‘Masters of Sex’ separa sexo y contexto social en su 2ª temporada


Lizzy Caplan y Michael Sheen mezcla placer y trabajo en la segunda temporada de 'Masters of Sex'.Que las comparaciones son odiosas lo demuestra normalmente el hecho de que una segunda parte o un remake no llega a tener la calidad del original. Hay excepciones, lo sé, pero es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos. En la televisión, y más concretamente en las series, la segunda temporada tiende a sufrir un fenómeno similar. Resulta complicado mantener el interés en la historia y en los personajes. A primera vista, muchos seguidores de Masters of Sex puede que tengan esta sensación con su segunda temporada después de una primera entrega notable. Sin embargo, eso podría limitar un poco el contenido de esta creación de Michelle Ashford (serie Nuevos policías). Si durante aquellos episodios se abordó el impacto del sexo en una sociedad puritana, en esta el contexto social no es menos importante, aunque en otro sentido.

Se podría decir, por tanto, que reflejo social y sexualidad se dividen en dos, lo que lejos de debilitar al conjunto lo enriquece. En efecto, si durante la primera temporada existió una única trama principal (la relación de los protagonistas y la influencia del sexo), en estos 12 episodios nuevos dicha relación sigue existiendo, incluso evoluciona, pero otro aspecto hace acto de presencia: la lucha por los derechos de los afroamericanos. Perfectamente hilvanado a lo largo de esta entrega, el espectador asiste a una creciente presencia del racismo en el que vive la sociedad norteamericana en esa época, primero a través del estudio y luego de forma independiente con una trama propia que, todo sea dicho, también tiene algo de influencia sexual.

Cabe destacar en este sentido el papel de Caitlin FitzGerald (Damiselas en apuros), la mujer del protagonista. Si durante la anterior etapa de Masters of Sex su personaje era casi testimonial y un apoyo argumental para determinados conflictos morales, en esta crece visiblemente hasta el punto de lograr que su historia adquiera significado propio. no por casualidad, dicho crecimiento viene marcado por el sexo, como demuestra el hecho de que el personaje encuentre la valentía que antes le faltaba en ello. Sus decisiones, unido a la confesión que realiza al final de la temporada (y con la que confiesa conocer las infidelidades de su marido), dotan a este rol de una entereza interesante y abren las puertas a una mayor complejidad de la que cabría esperar.

Pero el contexto social no solo reside en esto. El comienzo de esta segunda entrega episódica retoma algunos argumentos que quedaron sin resolver al final de los primeros capítulos, como la sexualidad del personaje de Beau Bridges (Los descendientes) o la enfermedad del rol de Julianne Nicholson (Agosto). Ambas tramas quedan resueltas en los primeros episodios de forma más o menos solvente, eliminando de la ecuación unos personajes que, todo sea dicho, aportaban bastante peso al conjunto. La decisión de suprimirles, aunque resta algo de interés en los instantes siguientes, es decisiva para poder afrontar uno de los mejores momentos de la temporada, que no es otro que la transición a través de secuencias cortas de varios años de trabajo por parte de los protagonistas y que viene motivada, en buena medida, por ese contexto que antes mencionaba. Del mismo modo, la integración de algunos personajes secundarios a la trama principal, como es el caso del interpretado por Annaleigh Ashford (La boda de Rachel) simplifica notablemente la estructura dramática, ajustándose ahora a dos tramas principales y algunas secundarias esporádicas.

Traumas, la siguiente fase

Aunque la parte más interesante de esta segunda temporada de Masters of Sex sigue siendo la relación entre William Masters y Virginia Johnson, o lo que es lo mismo, entre Michael Sheen (Matar al mensajero) y Lizzy Caplan (Despedida de soltera). Si la primera temporada terminaba con ambos personajes envueltos en una relación a medio camino entre la investigación y el romance, en estos episodios el matiz es mucho más significativo, pues se disfraza de ciencia lo que es pura atracción. La ausencia de material científico y el incomparable marco de una habitación de hotel son las dos únicas herramientas que el espectador necesita para leer entre líneas de unos inteligentes diálogos. Con una salvedad. Dicha atracción física y romántica sí posee un componente médico: tratar de curar la impotencia a través de la superación de los traumas del pasado.

En este sentido, la serie da un interesante e importante paso hacia adelante al llevar el estudio a un nuevo campo. No se trata únicamente de reflejar el comportamiento del cuerpo humano durante el coito, sino de tratar de superar una disfunción. Y por encima del aspecto físico, lo más relevante son los componentes psicológicos de dichos problemas, cuya revelación dota a los personajes y al conjunto de la serie de un peso dramático mucho mayor. La relación con un hermano desconocido para la audiencia, con sus propios problemas derivados de un pasado común, es especialmente ilustradora y fascinante, ya que en cierto modo la guionista Ashford lo utiliza como espejo en el que el rol de Sheen se ve obligado a mirarse. Es uno de los últimos secundarios que aparecen en la trama, y desde luego es uno de los mejores momentos de esta etapa.

Hay que señalar igualmente la estrecha relación de simbiosis y complementación que tienen ambas historias principales. Vistas en conjunto, resulta interesante comprobar cómo la evolución de una incide de forma indirecta en la evolución de la otra, y viceversa. La actitud del personaje de Sheen hacia su esposa lleva a esta a volcarse con los derechos de los afroamericanos, aunque por motivos que no exactamente raciales. Pero además, la cada vez mayor independencia de ella hace que el protagonista tienda a revelar su auténtico yo a la mujer con la que pasa muchas noches. Se puede apreciar, por tanto, el distanciamiento entre unos y la aproximación de otros. Y todo ello girando en torno a los traumas del pasado, como confirma la trama secundaria iniciada por el encargado de grabar las sesiones y una de las pacientes.

Todo ello convierte a esta segunda temporada de Masters of Sex en un producto más complejo, con miras más altas y en el que la sexualidad deja de tener un protagonismo físico (lo que no hace que desaparezca, ni mucho menos) para optar por una presencia más psicológica, más social. O lo que es lo mismo, se pasa de la recopilación de datos a abordar las consecuencias de los actos. La forma de abordar este cambio por parte de los responsables puede parecer algo burda en un primer momento con la eliminación de algunos personajes, las transiciones de años o la falta de conflicto en el trío protagonista. Pero la conclusión de la temporada demuestra lo contrario: la complejidad es mucho más sutil, y la perspectiva para la próxima temporada es muy esperanzadora.

‘Los infieles’: manual del desamor buscado


Si algo se puede sacar en claro de Los infieles, producción compuesta por varias historias cortas (algunas más que otras) donde las infidelidades de hombres (principalmente) y mujeres se abordan sin tapujos, es que el engaño no es rentable para nadie. Da igual que sea por una necesidad supuestamente biológica, por una atracción hacia miembros de diferentes edades o por una sexualidad reprimida. Lo cierto es que, al final, engañar a la pareja termina por resultar perjudicial para uno mismo y para los demás.

Protagonizados en su mayoría por Jean Dujardin (The artist) y Gilles Lellouche (Pequeñas mentiras sin importancia), y dirigidos por un puñado de directores y actores, entre los que destacan el propio Dujardin y Michel Hazanavicious (también director de The artist), los cortometrajes suponen toda una reflexión sobre el mundo de las relaciones sentimentales, y si bien algunas historias sobresalen por encima de otras, todas ellas ofrecen de forma conjunta una visión de lo más reveladora sobre el engaño.

Más allá del evidente mensaje que ya hemos mencionado (y que queda patente con la historia sobre la terapia de infieles, la más divertida de todas), la película afronta sin pudor alguno las diferentes variantes de infidelidad que suelen darse entre los hombres, normalmente entrados en la cuarentena y con una familia ya consolidada. En este sentido, los relatos más interesantes son aquellos que tratan el tema de una forma más dramática, mostrando a unos hombres incapaces de comprender un proceso de maduración del que no pueden escapar y del que buscan distanciarse en los cuerpos de otras mujeres. Una imagen que termina por resultar patética y, por desgracia, demasiado fiel a la realidad de numerosas parejas.

Claro que, si el hombre es expuesto como un ser incapaz de controlar su necesidad de mantener relaciones sexuales, la mujer no se protege bajo una figura casi celestial. Más bien, su presencia se reparte entre dos visiones algo diferentes: por un lado, la fiel mujer, madre de los hijos, que es incapaz de aguantar la infidelidad; por otro, un ser similar al hombre que busca en otras personas lo que no encuentra en casa, en una suerte de hipocresía y cinismo que se oculta bajo un silencio tácito y una máscara de liberalidad que termina rompiéndose al querer basar la relación en algo que no existe en la pareja: la sinceridad.

En cualquier caso, la cinta se convierte en un viaje por los conflictos, internos y de pareja, que surgen a raíz de las infidelidades. Gracias principalmente a la labor de sus dos actores principales (y de los magníficos secundarios), y de algunos de los cortos que son realmente divertidos, el conjunto logra imponer la reflexión sin llegar a aburrir, dejando en la retina algunos momentos realmente divertidos como la ya citada historia de la terapia de infieles, el corto protagonizado por Guillaume Canet (El caso Farewell) o el último fragmento en Las Vegas, continuación del inicio de la película. Divertida, sí, pero en la línea de muchas otras comedias francesas.

Nota: 6/10

La producción que ‘Los Kennedy’ intentaron ocultar


Hace poco ha salido al mercado una producción que ha levantado varias ampollas en los círculos más poderosos de Estados Unidos. Me refiero a la serie sobre la vida privada de la familia Kennedy, con John F. Kennedy (interpretado por Greg Kinnear) y su mujer, Jacqueline Bouvier (Katie Holmes), como eje narrativo y dramático. Viendo el contenido de la trama, la descripción de personajes y la cadena de mando interna que se reflejan en la pantalla no es de extrañar las numerosas reacciones adversas del entorno de los Kennedy que han presionado para evitar el estreno.

Un estreno, por cierto, que en España ha sido de lo más extraño. Con anuncios de su venta en formato casero incluso en algunos cines, al tiempo que se podía adquirir en las tiendas un conocido canal especializado en producciones para las mujeres, Cosmopolitan, ha decidido emitirla. Algún motivo existirá. La historia comienza en 1960, en plena noche electoral, narrando cómo John (Jack para los amigos) vive las últimas horas antes de convertirse en presidente, derrotando a Richard Nixon. Junto a él, su esposa, su hermano Robert (Barry Pepper), su padre Joseph P. Kennedy (Tom Wilkinson) y su madre Rose (Diana Hardcastle). Sin embargo, la historia recupera a través de flashbacks todos los entresijos y acontecimientos que han llevado a JFK a convertirse en el hombre más poderoso de Estados Unidos.

La serie, como no podía ser de otro modo, emana glamour. Imprescindible para los amantes de la historia reciente, tanto universal como de los Estados Unidos, el plantel de actores ofrece su mejor versión para retratar a unos personajes frívolos, políticamente correctos pero moralmente ambiguos, que afirman ser americanos por encima de cualquier otro concepto a pesar de que eso sea, simplemente, un calificativo territorial.

Es precisamente con esas secuencias del pasado de la familia con las que se descubren muchas de las miserias, individuales y colectivas, que transforman en rancio ese glamour que nunca parecen perder ni los personajes ni la ambientación. A excepción de Robert, todos los hombres vivían por y para la política. Como si de un juego se tratara, el patriarca maneja los hilos de un futuro esperanzador para su hijo mayor, Joseph, truncado por una prematura muerte en la II Guerra Mundial. Fue entonces cuando John asume ese rol. Una vida que queda marcada por los plazos que impone la política, comenzando desde lo más bajo y subiendo en el escalafón hasta llegar a la Casa Blanca.

Pero uno de las imágenes más desagradables es la tormentosa vida personal no sólo del protagonista, sino de la familia en general. De todos es conocido los fatales finales que han tenido los miembros de la familia. Cuestión de destino o no, lo cierto es que la serie muestra una conducta que poco tiene que ver con la imagen de ese joven presidente idealizado, asesinado a tiros en medio de un mandato caracterizado por la lucha de la libertad, los derechos civiles y la honra a los héroes de guerra (él mismo fue herido en la II Guerra Mundial).

Incapaces de mantener la fidelidad a sus esposas, tanto el patriarca como nuestro protagonista (y su hermano, muerto en combate, antes que él) muestran una actitud despreocupada ante la posibilidad de un divorcio, posiblemente porque conocen el poder del dinero y de la fama. Jackie Kennedy, consciente de las aventuras de su marido, intentó sin éxito abandonarle. La madre de JFK se muestra resignada ante los escarceos amorosos de su ya anciano marido. Todo es política en casa de los Kennedy, algo que queda de manifiesto casi en cada plano, y que resulta más que evidente al montar la sede del candidato en la propia mansión.

Sólo Robert Kennedy, que no comparte las aspiraciones políticas de su padre y su hermano (aunque luego se presentó como candidato), muestra un atisbo de respeto y humanidad hacia el género femenino. Sin embargo, de poco sirven los consejos y las quejas en un ambiente donde las decisiones se toman en función de los votos que se puedan arañar a favor. Tal vez la mejor frase que define los mundos encontrados entre hombres y mujeres es la que dice la madre de John F. Kennedy: «Joseph y John son hijos de mi marido. Robert es sólo mío».

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