‘La primera purga: La noche de las bestias’: tradiciones americanas


El fenómeno de la serie ‘La noche de las bestias’ es cuanto menos curioso. Con una premisa tan interesante como novedosa (una noche al año el crimen es legal), el desarrollo de todas y cada una de las películas siempre ha sido un tanto decepcionante respecto a las expectativas creadas. Consecuencia de esto, a medida que han pasado los años el espectador se acostumbra, sabe lo que va a ver y, por lo tanto, espera lo que debe esperar de estas historias. Eso, sumado a que cada film explora diferentes aspectos sociales y sociológicos, han convertido esta saga en un loable experimento. Y la última entrega es la mejor prueba de ello.

A diferencia de las anteriores películas, La primera purga: La noche de las bestias aborda los orígenes de este universo ya conocido. Esa combinación entre lo conocido y el inicio de esta «tradición americana» provoca un fenómeno pocas veces visto en una película. Con una estructura idéntica a las últimas entregas, esta historia es posiblemente la más profunda en lo que a contenido sociológico se refiere. Planteado todo como un experimento, el desarrollo dramático termina revelando que dicho experimento, además de estar manipulado, es en realidad una herramienta política para controlar a la sociedad, y sobre todo para someter, atacar y destruir las clases bajas y marginales de las ciudades.

Desde ese punto de vista, la película ofrece multitud de reflexiones, tanto históricas como actuales (referencia implícita a Donald Trump incluida) sobre el modo en que se forjan determinados hitos. Pero más allá de eso y de cierta violencia bien ejecutada desde un punto de vista cinematográfico, el film ofrece pocos alicientes, más o menos como toda la serie. Los personajes, arquetípicos, apenas ofrecen cambios dramáticos, salvo el hecho de que en el último momento se ven obligados a sobrevivir. Los giros argumentales son más bien escasos y previsibles. Y el modo en que se desarrollan algunos aspectos de la trama no termina de ser consciente, recurriendo a que los personajes conozcan, casi de forma divina, lo que está ocurriendo hasta el más mínimo detalle sin que exista un tratamiento previo acorde.

Por tanto, La primera purga: La noche de las bestias puede ser vista de dos formas. Por un lado, como un producto más que trata de explotar una serie de películas de relativo éxito e interés con una historia idéntica para narrar los orígenes del universo mostrado. Por otro, como un film que complementa y supera, en muchos aspectos, a sus predecesores, cargando la narrativa con un ideario sociológico no visto hasta ahora. En el equilibrio de ambos extremos se encuentra este film que, sin ser notable, sí entretiene lo suficiente como para no resultar tedioso en ningún momento.

Nota: 6/10

‘The Flash’ crece en la 1ª T gracias a su estructura dramática


Grant Gustin es el hombre más rápido del mundo en la primera temporada de 'The Flash'.El ‘boom’ superheroico que hace unos años invadió las salas de cine (y que ha provocado toda una mega estructura narrativa que durará varios años) se ha trasladado de forma definitiva a la pequeña pantalla. A los exitosos experimentos de ArrowAgentes de S.H.I.E.L.D. se suman muchos otros personajes que no solo tienen sus propias historias, algunas mejores que otras, sino que conforman un universo particular que, a menos que algo o alguien lo estropee, se terminará fusionando con el del cine. Pero no adelantemos acontecimientos. Por ahora, analicemos otro de los productos que más éxito han tenido, y cuya segunda temporada ya está emitiéndose. Me refiero a The Flash, personaje cuya presentación tuvo lugar, precisamente en la serie protagonizada por Stephen Amell (Cerrando el círculo).

Creada por Greg Berlanti, Geoff Johns y Andrew Kreisberg, responsables de la construcción del universo televisivo de DC Comics, la primera temporada de esta entretenida serie ejemplifica como pocas los problemas y las virtudes que suelen tener este tipo de producciones, así como las herramientas necesarias para superarlos o aprovecharlas, según sea el caso. Los primeros compases de estos 23 episodios son, en pocas palabras, una apuesta episódica cuyo valor no supera la simple presentación de personajes y sus respectivas tramas, así como una retahíla de villanos a cada cual más original que sirven al espectador para crecer junto al protagonista, al que da vida de forma notable Grant Gustin (serie Glee). De este modo, el trasfondo dramático de la historia, que no desvelaré por aquello de los spoilers, queda en un segundo plano.

O al menos eso puede parecer. Porque lo cierto es que es aquí donde se aprecia la elaboración dramática de la historia. En prácticamente cada episodio se dejan una serie de píldoras narrativas que aportan un nuevo grano de arena a la senda que conduce al espléndido final que tiene la temporada. Pequeñas dosis dramáticas, algunas como ganchos de final de episodio y otras como parte de la historia del capítulo, que permiten al espectador completar un puzzle y entender, al fin, lo que se trata de contar en esta primera etapa. Esta táctica, si bien no es novedosa, sí es el soporte fundamental para que The Flash no caiga en la autocomplacencia, limitándose a una sucesión de villanos. De hecho, y a medida que se acerca al final, los enemigos del velocista de Central City son cada vez menores, dejando más espacio para la auténtica e interesante trama principal.

A esta estrategia se suma un tono divertido, en algunos casos casi infantil, que ayuda a quitar mucha gravedad a lo visto en la pequeña pantalla. A diferencia de la ficción del arquero verde, los primeros episodios del rojo corredor son simplemente entretenimiento y diversión, sin grandes dramas y con mucha ironía. La gravedad que desprende Arrow, y que ha sido uno de sus éxitos, aquí brilla por su ausencia en la mayor parte del desarrollo dramático. Contrariamente a lo que pueda pensarse, esta apuesta se ajusta más tanto al carácter del personaje como a la propia dimensión de la serie, más fantástica. Dicho de otro modo, es un producto para pasar el rato más que para identificarse con los problemas y dudas morales del protagonista. Y si eso se entiende desde el principio, no debería haber ningún problema.

Pasado, presente y futuro

En este sentido, y que me disculpen los más fervientes seguidores de The Flash, la serie tiene más de una producción Marvel que de una producción DC. La primera siempre se ha caracterizado por productos más inocentes, con más acción y menos oscuridad en sus tramas, mientras que la segunda… bueno, no hay más que ver lo que representa la trilogía del Caballero Oscuro. De ahí que esta primera temporada pueda resultar un cuerpo extraño dentro de la estructura dramática que DC imprime a sus historias. Sin embargo, es solo una impresión. La resolución final de estos primeros 23 episodios deja claro que no estamos ante una producción al uso. Asimismo, la introducción de personajes de Arrow, que generan un flujo entre ambas series de lo más enriquecedor, dotan a la trama de la seriedad que podría faltarle en algunos momentos.

Aunque lo que mejor define a esta ficción es la unión entre pasado, presente y futuro que se mantiene a lo largo de todo el arco dramático, y que afecta a todos los personajes en mayor o menor medida. Ese juego entre ciencia, fantasía y superhéroes genera una serie de conexiones entre los diferentes espacios temporales que siempre influyen en el desarrollo de la trama, lo que a su vez crea una mayor complejidad en la narrativa. Nada ocurre por azar, y desde luego ninguna trama, por secundaria que sea, queda sin explicación, que es más o menos sólida. Esta complejidad y el humor que desprenden muchos de sus personajes logran ese delicado equilibrio que permiten a una serie no caer en la autoparodia o en la soberbia, y que la convierten en una producción a disfrutar.

Pero esta unión va más allá. A comienzos de los años 90 se produjo otra serie en torno a este personaje. Aquella ficción estaba protagonizada por John Wesley Shipp (serie Dawson crece) en el papel que ahora interpreta Grant, cuyo padre en la ficción es… el propio Shipp. Pero no es la única conexión. En aquella serie de hace 20 años Mark Hamill, el inolvidable Luke Skywalker de la saga ‘Star Wars’, daba vida al mismo villano que interpreta en esta nueva versión, y que ha pasado estas dos décadas en la cárcel preparando su «obra maestra», como él mismo dice en un episodio. Y esos son solo dos ejemplos de la relación que los guionistas han tratado de establecer entre aquel Flash del pasado y el que ocupa nuestro presente y nuestro futuro más inmediato.

Lo que se desprende de la primera temporada de The Flash es puro entretenimiento. Sin las pretensiones dramáticas de Arrow, la serie busca en todo momento divertir sin preocupaciones, aunque contando para ello con una sólida trama principal y una cartera de villanos interpretados por rostros conocidos de la pequeña pantalla, desde Wentworth Miller y Dominic Purcell (protagonistas de Prison break) hasta Liam McIntyre (serie Spartacus). Desde luego, es una serie que va de menos a más hasta un clímax notable que deje una buen sabor de boca y que permite pensar en un futuro prometedor para esta producción, sobre todo si tenemos en cuenta que las flujos narrativos entre el arquero y el velocista de DC son cada vez más sólidos.

T. 1 de ‘Masters of Sex’, la ciencia del sexo en una sociedad cohibida


Lizzy Caplan y Michael Sheen, en un momento de 'Masters of sex'.Una de las revelaciones del año en lo que a la pequeña pantalla se refiere ha sido, sin lugar a dudas, la historia de William Masters y Virginia Johnson. La pregunta habitual que suscitan estos nombres es: ¿y quiénes son? Con los años y la cada vez más extendida presencia del sexo en nuestra sociedad estos dos pioneros han dejado de ser conocidos por el gran público, pero ellos fueron en buena medida los responsables de arrojar mucha luz sobre un acto tan natural y al mismo tiempo tan misterioso socialmente hablando como es el coito. Fueron ellos los que iniciaron una investigación científica sobre el sexo, sus fases, las reacciones que provoca y cómo incide en la vida del hombre y de la mujer. Masters of Sex, cuya primera temporada terminó a mediados del diciembre pasado, recoge esos primeros años de investigación y los conflictos a los que tuvieron que hacer frente.

Ahora bien, estos 12 episodios no tratan sobre sexo. Al menos no exclusivamente. Como no podía ser de otro modo, la motivación principal que sustenta toda la trama es la parte científica y todos los problemas que supera poco a poco. Desde el primer capítulo, en el que se plantean las premisas básicas, hasta el último, en el que el resultado de un año de investigación sale a la luz con resultado poco alentador, la serie siempre busca el espacio necesario para abordar el avance de la investigación. En este sentido, por cierto, es conveniente señalar y reconocer la valentía de los responsables a la hora de mostrar y hablar sobre sexo. Pero esta motivación, este estudio, no deja de ser eso, una premisa sobre la que construir algo mucho más interesante: el aspecto social del sexo.

Uno de los aspectos más interesantes es comprobar cómo a medida que avanza el estudio de Masters y Johnson no solo se derriban mitos y leyendas en torno al acto, sino los muros que constriñen a una sociedad, la de los años 60 y 70 del pasado siglo, muy encorsetada por unos convencionalismos que convertían el sexo en tabú. Es un reflejo de la revolución que años más tarde provocarían los investigadores con sus publicaciones. La serie recoge de forma sutil y al mismo tiempo contundente cómo los personajes, atrapados en una sociedad que no entiende de deseos y pasiones, liberan sus sentimientos a medida que el sexo se hace más y más presente en sus vidas. Más adelante hablaré de lo que me parece uno de los puntos más previsibles del conjunto, pero antes he de detenerme en el personaje de Beau Bridges (Los descendientes) porque es, posiblemente, el que más acusa dicho cambio.

Al menos es el que más perjudicado resulta con el inicio del estudio. Chantajeado por una condición sexual que por aquel entonces se consideraba una enfermedad (algún resto de esta ideología todavía perdura en la actualidad), desde ese momento su evolución y la influencia que tiene el experimento, tanto en él como en su matrimonio, reflejan la doble vida que la sociedad tenía en aquellos años. Su personaje, maravillosamente interpretado, por cierto, se debate en todo momento entre lo que la sociedad le ha enseñado que es correcto (ama a su esposa) y sus verdaderos sentimientos y necesidades que debe buscar en otra parte. Su dualidad, unido a ese concepto del sexo a medio camino entre la pulcritud y la curiosidad de lo novedoso, posiblemente represente mejor que cualquier otra línea argumental lo que trata de ser Masters of Sex, es decir, una transgresión, un continuo contraste entre lo admitido y lo prohibido, entre el tabú y la ciencia.

Un médico como los de antes

Sin duda, y aunque posee algunas trazas de prototipo trágico y sufridor, es uno de los mejores personajes de la trama. No quiere esto decir que los protagonistas no tengan interés, pero sí es cierto que son dos roles excesivamente previsibles, excesivamente arquetípicos. Sobre todo el de Masters, un espléndido Michael Sheen (Midnight in Paris) que vuelve a demostrar un talento innato para los personajes históricos. Su evolución a través del estudio y de su ayudante Johnson, a la que da vida Lizzy Caplan (Monstruoso), se anuncia casi desde el primer minuto, restando algo de interés a la relación que se gesta entre ellos. De hecho, y al margen del resto de acontecimientos que se van sucediendo en la trama, no es extraño que el espectador haga apuestas sobre el episodio en el que se van a producir, y cómo se van a producir, los inevitables puntos de giro.

Curiosamente, los efectos que provoca esta relación a todos los niveles tienen más interés que ella en sí misma. Ver cómo afecta al estudio, al matrimonio y al resto de personajes secundarios resulta mucho más enriquecedor, sobre todo porque produce una serie de tramas secundarias que completan notablemente el conjunto. Un conjunto, por cierto, que recrea la época de forma espléndida, tanto en diseño de producción como en vestuario, vehículos e incluso movimientos físicos. Todo para generar la sensación de vivir en un espacio asfixiante del que la única vía de escape, al menos para los protagonistas, es el tiempo que pasan en esa pequeña sala realizan los estudios sobre sexualidad.

No quiero terminar el comentario sin hacer referencia al último episodio en el que se realiza la presentación de los resultados del experimento. Más allá de que se conozca o no la historia real en la que se basa, más allá de que el resultado de la exposición del material se intuya casi desde el capítulo anterior, es interesante comprobar cómo para determinadas cosas la sociedad no ha cambiado en 50 años. Y lo más grave es el contexto en el que ocurre todo, supuestamente más abierto y receptivo. Que una sala llena de médicos se tome a broma un experimento sobre la sexualidad humana hasta que se aborda plenamente ese tema desde el punto de vista femenino refleja claramente el machismo imperante. Pero que un grupo de profesionales se escandalice por las imágenes que se grabaron durante el experimento es poco menos que ético. Como digo, después de medio siglo deberíamos haber cambiado, pero no es infrecuente ver esas mismas reacciones en determinados ámbitos. Por no hablar de la forma de entender la homosexualidad.

Es una serie diferente. Masters of Sex podrá incomodar a algunos, encantar a otros y dejar indiferente a más de uno. Pero es una producción valiente, arriesgada, que busca en todo momento reflejar el carácter de una sociedad que no permitía a sus individuos expresar sus sentimientos y emociones como ellos deseaban. Es una serie sobre ciencia, medicina y sexo, en efecto. Pero es una trama sobre los convencionalismos, sobre la forma de evolucionar y de romper con lo establecido. En cierto modo, ella misma busca romper ciertos tabúes televisivos, y personalmente creo que lo consigue.

La crítica al racismo y la xenofobia regresan en la 6ª T de ‘True Blood’


Anna Paquin deberá enfrentarse a nuevos enemigos en la sexta temporada de 'True Blood'.Cuando la sexta temporada de True Blood empezó a emitirse ya hubo voces que aseguraban un retorno a los orígenes de la serie. Tras finalizar hace unos días los 10 episodios que componen esta última entrega hay que rendirse a la evidencia. La serie ha retomado ese espíritu, es cierto, y lo ha hecho de una forma que solo Alan Ball (serie A dos metros bajo tierra), su creador, podía permitirse: llevando a los personajes y las tramas por unos senderos surrealistas para exponer sus propias debilidades a la luz del sol, devolviendo a cada uno de los protagonistas a un estado similar al inicial y permitiendo, por tanto, una puesta a punto de algunas relaciones deformadas por el paso del tiempo.

En esta ocasión, la trama retoma exactamente el momento con el que concluía la quinta temporada, desvelando la nueva naturaleza de Bill Compton (Stephen Moyer), la influencia de la muerte de los padres de la protagonista en su futuro más inmediato y la presencia de una nueva criatura, un hada vampiro que posee lo mejor de ambos mundos. Pero lo verdaderamente relevante es la presencia de un nuevo villano casi más aterrador que el ya mítico vampiro Russell Edgington (Denis O’Hare). Y lo es porque proviene del mundo de los humanos, y porque lo que propone es una especie de campo de concentración para desarrollar un virus capaz de matar vampiros.

Analizado en conjunto, el mencionado retorno a los orígenes de la serie no estriba tanto en la destacada presencia de vampiros (el resto de criaturas prácticamente desaparecen de la trama, incluyendo secundarios de peso) como en el aspecto social a tratar. Siendo sinceros, la serie se ha desviado en muchas ocasiones por derroteros puramente comerciales, dejando de lado el reflejo de las miserias sociales que tanto definieron la primera temporada. Con estos nuevos capítulos la producción vuelve a denunciar, siempre a su modo, algunos de los aspectos más oscuros del ser humano, retrocediendo unos años en la Historia. Concretamente, hasta la época de la II Guerra Mundial. La presencia de ese villano que busca conocer mejor a su enemigo y la imponente construcción en la que se experimenta con los vampiros es una clara versión moderna de los campos de exterminio.

Y en este caso, al igual que entonces, se argumenta una supuesta lucha contra un enemigo que en el fondo no lo es tanto única y exclusivamente para tener la excusa perfecta de su aniquilamiento. Esta potente premisa en torno a la cual gira buena parte del desarrollo dramático de la temporada otorga al conjunto una solidez que hacía mucho no tenía la producción, si bien es cierto que la combinación de esta línea principal con las secundarias (más débiles en esta ocasión) ha dado lugar a una situación bastante poco creíble incluso en una serie como esta, pero que por fortuna se ha resuelto con inteligencia, originalidad y bastante sentido del humor. Me refiero al hecho de que los vampiros puedan caminar bajo la luz del sol por beber la sangre de ese hada vampiro y su posterior forma de devolverlos a su naturaleza original, aparente muerte del personaje de Alexander Skarsgård (Melancolía) incluida.

Una debilidad secundaria

La trama principal de True Blood en esta sexta temporada ha provocado altas y bajas en el bando vampírico, incluyendo alguna con una carga crítica bastante relevante, como la transformación en vampiro de la hija del villano, en lo que es una muestra más de lo absurdo que resulta el racismo o la xenofobia, sobre todo en un mundo donde nada es blanco o negro, humano o vampiro, bueno o malo. Habría que hacer mención especial también a la evolución de los dos vampiros principales. Ambos vuelven a sus orígenes, en efecto, pero las formas de hacerlo son muy distintas. Mientras el personaje de Skarsgård se mueve por la venganza para volver a ser ese vampiro despiadado y sanguinario (su momento en el búnker de vampiros es uno de los momentos más salvajes de la serie), lo del vampiro Bill resulta un poco débil.

Hay que recordar que al final de la temporada anterior este personaje resucitaba convertido en lo que parecía una especie de dios. Su evolución sigue esa senda, pero la propia naturaleza de este nuevo personaje, este Blilith, como le llaman en algún momento de la serie, lo convierte en inservible. Y me explico. El hecho de que un personaje protagonista posea todo tipo de poderes y ninguna debilidad termina por destruir las posibilidades narrativas del resto de personajes, tanto humanos como vampiros. Es por eso que era necesario terminar con su forma divina. El problema es que la forma de hacerlo ha sido, por así decirlo, un tanto cristiana: su sacrificio para que el resto de su especie pueda vivir, en un plano que parece una macabra representación de Cristo en la cruz, lo devuelve a su estado natural, buscando desde entonces redimir sus actos previos.

En cualquier caso, el verdadero punto débil de esta temporada han sido las tramas secundarias y la forma de afrontar los conflictos de los personajes menos relevantes. Más allá de la muerte de uno de ellos, que supone un cierto punto de inflexión en el futuro desarrollo de la serie, el resto de nudos argumentales no aportan nada, o casi nada, al desarrollo de la serie. Todo lo relacionado con los hombres lobo y los cambiantes queda aquí aparcado, pero como los personajes no pueden desaparecer se les sitúa en medio de una historia un tanto peregrina. Desconozco si esto ha sido por influencia de los libros en los que se basa o por falta de ideas, pero su inclusión deja que desear. Sobre todo porque son historias autoconclusivas que no llevan a ninguna parte, salvo tal vez a encontrar una justificación para ese pequeño epílogo final del episodio 10 en el que, a ritmo de ‘Radioactive’ del grupo musical Imagine Dragons, se ofrece el futuro más inmediato de la séptima temporada: ahora hay vampiros sanos y vampiros infectados con el virus desarrollado en ese campo de concentración, estos últimos mucho más peligrosos y sanguinarios.

Personalmente, esta sexta temporada de True Blood creo que está entre las mejores de toda la producción, principalmente porque retoman el conflicto original entre humanos y vampiros desde un punto de vista racial. El hecho de que las historias secundarias resulten algo flojas respecto al resto no debería ser un impedimento para disfrutar de estos 10 capítulos. Además, el futuro de los personajes se antoja muy interesante con esa nueva plaga de vampiros infectados y la situación social de cada uno de los personajes, alguna realmente novedosa. Y aviso para navegantes: aquellos que crean que el vampiro de Skarsgård ha muerto, una frase de Brian Buckner (Friends), showrunner de la serie: «No voy a sacar a Alexander Skarsgård de los salones de la gente».

‘El hipnotista’: el drama del cine negro de personajes


Mikael Persbrandt es 'El hipnotista', de Lasse Hallström.Que un director cuya carrera se ha movido siempre entre dramas, romances y comedias decida de repente dar un giro y atreverse con un thriller genera ya de por sí un interés propio. Si ese director es Lasse Hallström (Chocolat), aún más. Cualquier aficionado que siga su filmografía de forma más o menos asidua comprenderá que un autor al que le gusta desarrollar hasta el detalle a sus personajes tiene todo un filón en la novela negra proveniente del norte de Europa que está tan de moda desde la saga Millennium. Y la verdad es que El hipnotista es un film de personajes. Tanto que eclipsa por momentos la trama.

De hecho, se podría decir que hay dos películas en una. Por un lado, la investigación de un brutal asesinato cuya única pista radica en los recuerdos de un joven en estado de shock incapaz de hablar. Por otro, el drama personal de un antiguo médico cuya carrera se vio truncada por una falsa acusación y cuyo matrimonio pasa por sus peores momentos después de una severa crisis. La primera disfruta de sus minutos al comienzo y al final, dejando toda la parte central de las poco más de dos horas para el profundo desarrollo de la segunda. El problema es que ambas apenas se nutren entre sí, llevando al espectador a perder el interés de una intriga que, por otro lado, se resuelve de forma algo brusca, casi como si de un ‘deus ex machina’ se tratara.

Eso sí, los personajes quedan perfectamente definidos. Poco preocupan los quebraderos de cabeza de una investigación que parece no llevar a ningún lado ante los conflictos emocionales de cada uno de los protagonistas, todos ellos encuadrados en un arquetipo de personaje. Por ejemplo, el policía solitario entregado a su trabajo, la madre frustrada y desesperada ante la situación que vive (una Lena Olin, por cierto, algo excesiva) o la investigadora que compagina trabajo y familia de forma ejemplar. Todos ellos conforman un paisaje dramático que, en otra situación y con otro argumento, podría haberse convertido en uno de esos dramas que tanto le gustan a Hallström. Pero no hay que olvidar que estamos ante un thriller, un cine negro cuyas reglas, incluso las particulares del género europeo, están aquí reducidas a su mínima expresión.

El hipnotista se convierte así en una intriga de personajes, en una historia sobre cómo unos individuos normales y corrientes unidos por la tragedia afrontan sus dudas y sus propios conflictos morales. Poco importa el desarrollo de la investigación y cómo esta afecta a los implicados más directos. De hecho, más o menos a mitad de metraje se dan las pistas suficientes para imaginarse un más que posible desenlace, lo que no evita alguna que otra sorpresa final. El propio director ha afirmado que esta película era un experimento personal en el que intentaba aunar ambos elementos: thriller y personajes. El resultado, sin ser malo, no llena lo que podría esperarse.

Nota: 6/10

La previsibilidad y el exceso de realismo de ‘El clan del oso cavernario’


Daryl Hannah es Ayla en la adaptación de 'El clan del oso cavernario', de Jean M. Auel.La compañía Dreamworks ha vuelto a poner de moda las historias sobre cavernícolas con su propuesta animada, Los Croods. Los orígenes del hombre han sido uno de los temas que, a lo largo de la historia del cine, directores y guionistas más han utilizado para expresar sus ideas sobre los cambios generacionales, la dureza de la vida o los grandes descubrimientos que cimentaron las bases para el desarrollo posterior del ser humano. De todas las películas realizadas queremos hoy poner el acento en un título que puede que muchos aficionados al cine no conozcan. Se trata de El clan del oso cavernario, adaptación de la novela homónima de Jean M. Auel realizada en 1986. Para aquellos que no se hayan acercado a las novelas de la escritora estadounidense, este título es el primero de una saga de seis novelas que se recogen bajo el sobrenombre Los Hijos de la Tierra, y narra la vida de una cromañón de nombre Ayla desde que es acogida por una familia de neanderthales hasta que se convierte en una inteligente y bella mujer cuyos conocimientos sobre medicina y curación son difícilmente igualables.

En este contexto, el director Michael Chapman (La clave del éxito) y el guionista John Sayles (Aullidos) llevaron a cabo una adaptación que intentaba trasladar el espíritu de las novelas de Auel, sobre todo la idea de mostrar dos razas de seres humanos diferentes tanto en físico como en intelecto, aunque muy parecidos en otros aspectos. Desde luego, si algo positivo se puede sacar de esta adaptación es la valentía de su propuesta, sobre todo en el apartado interpretativo y narrativo. Protagonizada por Daryl Hannah (Un, dos, tres… splash), el film contaba con la presencia de relevantes nombres de los años 80 como Pamela Reed (Poli de guardería), James Remar (serie Dexter), Thomas G. Waites (La cosa de 1982) o Curtis Armstrong (Risky business). La mención del reparto viene a cuento porque todos ellos tuvieron que realizar una ardua tarea de transmitir mediante gestos y sonidos guturales el desarrollo de la trama.

Y es que las novelas de Auel, si bien se nutren de diálogo como cualquier otra obra, dejan muy claro desde un principio que la forma de comunicarse de ese clan que tenía por tótem al oso cavernario era mediante gestos, apoyándose de vez en cuando en sonidos generados por un aparato fónico poco desarrollado. Dicha apuesta por parte de los responsables del relato aporta una seriedad y verosimilitud a la trama fuera de lo corriente, permitiendo al mismo tiempo a los actores explotar al máximo sus cualidades interpretativas. Del mismo modo, la falta de diálogos y el entorno salvaje en el que se desarrolla la acción permitieron a Chapman buscar todo tipo de recursos narrativos que, por suerte o por desgracia, dan al conjunto un empaque grandilocuente, con unos escenarios realmente hermosos a la par que peligrosos.

Sin embargo, no estamos ante un film que pueda considerarse revolucionario o influyente. Más bien al contrario. La producción pasa desapercibida, ya incluso en el momento de su estreno, por una serie de errores de previsión y de producción que la llevan a convertirse en una serie B de difícil trato, incapaz de superar sus propias limitaciones. Curiosamente, dichas limitaciones tienen mucho que ver, si no todo, con esa apuesta por no decir ni una palabra en todo el film. La falta de referencias habladas no solo impide una comprensión adecuada de lo que ocurre en pantalla, sino que obliga al espectador a realizar un trabajo doble: atender a la acción y a las señas de los personajes. El resultado es la pérdida de atención de alguno de los elementos de la trama, generándose la sensación de que algo no encaja en esta historia prehistórica.

Violencia cavernícola

La propia autora de los libros rechazó la adaptación. Según ella, era demasiado violenta. En cierto modo, no le falta razón. Aquellos que hayan leído las novelas sabrán que sus páginas no esconden en ningún momento la violencia, física o psicológica, que acompaña a la protagonista. Lo bueno es que en la novela el lector tiene en todo momento presentes las emociones de Ayla, el personaje de Hannah, gracias a los diálogos y a esa herramienta propia de la literatura que es el narrador omnipresente.

La película de Chapman, por el contrario, peca de exceso de realismo en este sentido. Como director que muere con sus ideas, las emociones y pensamientos de la protagonista y de los secundarios que la apoyan o la atacan quedan a merced única y exclusivamente de la capacidad de los actores, sobre todo porque su labor a la hora de narrar con imágenes es algo limitada. Siendo sinceros, hay que ser muy buen director en todos los sentidos para lograr que un reparto emocione o transmita con su rostro como única herramienta. Y por desgracia, El clan del oso cavernario no cuenta con esa figura. Al final, esa violencia que queda algo aplacada por los diálogos y las impresiones personales en las hojas de la novela se revela en las imágenes con toda su crudeza, capaz de generar algo de malestar en el espectador, pero por el mero hecho violento, no por el sufrimiento que puedan transmitir los actores.

Del mismo modo, el film peca de un exceso de convencionalismo en su guión. Si bien es cierto que una adaptación literaria deja poco margen a la imaginación, el desarrollo dramático de la trama, que recoge la infancia y entrada en la madurez de la protagonista, es excesivamente lineal. Apenas existen sorpresas o giros inesperados, pues muchas de las secuencias más impactantes quedan mermadas por el anuncio paulatino durante el metraje anterior. Entre esto y la falta de diálogos, el film se convierte en un producto que genera poco o ningún atractivo, salvo por el hecho de ser considerado una rareza dentro del género.

El clan del oso cavernario podría haber dado mucho más de sí. De hecho, podría haber sido el inicio de una saga, pero la arriesgada apuesta no salió bien. Y aunque buena parte del problema estriba en su ausencia de diálogos hablados, no debe ser esta la excusa a esgrimir. Muchas son las películas que han apostado por eso y han salido más o menos victoriosas. No. El problema radica en que su apuesta por la autenticidad y el realismo conduce la trama por unos derroteros excesivamente previsibles y naturalistas. Cierto es que la historia original es así, pero una novela puede permitirse ese tipo de licencias gracias a que dispone de otros recursos que la enriquecen. Una película debe utilizar sus propias armas.

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