‘2001: Una odisea en el espacio’, punto de inflexión en su género


Fotograma de '2001: Una odisea en el espacio', de Stanley Kubrick.El reciente estreno de Gravity ha vuelto a poner de actualidad las odiseas espaciales, en este caso la supervivencia personal de un individuo gravitando alrededor de la Tierra. Pero si hablamos de odiseas más allá de los límites de nuestro planeta es imposible no referirnos al que posiblemente sea el mayor clásico (y el más influyente) de este género: 2001: Una odisea en el espacio (1968), basado a su vez en un relato de Arthur C. Clarke. Desconozco si Alfonso Cuarón, director de la primera, tomó como modelo a Stanley Kubrick, director de la segunda, pero más allá de tramas, luchas entre humanos y máquinas y monolitos evolutivos ambos films comparten varios aspectos formales salvando las décadas que les separan.

Antes de nada, y para aquellos que no se hayan acercado todavía a la película del director de La chaqueta metálica (1987), o para los que no hayan entendido demasiado, una breve sinopsis que no desvelará el verdadero significado de la película (eso lo dejamos para más adelante). El grueso del relato se centra en dos expediciones: una a la Luna para estudiar un misterioso monolito que ha aparecido allí, y otra a Júpiter en la que cinco tripulantes y un superordenador con inteligencia artificial deben realizar una misión secreta. Cuando están a punto de llegar a su destino el ordenador, que responde a H.A.L. 9000, empieza a tener un comportamiento extraño, a experimentar una conciencia y unos sentimientos atribuibles solo a los humanos, llevándole a rebelarse contra sus compañeros humanos.

Como puede verse, los puntos en común entre una y otra película no residen en sus tramas. Por contra, sí cabe encontrarlos en la forma de narrar todo lo relacionado con el espacio y la planificación. Empezando por este último aspecto, y recordando de nuevo la diferencia temporal entre ambas, hay que señalar que Kubrick utiliza una narrativa pausada que se nutre de numerosos planos generales en los que el espectador aprecia todo el movimiento de la acción que transcurre ante sus ojos. Los viajes espaciales de los protagonistas (sobre todo del personaje de Keir Dullea) o el uso del sonido para diferenciar entre el tenso silencio del interior y la ausencia de audio en el exterior (la diferencia entre ambos se aprecia, y mucho) son buenos ejemplos de que la película se nutre de una especie de contemplación formal que permite una mayor libertad para desarrollar la acción de forma global. Evidentemente, en aquellos tiempos hacer planos secuencia como los que pueden verse en Gravity era algo complicado, costoso y, en muchos sentidos, imposible. Pero el concepto narrativo es el mismo.

Otro de los puntos en común es la música, o mejor dicho el uso de ella. Kubrick fue, en este sentido, todo un maestro. Bueno, la verdad es que lo fue en todos los sentidos. Pero volviendo a la banda sonora, el director de Senderos de gloria (1957) se aprovecha de composiciones clásicas para dotar a sus naves y a sus personajes de poesía, como si de un ballet se tratara. El caso de la película de Cuarón, si bien es algo distinto en sus momentos de mayor tensión y acción, también posee en su parte inicial una poética composición que ayuda a introducirnos en un mundo donde todo se mueve armónicamente, similar a lo que podríamos ver en la danza. Volviendo a 2001: Una odisea en el espacio, no cabe duda de que la película es parca en casi todos sus aspectos: hay pocos diálogos, los sonidos ambientes y propios de la acción son más bien escasos, y la música prácticamente se utiliza solo para mostrar los momentos más importantes del metraje, como la secuencia inicial en la prehistoria o la que es la mayor elipsis de la Historia del cine: el paso del hueso a la nave espacial y la posterior aproximación a una estación espacial.

¿Es en verdad una odisea en el espacio?

Un momento del final de '2001: Una odisea en el espacio', de Stanley Kubrick.Todo esto no quiere decir que ambas películas exista un vínculo evidente, pero sí se podría decir que Cuarón, de forma consciente o inconsciente, utilizó como modelo la obra de Kubrick. Incluso hay algún que otro plano muy similar, como la imagen del astronauta perdido en el espacio. En cualquier caso, y dicho esto, toca abordar el otro aspecto fundamental de la película de 1968: su argumento. Quizá una de las mejores cosas que tenga el film son sus numerosas capas de comprensión. Por un lado está la simple y llana historia de los astronautas, precedidas por ese fragmento en el que se narra los orígenes del hombre. Por otro lado, tenemos el drama del hombre luchando contra las máquinas que él mismo ha creado. Y por otro está todo lo referente a los monolitos y a ese final en una habitación tras un viaje psicodélico.

La pregunta que cabe hacerse viendo 2001: Una odisea en el espacio en su conjunto es la que da título a esta segunda parte. ¿La película trata realmente sobre una odisea espacial? Sinceramente, no. Ocupa la mayor parte de la trama, es cierto, pero no trata de eso. En realidad, esta imprescindible obra de Kubrick trata sobre la evolución humana, marcada eso sí por unos monolitos rectangulares que en la obra literaria eran de origen alienígena, pero que en el film nunca llega a aclararse del todo, especulando incluso con la idea de una influencia divina en el devenir de la Humanidad. Una evolución que comienza con el descubrimiento del hueso como arma y, por tanto, como herramienta para someter al resto de nuestros semejantes, y termina con la influencia que dicho monolito tiene sobre un único individuo, llevándole a la siguiente fase evolutiva.

Es significativo en este sentido cómo el relato obvia por completo todo lo vivido por el hombre como especie durante siglos para centrarse en aquello que todavía no ha vivido, y que no es otra cosa que sobrepasar las fronteras de nuestro planeta y colonizar el espacio. Ese primer monolito que otorga a los simios la capacidad de usar herramientas lleva, gracias a esa magistral elipsis, al siguiente paso evolutivo en la película, o lo que es lo mismo al siguiente monolito, esta vez descubierto en la Luna. Siglos que carecen de interés por ser conocidos son superados narrativamente en pocos segundos, dando paso a un futuro en el que los viajes espaciales están a la orden del día. Aunque lo más importante se deduce del siguiente monolito, aquel que lleva al hombre a dotar de conciencia a las máquinas, que terminan por rebelarse. La exposición definitiva a estos monolitos de un solo ser humano es lo que recoge los últimos minutos de película, en los que el envejecimiento y posterior renacimiento en algo nuevo se producen rápidamente y con una superposición de las etapas del hombre.

2001: Una odisea en el espacio es, sin ningún género de dudas, una de las mejores películas de ciencia ficción del cine. Una obra atemporal como la trama que aborda que supuso un antes y un después en la forma de entender el género y de tratar todo lo relativo al espacio. Sí, el hecho de que lleve en su título ese año puede parecer una limitación con el paso del tiempo, pero es algo circunstancial. Si se elimina de su título y en su lugar se pone, por decir algo, 3001, lo que narra el relato sería igualmente válido. Puede que el carácter intimista y pausado de la propuesta desconcierte a algunos y aburra a otros, pero esta no es una película apta para todos los estados de ánimo. Requiere atención, comprensión y una mente muy, muy abierta, capaz de abarcar una imagen panorámica del conjunto. Al fin y al cabo, no estamos hablando de una odisea espacial, sino de una odisea evolutiva de miles de años.

‘La chaqueta metálica’, endurecer el alma ante una guerra innecesaria


Aunque pueda parecer extraño, desde este blog todavía no había abordado la figura de Stanley Kubrick, uno de esos directores únicos capaces de transformar cualquier género cinematográfico. Terror, ciencia ficción, drama, comedia, cine de época, cine negro, … incluso el bélico, en cuyo caso la influencia fue por partida doble. Por un lado, Kubrick logró modificar el fondo del concepto del cine bélico gracias a Senderos de Gloria (1957), dejando a un lado el aspecto enardecedor para mostrar la cara más amarga y crítica del sentido de una guerra. Por otro, visualmente ofreció algo fresco, dinámico y reflexivo en la violenta y cruda La chaqueta metálica (1987), influencia directa o velada de posteriores films como Salvar al soldado Ryan (1998).

La estructura narrativa del film protagonizado por Matthew Modine (De repente, un extraño) y basado en la novela de Gustav Hasford es, cuanto menos, curiosa en el género bélico. Con dos partes bien diferenciadas, el director opta por dar una importancia similar a ambos fragmentos, mostrados casi como dos metrajes diferentes si no fuera por las caras comunes que hay en los dos. Y lo más interesante de todo es que, pasados los años, lo que se recuerda con más intensidad es la primera parte, centrada en el entrenamiento como marines de un grupo de jóvenes.

No cabe duda de que, si esto es así, es gracias a la labor del veterano actor R. Lee Ermey (Agárrame esos fantasmas), quien crea un personaje inolvidable, a medio camino entre el odio y la repugnacia, pero que analizado en perspectiva ofrece un aspecto humano y responsable algo oculto por la retahíla de insultos, frases malsonantes e ingenios verbales violentos. La figura del instructor supera con creces a la de un año antes interpretada por Clint Eastwood en El sargento de hierro, y lo hace de tal modo que su final no podía ser otro que el que Kubrick muestra con el ingenio de un maestro.

Pero como decimos, existe un elemento humano en un personaje, por lo demás, desagradable (tras varias revisiones, uno llega a analizar cada uno de los insultos que lanza a sus reclutas), y ese no es otro que la responsabilidad de enviar a Vietnam a unos jóvenes sin preparación alguna para la crudeza, la violencia y el horror de una guerra como la que tuvo lugar en el país asiático. Puede que sus métodos no fueran los más ortodoxos, pero a medida que pasa la película se llega a comprender la necesidad de separar a los mentalmente fuertes de los más débiles.

Violencia necesaria, diálogos imprescindibles

Si algo caracteriza a La chaqueta metálica, y eso es algo que comparte con otra obra del director, La naranja mecánica (1971), es la violencia visual. Si la verbal queda patente en el personaje de Lee Ermey, la física hace acto de presencia desde el final de ese primer fragmento centrado en el entrenamiento, y recorre toda la segunda parte alternando protagonismo con los diálogos acerca de la necesidad de la guerra, del uso de la fuerza o de la muerte de mujeres y niños. Conversaciones que, además de hacerse imprescindibles, confirman tanto la necesidad de mostrar los conflictos sin ningún miramiento y despojándolos de cualquier carácter heroico que pudieran tener en el imaginario social.

Vincent D’Onofrio puede que sea recordado por las generaciones más jóvenes como el asesino de La celda, ese film protagonizado por Jennifer López cuando todavía estaba en lo alto de su carrera cinematográfica. Sin embargo, el actor dejó patidifusos a los espectadores mucho antes gracias a su personaje en la película de Kubrick. Enfrentando de cara a un personaje complejo y con muchas, muchísimas sutilezas, logra generar algo muy poco común: la compasión y el miedo en lo que se tarda en parpadear. En efecto, la secuencia final del entrenamiento, protagonizada por D’Onofrio en un baño común en plena noche, elimina cualquier rasgo de bondad para dejar paso a la locura, la maldad y la imprevisibilidad, generando un malestar que muy pocos directores han conseguido hasta la fecha.

En cualquier caso, este film bélico ofrece una visión muy particular de lo que es una guerra. Evitando siempre mostrar el frente de batalla, la parte centrada en la guerra evidencia el horror y la locura bélica a través de fragmentos, de imágenes casi estáticas vistas por un joven Modine que no termina de entender el porqué de un conflicto donde no existía interés alguno. Una serie de momentos que culminan con una estrategia final donde se refleja el dilema moral de los soldados al comprobar que la sociedad, sin más protección que un arma, ataca a la gente que considera enemiga e invasora, aún sabiendo que solo puede haber un final inevitable.

La sangre y las intrigas dicen adiós con la tercera temporada de ‘Spartacus’


Es extraño que una serie concluya cuando está en lo más alto de su éxito, pero es lo que le ocurrirá a Spartacus cuando finalice su tercera temporada. La épica y sangrienta historia del esclavo y gladiador más famoso de la historia romana concluirá con los 10 capítulos de una temporada que, según sus responsables, con su creador Steven S. DeKnight a la cabeza, estará a la altura de las expectativas. ¿Y qué expectativas son esas? En primer lugar, un uso violento, sangriento y algo desagradable de los efectos digitales, y en segundo una trama de corrupción, intriga y venganza tan sólida como sus personajes, los cuales ofrecen en todo momento más de un rostro al espectador.

En todo caso, la decisión de concluir la serie de forma tan sorprendente parece encajar bien con un producto que nunca se ha mostrado al uso en la pequeña pantalla. Cuando en 2010 se estrenó el primer capítulo de Spartacus: Sangre y arena, ‘La Serpiente Roja’, sorprendió a propios y extraños el carácter de la historia. Y no es que no se conocieran sus intenciones, pues la vida del esclavo, gladiador y libertador es conocida en el cine gracias al espléndido film de Stanley Kubrick. Lo más llamativo era su estilo visual, a medio camino entre las intrigas palaciegas de Roma y la violencia digital de 300. Una mezcla que podría haber salido de cualquier manera, y que por fortuna tuvo una buena aceptación.

Pero no solo de sangre vive el espectador. A pesar de la fuerza de sus imágenes (algunas realmente impactantes), la historia tenía en el fondo varias líneas argumentales. Una lucha por el poder, una intriga corrupta de un hombre por escapar de una clase social en la que no podía manejar todo el poder que ansiaba; relaciones amorosas prohibidas; venganzas … De hecho, existían tantas que llegó un momento en el que cada capítulo destinaba su metraje a algunas de ellas, quedando todas enlazadas por el título de la propia serie, es decir, por la sangre y la arena.

Esta irregularidad en sus contenidos, centrando la atención unas veces en la violencia, otras en la trama, convergieron sin embargo en un final apoteósico, digno de un producto que se había labrado un nombre con un estilo tan extraño como innovador en la pequeña pantalla. Un final en el que los personajes toman conciencia de su futuro, deciden el bando en el que luchar y, finalmente, inician el camino de libertad que se desarrolla en la segunda y tercera temporada.

Precuela por necesidad

Los buenos resultados avalaban un producto arriesgado, amado y odiado a partes iguales, y que imposibilitaba la imparcialidad de cualquiera que viera unos minutos de alguno de sus capítulos. Pero el final de la primera temporada trajo tantas noticias buenas como malas. Al anuncio de la segunda temporada le siguió otro mucho más aciago, el de su protagonista Andy Whitfield, uno de los pilares fundamentales de la serie junto al escocés John Hannah (La Momia) y a Manu Bennett, enemigo de Espartaco y uno de los personajes más interesantes. El actor galés anunció que sufría cáncer, por lo que su trabajo en la segunda temporada se vería comprometido.

Dispuestos a mantener la continuidad, los responsables decidieron posponer el rodaje de la segunda temporada, pero no por ello se olvidaron de los fans. Como si de un remake se tratara, se produjo Spartacus: Dioses de la arena, una precuela a los hechos sucedidos en esa primera entrega y que, a modo de enganche, cuenta con buena parte de los actores de la original… aunque en situaciones muy distintas. Sin ir más lejos, el personaje de Bennett se encuentra ahora en la situación de Espartaco, siendo él el esclavo nuevo que debe ganarse un nombre entre sus compañeros gladiadores.

En apenas 6 capítulos la violencia, la traición y la ambición por lograr una posición privilegiada en la clasista sociedad romana se adueñan de una historia que, aunque ahonda más en el carácter dramático de los personajes y sus decisiones, no deja de lado la violencia tan característica que la ha hecho famosa, potenciándola aún más si cabe con un protagonista que lucha con dos «gladius» (las espadas cortas en Roma) en lugar de utilizar un escudo. Una historia que, aunque no imprescindible, sí permite comprender de dónde vienen los personajes y, sobre todo, porqué toman las decisiones que toman al final de esa primera temporada que narra la rebelión producida en la casa de Batiato.

Sin embargo, el tiempo de producción y emisión de estos 6 episodios no mejoró el estado de Whitfield, quien moriría unos meses después del último episodio a los 40 años coincidiendo con el décimo aniversario del 11-S. Ante esta perspectiva, no quedó más remedio que hacerse con los servicios de un sustituto. El australiano Liam McIntyre fue el elegido para la segunda temporada, que lleva el nombre de Venganza, y para esa última entrega, que bajo el epíteto de La guerra de los malditos, cerrará un ciclo marcado por la violencia, las intrigas y, por encima de todo, la sangre… mucha sangre.

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