una novela de Hiroshi Sakurazaka, es una prueba más de que una buena forma de observar la realidad y la historia es utilizando la ciencia ficción. Y si no, simplemente hay que sustituir esa raza alienígena que funciona como un cerebro (cuyos soldados vienen a ser una suerte de agresivas neuronas movidas casi por impulsos) por el ejército nazi. De hecho, el inicio del relato, con esa imagen de Europa siendo invadida en color rojo, es muy sintomática: solo Inglaterra, Rusia y España quedan fuera de la influencia. No es casualidad, por tanto, que el grueso de la acción tenga lugar en un desembarco militar que termina en masacre donde el ejército invasor espera paciente el envite de los soldados, enviados a una muerte casi segura. Y tampoco es casualidad que el final tenga lugar en París. Incluso de forma subconsciente, las constantes referencias a uno de los acontecimientos más negros de la Historia de la humanidad convierten al film en algo más que un mero vehículo de lucimiento personal o de entretenimiento olvidable.

Puede que la historia de Al filo del mañana no posea una gran complejidad, lo cual tampoco es algo malo. Y desde luego tiene unas concesiones al gran público algo innecesarias, como es ese final en el que el héroe debe, por narices, tener un final acorde a su figura. Pero más allá de todo eso la película es pura adrenalina, un producto que aúna inteligentemente acción y humor, tensión y drama, para erigirse como un relato capaz de ofrecer algo más que el actual cine de acción. Una obra por encima de la media que debe ser disfrutada, con lecturas a diversos niveles y un equipo técnico y artístico a la altura de las exigencias del proyecto. Una película de ciencia ficción como debe ser.

Nota: 7,5/10

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