‘Snowpiercer’ se alarga de forma innecesaria en su 3ª T.


Los pasajeros del 'Snowpiercer' por fin logran salir del tren en la tercera temporada.

Suele ser bastante evidente cuando una producción se alarga en exceso. En una película puede que sea algo más difícil de detectar al tener una duración limitada, pero cuando una escena aporta poco o nada al conjunto, o una línea argumental secundaria no termina o lo hace de forma abrupta, suele ser un síntoma de que algo no encaja. En las series de televisión, al haber más tiempo, es más fácil descubrirlo. Y la tercera temporada de Snowpiercer es un caso bastante evidente.

Curiosamente, no es cuestión de que esta serie creada por Graeme Manson (serie Orphan black) y Josh Friedman (serie Fundación) no necesite estos 10 capítulos, sino que la trama da demasiadas vueltas sobre lo mismo para la conclusión a la que llega. Parece casi una referencia metalingüística, pues los personajes giran sobre los mismos hechos al igual que lo hace este tren alrededor de la Tierra. La lucha entre unos pasajeros y otros, entre la dictadura y la democracia, entre el bien y el mal, había avanzado de forma más o menos lineal durante las dos primeras temporadas (con sus pros y sus contras, claro está), pero es que en esta etapa directamente se opta por «rellenar» con conflictos innecesarios, con tramas secundarias que no aportan demasiado al conjunto y con unos personajes secundarios cuyo recorrido, sinceramente, se podría haber resumido en un par de escenas de un episodio. ¿Todo esto qué significa? La respuesta más directa es que sobra la mitad de la temporada.

Aunque posiblemente lo peor de todo es que ese tiempo que sobra, en lugar de completarse con algo que fuera fiel al espíritu de la historia, se ha utilizado para introducir todo tipo de elementos, a cada cual más extravagante. Desde las luchas de poder hasta las traiciones personales, pasando incluso por una suerte de superhéroe/monstruo capaz de soportar las temperaturas extremadamente bajas del exterior sin necesidad de un traje. Soy un gran fan de la película en la que se basa esta serie. Me parece un retrato social brillante a la par que trágico. Pero eso, que más o menos se mantuvo en la primera temporada, ha desaparecido por completo. Habrá quien piense que no, que sigue vivo en la lucha de los dos antagonistas principales, pero en realidad lo que representan es la lucha por el poder de dos modelos de gobierno diferentes. Sigue habiendo clases, es cierto, pero la lucha entre ellas ha quedado, digamos, suspendida hasta nuevo aviso.

Esto no sería algo necesariamente negativo si no fuera porque el recorrido de esto es muy corto. Y no es un problema de Snowpiercer en exclusiva. En realidad, toda historia que confronta modelos de gobierno utilizando alegorías distócicas como esta suele caer en el mismo problema: una vez asentadas las bases de cada parte, es imposible que evolucionen, reiterando sus diferencias en cada episodio. Por ello, es imprescindible contar con buenos arcos dramáticos individuales y tramas secundarias que puedan nutrir una línea argumental principal bastante endeble. En el caso que nos ocupa, por desgracia, esto se ve poco. Sí, hay algunos personajes secundarios muy interesantes (como es el caso del interpretado por Mickey Summer –Now is everything-), y la resolución de sus tramas en el episodio final es atractiva, pero en general, lo que nos encontramos es una extensión del conflicto principal. Dicho de otro modo, se repiten patrones a diferentes escalas, como si se tratara de eco. Y eso termina por lastrar al conjunto.

Nuevo mundo

De hecho, la lucha entre los personajes de Daveed Riggs (El estornino) y Sean Bean (Dark river) llega al extremo de desvirtuarse y perder todo el sentido. Si en la primera temporada se planteaba, de un modo más o menos acertado, la lucha de clases de la historia original, la segunda etapa se centraba en, precisamente, la recuperación del poder que los poderosos ponían en marcha. Y lo que en esta tanda de episodios parecía que iba a convertirse en un nuevo tira y afloja ha terminado siendo, en realidad, algo completamente anodino, carente de un mínimo de lógica. Los acontecimientos se han desarrollado tan rápido que resulta difícil seguir el ritmo. Al fin y al cabo, han sido 10 capítulos en los que el poder ha pasado por varias manos, y todavía ha quedado tiempo para ahondar un poco en la búsqueda de un nuevo mundo.

La velocidad nunca es buena, ni siquiera a bordo del Snowpiercer. Y tratar de resumir en un puñado de episodios algo que en las anteriores etapas se ha fraguado en un arco de temporada completo es un peligroso juego que puede (y suele) salir mal. Toda trama tiene sus tiempos, y desde luego no son los que plantea la serie ahora mismo. O al menos, no con el tratamiento que se le ha dado. Perfectamente se podría haber resuelto el conflicto político de forma más directa y destinar el resto de capítulos a explorar los conflictos internos de unos personajes que juegan con las esperanzas de los pasajeros en busca de un futuro mejor. Pero en lugar de eso, y en parte tomando como excusa esa posibilidad de salir del tren, se vuelve a lo mismo una y otra vez, con tejemanejes tan vertiginosos que cambian casi en cada capítulo. Eso por no hablar de lo que ocurre con el personaje de Jennifer Connelly (Top Gun: Maverick), que regresa tras una larga ausencia solo para generar un conflicto un tanto forzado para recuperar, una vez más, un viejo argumento del pueblo contra sus nuevos gobernantes. Lo dicho: vueltas sobre lo mismo.

Es esta combinación de ansiedad en un tratamiento en círculos lo que perjudica la trama. De hecho, si se hubiera resuelto más rápido toda la confrontación entre protagonista y antagonista se habría podido afrontar con más comodidad el resto de la historia. Dicho de otro modo, si lo que ocurre en los últimos episodios con el personaje de Bean hubiera ocurrido en los primeros, la trama habría encontrado cauces para un desarrollo más natural. O tal vez no, y habría obligado a terminar la temporada antes. El caso es que, para alcanzar esa imagen final de los pasajeros saliendo del tren en un lugar donde el frío ha dejado paso a la vida, no hacían falta tantas idas y venidas, tantos conflictos vacuos que aportan poco o nada a toda la historia o a las relaciones entre los personajes.

De hecho, los momentos memorables de esta tercera temporada de Snowpiercer pueden contarse con los dedos de una mano, y no es casualidad que todos ellos tengan como nexo común los conflictos internos de los personajes, sus traiciones y sus tergiversadas interpretaciones de la realidad. Esto es lo realmente interesante de la serie, no un enfrentamiento que ya quedó planteado, desarrollado y resuelto en las dos primeras temporadas. Pero claro, solo con las historias secundarias no es suficiente, y aunque existe ese arco argumental sobre la búsqueda de la tierra prometida, parece ser que sus creadores no lo vieron del todo claro, así que en lugar de buscar algo nuevo optaron por dar vueltas sobre el mismo eje. Pero una historia siempre es un viaje, y eso implica, necesariamente, avanzar. Esta tercera etapa lo hace poco y a trompicones.

‘Bullet Train’: ¡todos al tren!


Aaron Taylor-Johnson y Brad Pitt luchan por un maletín en 'Bullet Train'.

Algo tienen los trenes, cinematográficamente hablando, que los hace muy atractivos a la cámara y a las historias. Tal vez sea porque ofrecen a la narrativa y a la construcción dramática una serie de elementos que potencian el drama o la comedia, según sea el género: un espacio muy acotado pero al mismo tiempo cambiante en cada vagón, pocos lugares donde esconderse, juegos de cámaras entre los asientos… Por supuesto, hay que saber sacarle provecho, y David Leitch (Fast & Furious: Hobbs & Shaw) lo hace con una agilidad y una personalidad brillantes en su última película.

Para muchos, Bullet Train será solo un entretenimiento veraniego con el que huir del calor, consumir rápido con un bol de palomitas de tamaño considerable y reírse a carcajada con un humor que oscila entre el negro y el inocente. Bueno, todo eso está en la película, es cierto, pero esta superproducción ofrece mucho más. Recuperando la esencia del buen cine de acción de las últimas décadas (algo que, dicho sea de paso, es muy difícil de encontrar), la historia se sustenta, ante todo, en unos personajes extraordinariamente definidos, todos ellos sicarios y psicópatas a cada cual más extravagante, cuyos trasfondos se explican como debería hacerse todo en el cine: con imágenes. Las incompatibilidades entre estos protagonistas, no solo en sus personalidades sino en sus objetivos, elevan la trama en un tour de force magnífico, llevando la historia hasta límites insospechados, hilarantes y, sí, también sangrientos.

Y en medio de todo eso, Brad Pitt (Máquina de guerra), que aunque es el protagonista, se presenta casi más como un vehículo para hacer avanzar la trama, situándose siempre en el meollo de todos los problemas sin ni siquiera buscarlos. Este concepto del héroe pasivo (al menos en parte) permite al resto de tramas y arcos dramáticos desarrollarse con una mayor profundidad, lo que alimenta la acción de un modo que no se habría conseguido si el protagonista al que da vida Pitt hubiera tenido una mayor carga dramática en todo el conjunto. Posiblemente este sea el gran acierto del film, cuyo director, por cierto, no oculta sus influencias cinematográficas para ofrecer al espectador un espectáculo a la altura de su impresionante reparto, utilizando de forma magistral los reducidos espacios del tren y los personajes que lo habitan en este viaje sin control.

En realidad, Bullet Train lo tiene todo para ser una de las películas de este verano. Visualmente apabullante y espectacular, el ritmo frenético que imprimen tanto el guion como la mano tras las cámaras de Leitch hace que sea sumamente entretenida. Pero más allá de eso, la trama está construida de un modo sólido y meditado, situando los puntos de giro en los sitios estratégicos para que el espectador pueda descubrir qué está ocurriendo al mismo tiempo que los personajes. De hecho, posiblemente la frase que más pase por la cabeza viendo el film sea: «¿qué es todo esto?» No os preocupéis, la respuesta merece la pena. Merece mucho la pena.

Nota: 8/10

‘Snowpiercer’ arranca con dudas en su primera temporada


La relación entre películas y series es complicada a todos los niveles. Por eso, realizar adaptaciones en cualquiera de los dos sentidos (del cine a la televisión y viceversa) no suele tener el éxito esperado. Por supuesto, hay excepciones, pero el caso que nos ocupa no es una de ellas. Snowpiercer, la película, fue una de esas joyas de la ciencia ficción que en 2013 nos regaló Bon Joon Ho, tan laureado ahora por la imprescindible Parásitos. Pero Snowpiercer, la serie creada por Josh Friedman (serie Emerald city) y Graeme Manson (serie Orphan black), se queda a medio camino no solo de lo que fue la película, sino de lo que intenta ser la serie y la historia en general.

Para aquellos que no sepan nada de este argumento, la historia se sitúa en un mundo completamente congelado por la acción humana. Solo un puñado de personas han logrado sobrevivir en un gigantesco tren que da la vuelta al mundo de forma interminable, generando así la energía suficiente para mantener en buenas condiciones a sus ocupantes. Pero lejos de aprender, la sociedad sigue dividiéndose en clases sociales, donde los que están en cabeza tienen más privilegios y los que viven en la cola, directamente, sobreviven hacinados y sin nada que les salve del frío exterior. En este contexto, la serie plantea un crimen que solo un hombre del vagón de cola puede resolver, y que atañe a todas las clases que viven en el tren. Claro que ese crimen oculta, a su vez, numerosos y peligrosos secretos que amenazan la estabilidad de la propia máquina.

Planteada así, esta primera temporada de Snowpiercer, compuesta por 10 episodios, se presupone un interesante viaje a las entrañas de la sociedad, una reflexión sobre un mundo en el que el clasismo y la lucha por el poder se imponen incluso a los crímenes más atroces, sobre todo si estos se cometen entre aquellos que menos recursos tienen. También se presupone un thriller interesante en el que un hombre tiene acceso a un mundo fuera de su alcance, y que deberá enfrentarse a unas normas que no solo no comparte, sino que no entiende en base a sus esquemas morales. Pero como decía al comienzo, la historia se queda a medio camino de todo eso. O mejor dicho, no encuentra el sendero correcto hasta que es demasiado tarde, dando vueltas a lo realmente interesante durante demasiados episodios. El hecho de que la serie se plantee en los términos de un thriller criminal tampoco ayuda al concepto de lucha de clases que sí había en la historia original, eliminando casi por completo el factor «tren» de la ecuación. En otras palabras, salvo por planos y momentos muy puntuales en la historia, perfectamente podría haberse desarrollado en cualquier otro escenario, llevando al espectador a olvidar durante varios episodios que estamos en un tren lleno de supervivientes (de hecho, algunos escenarios de este futuro distópico ya se han visto en otras obras).

La trama se plantea, por tanto, como una intriga en la que los intereses personales se mezclan con los conflictos sociales. Sin embargo, dichos conflictos quedan constantemente relegados a un segundo plano a consecuencia, precisamente, del desarrollo de los principales personajes de la trama, cuyos objetivos terminan pesando más que el contexto en el que se mueven, desviando así la atención de un universo mucho más rico de lo que se presenta en la serie. Y este efecto se consigue precisamente porque esos intereses y esos objetivos tienen poco o nada que ver con el mundo en el que se desarrollan. Siguen siendo miedos a ser descubierto, luchas por el poder, desprecio a los más desfavorecidos, tráfico de influencias, de drogas y de todo aquello que pueda ser moneda de cambio. Pero ninguno de ellos vinculado, al menos no de manera directa, con las posibilidades que ofrece ese tren de recorrido interminable. Esto, por suerte, no es así durante toda la temporada, pero sí lo suficiente como para desenganchar del motor narrativo a muchos de los seguidores de la obra original, más directa, efectiva y reflexiva que la ficción televisiva.

Perdidos en el tren

Como digo, esto no es así durante toda la temporada. Por fortuna. A medida que avanza la trama ambos mundos, thriller de suspense y crítica social, se van acercando hasta llevar a una resolución final bastante aproximada de lo que debería haber sido Snowpiercer, la serie, desde un primer momento. Se puede decir que va de menos a más, incluso aunque el final de esta primera temporada no tenga ningún sentido (¿un segundo tren esperando a abordar al primero? ¿En un mundo donde solo hay una vía por la que dar vueltas? ¿Y nadie lo había detectado hasta ese momento?). En todo caso, la trama no es lo único en lo que esta producción necesita reforzarse. Sus personajes, sobre todo algunos protagonistas, tienen unos objetivos, digamos, difusos. Y eso termina por lastrar todo el conjunto, pues el espectador no es capaz de identificar no solo las decisiones que toman, sino por qué las toman.

Y el ejemplo más claro de esto es el papel de Jennifer Connelly (Alita: Ángel de combate), «maquinista» de este tren social que por momentos parece querer convertirse en el Caballo de Troya de la revolución, y por momentos tolera las injusticias más salvajes que uno se pueda imaginar. Y aunque en un primer momento se podría pensar que todo responde a una estrategia perfectamente calculada, la realidad es bien distinta. Los puntos más críticos de la trama, aquellos giros argumentales donde más necesaria es la definición de los personajes, son precisamente los que no asientan las bases de la personalidad de esta mujer en la que la actriz, por cierto, no parece sentirse demasiado cómoda. En otro nivel, lo mismo ocurre con el héroe al que da vida Daveed Diggs (Punto ciego). Es cierto que su personaje sí presenta una evolución más clara, pasando del líder revolucionario a un hombre que debe asumir sacrificios para lograr un objetivo mayor, pero incluso con eso, se muestra irregular en muchos momentos del arco dramático de esta temporada.

Curiosamente, algunos de los elementos más atractivos radican en el universo secundario que rodea a los protagonistas. No me refiero tanto a los diferentes vagones de ese largo, larguísimo tren (a los que no se saca el suficiente provecho, por cierto), como a las historias de los personajes menos relevantes, de aquellos que completan este particular mundo longitudinal. Agentes de seguridad, sociópatas en potencia, reyes de los bajos fondos, racistas y xenófobos que visten su rechazo de seguridad para sus semejantes… Todos ellos componen un interesante mosaico que, cuando se deja ver (hacia la segunda mitad de la temporada, más concretamente), ofrece una riqueza argumental y narrativa mucho más atractiva que la que se plantea en los primeros compases. No en vano, los últimos episodios tienden a centrarse más en ellos, convirtiendo la historia en lo más parecido a un relato de Agatha Christie que esta serie puede producir.

Lo cierto es que el comienzo de la serie Snowpiercer no ha sido el que se esperaba. Tal vez porque existía una idea errónea de que debería aproximarse a la película, tal vez porque ni siquiera sus creadores han tenido claros algunos pasajes de esta primera temporada, el caso es que este tren arranca a trompicones en una historia que, por suerte, va ganando velocidad. Los momentos previos al embarque de los pasajeros, narrados a través de flashbacks, y todo el universo que rodea a los protagonistas es, de lejos, lo mejor de esta ficción cuyo episodio final tiene uno de los ganchos más inesperados. Claro que eso no hace mejorar el conjunto, sino que plantea muchas dudas sobre lo visto hasta ese momento. Pero ese es un debate para una segunda temporada que, pandemia aparte, debería empezar a emitirse en enero de 2021. Lo que está claro es que la trama necesita encontrar su esencia para poder ofrecer todo su potencial, que sigue siendo mucho.

‘Asesinato en el Orient Express’: pasajeros sin piedad


El principal hándicap de adapta al cine una novela mundialmente conocida que, además, es un clásico de la literatura de misterio, está precisamente en el argumento y, sobre todo, en la identidad del asesino. Y si además ya se ha llevado anteriormente a la gran pantalla con un buen plantel de actores, el desafío parece casi insalvable. De ahí que uno pueda preguntarse qué aporta esta nueva versión de la obra de Agatha Christie realizada y protagonizada por Kenneth Branagh (Cenicienta). Y la respuesta no es sencilla.

En efecto, la historia de Asesinato en el Orient Express no resulta especialmente atractiva para aquellos que ya conozcan el desenlace. A pesar de estar bien elaborada y con sólidos cimientos dramáticos, perfectamente planteados y desarrollados en sus momentos clave, lo cierto es que la trama puede llegar a resultar monótona en algunos momentos. Eso por no hablar del hecho de que su resolución no termina de arrojar demasiada luz al proceso por el cual el gran detective protagonista es capaz de establecer todas las conexiones entre los personajes.

Sin embargo, algo hay en esta versión que atrae poderosamente. Para empezar, un reparto plagado de estrellas y nombres del séptimo arte, algunos con mayor calidad artística que otros, pero todos ellos, en general, a un nivel extraordinario, fruto sin duda de la labor de Branagh. Lo más interesante, sin embargo, es la apuesta visual del director. Con una fotografía que explota al máximo las posibilidades del escenario nevado y acotado en el que se desarrolla la parte más importante de la trama, Branagh aprovecha todo lo que da de sí un vagón de tren para encontrar recursos narrativos soberbios. En la memoria quedan el descubrimiento del cadáver y la resolución final, claro homenaje a la pintura de ‘La última cena’ (en concreto, y en mi opinión, a la obra de Leonardo Da Vinci, pero eso queda a discreción del espectador).

Todo ello convierte este Asesinato en el Orient Express en una interesante experiencia visual, en un relato conocido visto con otros ojos y una interesante revisión del mensaje final de esta obra, en la que el bien y el mal se combinan hasta difuminar sus fronteras para convertir la investigación por asesinato en una reflexión sobre la justicia, la venganza y el dolor. Puede que aporte poco desde un punto de vista dramático, pero el modo en que se presenta es sumamente poderoso, y si esto se une a una sólida historia como esta, es muy sencillo y entretenido disfrutar de este viaje en tren.

Nota: 6,5/10

‘Snowpiercer’: conocer el interior de la máquina es desolador


Chris Evans es el principal protagonista de 'Snowpiercer'.Siempre he creído, y en este espacio lo he defendido más de una vez, que el cine fantástico es la mejor herramienta para denunciar los problemas sociales más profundos. Este tipo de historias, gracias a la libertad narrativa y visual que ofrecen, dan pie a explicar estructuras y conflictos sociales de modos que un drama humano ni siquiera puede plantearse. La nueva película de Bong Joon-ho (Crónica de un asesino en serie) es la última de las incorporaciones a este grupo; una historia apocalíptica limitada a un espacio reducido pero con unos planteamientos que obligan al espectador a reflexionar sobre muchos y muy variados aspectos.

Posiblemente el tema que menos aborda Snowpiercer y que, sin embargo, da pié a toda la historia, es el cambio climático. Con un punto de partida ya de por sí decadente (la Humanidad, en su afán por acabar con algo que ha provocado, termina por autodestruirse), la trama apenas pierde un segundo para explicar a grandes rasgos los principales protagonistas y las posiciones que ocupan en esta lucha por los derechos humanos. Una lucha que, como no puede ser de otro modo, vuelve a hacer hincapié en los privilegiados y los que menos tienen, representados aquí por los que están en la cabeza del tren y los que están en la cola (la cabeza y los pies, como se menciona en el film) en un supuesto orden que garantiza la subsistencia. Obreros y empresarios, en definitiva, que remiten ligeramente a Metrópolis (1927), sobre todo en el diseño de vestuario y maquillaje de los primeros. Un tren, por cierto, que más que una máquina es la representación física del funcionamiento del mundo, incluyendo esa idea de que para que todo funcione es necesario que nadie vea la suciedad del motor.

Con este trasfondo, el de la lucha por una vida mejor y unos derechos arrebatados, el desarrollo dramático se entrega a un ritmo trepidante plagado de revelaciones alarmantes y aterradoras en el que los personajes, todos ellos extraordinariamente interpretados, apenas encuentran un respiro en esa frenética carrera. En esos pocos respiros, además, el film ofrece una sólida base conceptual que cimenta sobremanera todo el imaginario de este mundo apocalíptico (por cierto, los planos del helado planeta son excepcionales). Sin duda, uno de los momentos más desgarradores es el que protagoniza Chris Evans (Los 4 fantásticos) en su discurso final, revelador, impactante y uno de los mejores ejemplos de lo que el ser humano es capaz de hacer en situaciones extremas. Por supuesto, la cinta posee varios puntos débiles, entre ellos una cierta entrega al exceso hacia el final del metraje y la sensación de conocer la descorazonadoramente realista explicación final en diversos momentos.

Esto no debe impedir, sin embargo, ver en Snowpiercer una gran obra del fantástico. El concepto visual del tren, con cada uno de los vagones destinado a una actividad, o las secuencias de lucha, muchas de ellas rodadas sin parafernalias musicales o visuales, dotan al conjunto de un tono sombrío, frío y poco esperanzador. La idea de tener que atravesar un largo pasillo para poder alcanzar la libertad que da el control resulta una suerte de reflexión sobre los viajes y sacrificios que deben hacer aquellos que no tienen los recursos necesarios para alcanzar la sociedad más pudiente. Aunque sin duda lo más impactante, incluso si se sospecha, es ese final a cargo de Ed Harris (Adiós pequeña, adiós) y los minutos que se derivan de él, unos instantes que combinan sabiamente desolación y esperanza en el que queda bien claro que conocer el interior de la máquina no siempre es la mejor opción.

Nota: 8/10

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