Habrá quien diga que la quinta temporada de House of cards ha alcanzado un exagerado nivel de maldad, introduciéndose de lleno en la ficción política que, a diferencia de etapas anteriores, tiene poco que ver con la realidad. Bueno, puede ser cierto hasta un determinado punto, pero personalmente considero que la serie ha sabido asumir parte de la actualidad política estadounidense actual, con las protestas iniciales contra Donald Trump como uno de los elementos más visibles, para abordar un cambio dramático de cara a la siguiente temporada. El problema, si es que existe, es cómo se ha hecho esto.
Y es que, como cualquier serie, esta ficción creada por Beau Willimon (Los idus de marzo) y basada en la novela de Michael Dobbs, necesita crecer, evolucionar. Sin embargo, cuando se trata de una ficción como esta, donde los pasos, por muy arriesgados o violentos que sean, están medidos al milímetro, resulta problemático mostrar a unos personajes tan fríos y calculadores como fieras enjauladas incapaces de actuar como les gustaría. En este sentido, pueden entenderse los acontecimientos de estos 13 episodios como una huída hacia adelante, como el último ataque de un animal herido que se lleva por delante a aquellos que quieren acabar con él.
Visto así, la evolución del personaje de Frank Underwood, al que vuelve a dar vida de forma magistral Kevin Spacey (Baby driver), no solo resulta coherente con lo narrado en la trama, sino que incluso permite justificar, aunque cogido con pinzas muy delicadas, el giro argumental del último episodio que viene a ser una suerte de ‘Deus ex machina’ político, convirtiendo a este zorro en lo más parecido a una deidad omnisciente capaz de prever todos y cada uno de los pasos del resto de roles que le rodean en House of cards. A pesar de ser un giro dramático un tanto desesperado, funciona gracias a un factor que durante toda la temporada (y buena parte de la serie) ha podido pasar desapercibido: la ambición y crueldad de Claire Underwood (decir que Robin Wright –Wonder Woman– es extraordinaria sería quedarse corto).
Y es que esta es la temporada, por fin, en que la gran mujer detrás del gran hombre pide de forma fehaciente la palabra. O mejor dicho, la toma de la única forma que sabe hacerlo, es decir, con movimientos delicados pero letales capaces de descolocar incluso a un curtido marido como el que tiene. El modo en que afronta los acontecimientos ensalza una figura que, como digo, ha estado en las sombras demasiado tiempo. Si el final de la cuarta temporada ya dejaba entrever que la complicidad con el espectador no era algo exclusivo del rol de Spacey, en esta juega en todo momento con la duda de si realmente es capaz de sortear la pantalla y dar el salto. Y efectivamente, lo es, y no evito dar más detalles para no desvelar el extraordinario momento en el que lo hace. Ese juego que se establece entre personajes, trama y espectadores es, sin duda, uno de los mayores atractivos de esta quinta etapa.
Sin política, ¿qué queda?
El problema de la temporada, como decía al comienzo, no radica tanto en el apartado político, y mucho menos en cómo los personajes se mueven en este ámbito. No, el problema está en aquellos momentos en que se abandona la política y se da rienda suelta al instinto de supervivencia de los dos protagonistas. Y no por casualidad, eso tiene lugar en la segunda mitad de esta quinta temporada, precisamente cuando la trama parece irse de las manos de sus creadores, que imprimen al conjunto un tono cruel y despiadado fuera de toda duda. Depende de cada uno, claro está, aceptar esto como parte inherente a la naturaleza de los personajes (algo que ha quedado demostrado a lo largo de las temporadas), pero incluso teniendo en cuenta los hitos pasados, siempre había habido una motivación política detrás de toda acción o decisión, incluso las mortales.
Sin embargo, en esta etapa de House of cards, una vez eliminados los principales rivales políticos a través de tretas legales y del funcionamiento de la democracia norteamericana (incluidos algunos detalles simplemente surrealistas), la serie da paso a una deriva un tanto caótica, con secundarios atacando a los protagonistas sin demasiado sentido y con líneas argumentales secundarias que parecen avanzar hacia ninguna parte, y que como consecuencia terminan de la forma más abrupta, innecesaria y, sobre todo, irreal posible. En concreto me refiero al romance entre Claire Underwood y el periodista/escritor Thomas Yates (al que da vida Paul Sparks –Buried child-), cuya resolución no solo resulta un tanto desagradable, sino que convierte a la Primera Dama en un ser que para nada concuerda con la imagen dada en todos los capítulos previos, desvirtuando en buena medida el sentido de todo lo visto hasta ahora.
Se podría decir que la temporada pierde fuelle cuando se olvida de la política, de las decisiones de dos personajes que solo se mueven por la ambición y que son capaces de hacer cualquier cosa por lograr su objetivo. Dicho así, este quinto periodo se antoja similar a los anteriores, pero existen matices. El primero radica en que buena parte de lo que ocurre se aleja de la política para adentrarse en el terreno personal de los protagonistas, acentuando la lucha interna entre ambos. Hasta cierto punto, es lógico que dos roles tan parecidos terminen chocando en sus particulares caminos, pero el problema es que lo hacen dejando la política en un segundo plano. También hay que destacar la presencia de secundarios cuya relevancia en el desarrollo de la historia es, cuanto menos, anecdótica. Y por último, la segunda mitad de la temporada parece haberse planteado como un puente hacia la siguiente tanda de episodios, que habrá que ver cómo se afrontan.
Por todo ello, la quinta temporada de House of cards es posiblemente la más radical en todos los sentidos. Manipulación de elecciones, tretas en el funcionamiento democrático, perpetuidad en el poder muy cuestionable, intereses particulares mezclados con los políticos, terrorismo. Todo esto y mucho más es lo que están dispuestos a hacer los Underwood para seguir despertándose en la Casa Blanca. Y desde luego, el modo en que utilizan el sistema estadounidense es tan brillante como aterrador. El problema está cuando la trama se olvida de esto para adentrarse en las arenas movedizas del conflicto matrimonial entre Frank y Claire. Ya lo hizo en temporadas anteriores, aunque en aquella ocasión con la política de fondo. Ahora eso queda al margen. Sí, el objetivo último es el Despacho Oval, pero lo cierto es que el camino está plagado de decisiones y acciones que nada tienen que ver con el juego político. Eso sí, todo está preparado para una sexta temporada que se antoja, al menos, épica. La pregunta que queda por resolver es sí realmente se volverá a la estrategia política o se entregará por completo a los problemas internos de esta pareja de personajes que se han convertido en todo un referente.