‘The americans’ supera sus problemas familiares en la 2ª temporada


Keri Russell y Matthew Rhys tendrán en Lee Tergesen un peligroso enemigo en la segunda temporada de 'The Americans'.Hay veces que cuesta distinguir si una serie mejora por iniciativa propia o si, por el contrario, la percepción del espectador mejora simplemente porque sabe lo que le espera. Cuando The americans presentó su primera temporada las expectativas puestas en esta intriga de espías en plena Guerra Fría no terminaron de cubrirse. Sí, el thriller tenía todos los componentes y su desarrollo era muy completo, pero algo no terminaba de encajar: la tapadera de los dos protagonistas, con una familia por la que se preocupaban y un matrimonio de conveniencia que hacía aguas por todas partes, temblaba cada vez que su creador, Joseph Weisberg (serie Falling skies), trataba de incidir en ella. Era algo a solucionar, y lo cierto es que su segunda temporada ha logrado enderezar la serie para convertirla en lo que se esperaba de ella en su debut: un thriller enriquecido por el drama familiar.

En cierto modo, la trama familiar ha desaparecido como línea argumental independiente para integrarse en el desarrollo del arco principal, que esta vez se centra en un único proyecto que parte, además, del asesinato de dos espías soviéticos a los que los personajes de Keri Russell (El amanecer del Planeta de los Simios) y Matthew Rhys (serie Cinco hermanos) consideraban amigos. Este brutal acontecimiento deriva en una enrevesada trama política y militar cuyas ramificaciones afectan al resto de tramas secundarias, que devuelven el favor aportando numerosos matices que enriquecen la venganza de los dos protagonistas. Como puede apreciarse de este repaso general, la práctica totalidad de los argumentos que se desarrollan en estos 13 episodios están relacionados con el espionaje. De ahí que no quede espacio para los conflictos familiares, salvo cuando influyen en la trama principal como agente activo.

Esto no implica, sin embargo, que Weisberg se olvide por completo de ello. De hecho, buena parte del desarrollo dramático de la trama principal posee, en mayor o menor medida, una influencia familiar notable. Ya sea de forma explícita o como simple referencia, la pareja protagonista debe afrontar los problemas de una hija adolescente que empieza a sospechar de su actitud con el día a día de su labor como espías. Y si bien la evolución del personaje interpretado por Holly Taylor (Ashley) puede resultar algo irritante en algunos momentos, su presencia es tan relevante que se vuelve incluso imprescindible, sobre todo teniendo en cuenta la sorprendente resolución de la temporada, que por cierto enfoca el futuro de The americans en una dirección de lo más interesante por lo poco trabajada que ha estado en el cine y la televisión.

La fusión entre familia y espionaje, algo que fallaba en la primera temporada, es lo que hace crecer a esta segunda parte hasta convertir la serie en un producto atractivo y complejo. Pero como toda buena ficción, debe tener un villano acorde al nivel dramático de los protagonistas. Y ese rol corre a cargo de Lee Tergesen (serie Generation kill), quien compone un personaje violento e inteligente que representa una auténtica amenaza, a diferencia de lo que podría entenderse que hacía Noah Emmerich (Super 8) en los anteriores episodios. La influencia de Tergesen va en aumento a la par que la complejidad de la trama, hasta convertirse en un catalizador de los acontecimientos durante los últimos episodios, dando rienda suelta a una amenaza para la que no están preparados ninguno de los implicados. Una amenaza, por cierto, que permite al espectador asomarse un poco más al entramado de las comunicaciones soviéticas, lo que a todas luces mejora el resultado.

El FBI y los rusos

Durante sus primeros episodios The americans trató de ofrecer una especie de imagen global del espionaje entre Estados Unidos y la URSS. En principio, dicha imagen tenía su máximos representantes en los personajes de Russell, Rhys y Emmerich, este último como agente del FBI. Sin embargo, el thriller que se intuía no terminaba de cuajar, lo cual a su vez debilitó esa primera parte. Dado que el villano adquiere otros rasgos en estos nuevos capítulos, el FBI en su conjunto pasa a un segundo plano para convertirse en protagonista absoluto de la trama secundaria principal, adquiriendo con ello una relevancia que, de algún modo, no tenía anteriormente. Gracias a esta nueva «libertad», la serie logra desarrollar toda una intriga política y tecnológica en torno a la creación de Internet, en sus orígenes ARPANET.

Ya he mencionado que esta segunda temporada posee una mejor y mayor integración de todos sus elementos, ofreciendo al espectador una imagen más completa. Prueba de ello es el hecho de que esta línea argumental secundaria nace de la trama principal, o mejor dicho del brutal asesinato inicial, cuyo desarrollo se bifurca para dar vida a todos y cada uno de los personajes. Así, toda la lucha entre el FBI y la URSS tiene sus consecuencias en la investigación de la pareja protagonista, y viceversa. En este sentido hay que destacar la evolución que sufre el personaje de Emmerich al ser menos dependiente de la familia de espías. Su papel en la trama, sobre todo la relación que mantiene con el personaje de Annet Mahendru (Escape from tomorrow), se convierte en uno de los procesos dramáticos más interesantes de la serie al convertirle en un títere en manos soviéticas.

Esto, unido a nuevos personajes llamados a adquirir un mayor peso dramático y a la situación en la que quedan otros secundarios, ofrece una amplia gama de posibilidades para esta trama desarrollada en las altas instancias del espionaje. Se establecen así dos niveles narrativos que discurren de forma paralela pero que tienen numerosos puntos en común, además de consecuencias inolvidables en cada uno de los entornos. Todo ello cambia sustancialmente el panorama de la serie y la otorga una madurez necesaria, así como una oscuridad que se intuía en la primera temporada, pero que ahora adquiere una mayor relevancia gracias, entre otras cosas, a la evolución de los dos protagonistas en lo que su forma de entender la lucha se refiere.

Todo esto convierte a esta nueva temporada de The americans en un producto superior a lo que se conocía hasta ahora. Puede que sea porque las expectativas a raíz de la primera temporada estaban un poco bajas, pero en cualquier caso es indudable que la serie ha sufrido un lavado de cara interesante, centrándose en el frágil equilibrio entre la dinámica familiar y los encargos de espionaje. Y lo mejor de todo es que gracias a ese equilibrio la serie ha podido encontrar nuevas vías dramáticas y ha desarrollado varios niveles narrativos que, aunque propios, son dependientes uno de otro. La conclusión de la temporada, con una serie de revelaciones inesperadas, deja en el aire un futuro muy atractivo que, esperemos, siga las indicaciones iniciadas a lo largo de estos episodios.

Los personajes de ‘Revolution’ pierden coherencia en su 2ª temporada


Billy Burke y Elizabeth Mitchell tendrán que luchar contra un nuevo enemigo en la segunda temporada de 'Revolution'.No sé si será por los actores, por el desarrollo de la trama o simplemente por la factura técnica, pero el caso es que hay series que, teniendo todo lo necesario para lograr el éxito, no terminan de funcionar. Uno de los últimos casos es el de Revolution, serie de ciencia ficción que sin tener grandes pretensiones ofrecía algo un poco diferente. Es cierto que su primera temporada tuvo para muchos más sombras que luces, pero la idea de una sociedad moderna que se ve obligada a retroceder casi a la Edad Media por la ausencia de electricidad era una premisa interesante. Su segunda temporada, y si nadie lo remedia (léase la presión de los fans) la última, va un poco más allá en esta idea, repartiendo su evolución en dos claras líneas de trabajo que, aunque interesantes, no terminan de funcionar. En esta ocasión, irónicamente, el problema son los propios protagonistas.

Estos nuevos 22 episodios retoman la acción unos meses después de la conclusión de la anterior etapa, aprovechando los primeros capítulos para situar a cada uno de los personajes principales e introducir otros nuevos. El principal escollo con el que se encuentra su creador, Eric Kripke (serie Sobrenatural) es que se opera un cambio en dichos personajes que nunca termina de materializarse en decisiones y acciones concretas. Salvo los roles interpretados por Billy Burke (Crepúsculo) y Tracy Spiridakos (Engañada en la red), cuya transformación es bastante evidente, el resto combina las características de la primera temporada con las novedades de la segunda. Quizá el caso más llamativo sea el de David Lyons (Come reza ama), Monroe en la ficción. Su arco dramático es cuanto menos incongruente, no solo con su propia naturaleza sino en el sentido general de la serie. La necesidad de transformarlo de villano a héroe impide a sus responsables acometer una transformación lógica y natural motivada por sus propios intereses, los cuales tratan de usarse al final de la temporada para tratar de justificar sus acciones. La introducción del personaje del hijo y esa especie de amor-odio con el rol de Burke no hacen sino ridiculizar un buen villano.

Todo esto ocurre, fundamentalmente, por la incorporación a la trama de los llamados Patriotas, una nueva amenaza planteada al final de la temporada anterior que, en teoría, debería de haber servido para un propósito doble: dotar de más acción y complejidad a la trama, y generar dos frentes de combate claros. El resultado es, como la serie en general, irregular. No cabe duda de que la presencia de estos villanos, cuyas actividades son más crueles de lo visto hasta ahora (al fin y al cabo, debían hacer «bueno» al personaje de Lyons), aportan un grado notable de interés y de intriga al arco argumental, pero su desarrollo no es todo lo fluido que cabría esperar. Su presencia se plantea de forma pausada e incluso velada para, al final, precipitar los acontecimientos y derivarlo todo a un único momento en el que son derrotados. Es de suponer que esto, más que un problema de planteamiento, es una necesidad ante la finalización inesperada de Revolution. Por cierto, es de agradecer que sus responsables, entre los que se encuentran J.J. Abrams (serie Fringe) y Jon Favreau (Iron Man), hayan optado por cerrar los ciclos planteados en esta temporada, y no dejando todos los interrogantes en el aire.

En lo referente al reparto merece una mención especial Giancarlo Esposito (serie Érase una vez), cuya presencia sigue siendo de lo mejor del conjunto, incluso con el caótico camino que sigue en estos episodios. Su rol, algo más separado del resto que en la temporada anterior, se convierte en una especie de vengador solitario cuyo único objetivo es acabar con aquellos que han matado a su mujer. Su facilidad para hacer todo lo necesario por lograr su objetivo, unido a su falta de empatía incluso con su hijo (solo cuando lo pierde es cuando realmente lucha por él) le otorgan una presencia mucho más consistente que en la primera temporada, cuando todo esto se presentaba bajo la bandera de los enemigos. Su final, uno de los pocos que unen las dos líneas argumentales de las que hablaba, es quizá el más claro ejemplo, junto con el papel de Monroe, de que la historia, a pesar de los intentos por controlarla, se les había escapado de las manos a los creadores.

Y llegó la nanotecnología

Aunque pueda parecer lo contrario, uno de los pilares de Revolution ha sido la incorporación a la trama de la nanotecnología, responsable del apagón y la mayor amenaza de esta temporada, aunque solo protagonice una trama secundaria. Su desarrollo ha sido, a pesar de algunos altibajos, de lo mejor de la serie, y la forma en que Kripke logra finalizar su arco dramático es brillante, abriendo la puerta a un futuro en el que humanos y máquinas deberán enfrentarse irremediablemente. Es más, uno de los mejores episodios de la temporada, aquel que transcurre en la mente del personaje de Zak Orth (Vicky Cristina Barcelona), es la pieza que permite comprender la naturaleza de esta tecnología que consume toda la energía del planeta y cuyo objetivo se desvela en el último capítulo. Su presentación a lo largo de la temporada es, al igual que la de los Patriotas, pausada e intermitente, planteando numerosos interrogantes que se resuelven con relativo acierto a medida que se desarrolla la trama.

Lo que juega en su contra es su propia condición de secundaria. Es cierto que hacia el final de esta etapa ambas líneas argumentases tienden a unirse, pero el hecho de que solo algunos personajes estén implicados en ella, sin llegar nunca a involucrar a los demás, debilita su fuerza y su importancia, sin duda reservando su protagonismo para una hipotética tercera temporada. Esto deriva, por ejemplo, en un desarrollo que muchas veces recurre a giros de difícil aceptación, como son las constantes desapariciones del personaje de Orth y la falta total de consecuencias en el resto de personajes. Eso por no hablar del hecho de que la explicación para muchos de los fenómenos que ocurren se ofrece al espectador, pero no al resto de personajes (al menos no de forma directa y contundente), lo que ahonda en esa idea de que las dos tramas, que en muchas ocasiones se intentan combinar, son dos entes separados que entretienen pero fracturan la serie.

A pesar de todo, es justo reconocer que la serie posee un pulso narrativo notable. Apenas existen episodios en los que el ritmo decaiga, logrando un dinamismo similar al de la primera temporada e introduciendo nuevos personajes que dan al conjunto un cierto lavado de cara que debe ser reconocido. El hecho de que la trama se pierda algunas veces en historias que no llevan a ningún lado (lo de irse a México a buscar un personaje para que simplemente engrose el reparto tiene poca justificación) solo es un obstáculo si uno no se entrega al entretenimiento que supone ver una serie cuya factura técnica es más que buena. Al fin y al cabo, las presentaciones de la producción nunca han sido las de convertirse en un producto referente de la ciencia ficción. Si tenemos esto en cuenta, se podría decir que logra su objetivo.

El problema de Revolution, tanto en su primera como en su segunda temporada, es que nunca ha tenido claro cuál era su sitio en el nutrido mundo de las series actuales. ¿Es una serie de acción? ¿Es una trama que busca explorar algo más que situaciones comunes? ¿Sus personajes saben cuál es su sitio? Estas y otras preguntas no terminan de responderse, y esa indefinición es lo que, finalmente, ha llevado a su cancelación en esta segunda temporada. Tal y como finaliza da la sensación de que en episodios futuros podrían encontrarse las respuestas, pero si eso finalmente llegamos a verlo será con otra productora. El balance que deja la serie, por tanto, es la de un entretenimiento cuyas aspiraciones fueron desapareciendo poco a poco, hasta el punto de reducirse a un mero folletín de aventuras. Como decía al principio, el principal problema reside en muchos de sus personajes, sobre todo en aquellos que no han sabido evolucionar con las tramas. La premisa era buena; el desarrollo no tanto. Y esto es algo que le ocurre mucho a J.J. Abrams.

‘Juego de Tronos’ llega a su punto de inflexión en la cuarta temporada


Peter Dinklage gana protagonismo en la cuarta temporada de 'Juego de Tronos'.Desde que finalizó la cuarta temporada de esa joya de la televisión llamada Juego de Tronos estoy dándole vueltas a qué etapa ha sido mejor. En concreto, las dudas me asaltan cuando comparo esta con la tercera temporada. En conjunto es evidente que estos nuevos 10 episodios han llevado la trama a un nuevo estadio, infinitamente más complejo y con nuevas piezas sobre el tablero de juegos que representan los Siete Reinos. La anterior temporada fue, en cuestiones de manejo de tensión y drama, mucho más equilibrada, manejando mejor los tiempos y jugando con los nervios del espectador. Esta, empero, se antoja mucho más dinámica, con giros narrativos en prácticamente cada secuencia, convirtiéndose en un viaje sin retorno que, como decía, ofrece una nueva perspectiva de esta batalla.

Antes de entrar en el detalle de esta nueva entrega creada por David Benioff (Troya) y D.B. Weiss, un aviso: aquellos que no hayan podido ver todavía el desarrollo de la temporada encontrarán algunos, muchos o demasiados spoilers, todo en función de lo que se conozca o se haya visto. Una vez dicho esto, comencemos por lo más genérico y principal: el papel de Peter Dinklage (X-Men: Días del futuro pasado). No hace falta decir que su presencia a lo largo de la serie ha sido imprescindible. Si el personaje ya es de por sí único, con una inteligencia fuera de lo común y un pragmatismo y heroísmo que le convierten en el auténtico heredero de su apellido, la labor del actor aporta al personaje un encanto especial, a medio camino entre la picardía y el rencor, entre el miedo al rechazo y la burla. Pero lo que ocurre en el ecuador de esta temporada, con ese speech al ser juzgado por el asesinato de su sobrino el rey, es sencillamente magistral. Todas las emociones que se intuían a lo largo de la ficción estallan en una ira inusitada en él, dejando entrever una faceta hasta ahora desconocida cuya consecuencia directa es la muerte de otro personaje fundamental que deja un vacío muy destacado.

Este juicio, así como la muerte del personaje de Jack Gleeson (Cabeza de muerte), que por cierto va a provocar sentimientos encontrados de alivio y añoranza, se convierten en el motor de todo el desarrollo dramático de la cuarta temporada. Un desarrollo que, por cierto, es mucho más lineal y menos abrupto que en ocasiones anteriores. Salvo algunas ocasiones contadas, muchas de ellas de carácter secundario, la trama avanza por derroteros más o menos previsibles, lo cual no impide, ni mucho menos, que Juego de Tronos crezca en calidad en todos sus aspectos. Se puede decir, por tanto, que la presencia de Dinklage es más necesaria que nunca, acaparando todos los focos sobre él y convirtiendo en meros secundarios al resto de personajes y de tramas que en momentos anteriores habían adquirido categoría de protagonista. ¿Es esto un tropiezo? Puede que los más fieles seguidores echen en falta algunos elementos, pero lo bueno de estos capítulos es que con muy poco dan un giro radical a la trama que hasta ahora conocíamos, dejando todo preparado para un futuro muy prometedor.

De hecho, todas las tramas que ponen el acento en personajes alejados del trono de hierro completan un panorama que recuerda mucho a los preparativos antes de la guerra, o lo que es lo mismo, una tensa calma que augura momentos verdaderamente épicos. Es cierto que el episodio 9 de la temporada, del que hablo a continuación, acoge de nuevo un momento brillante, pero a diferencia de temporadas anteriores este tiene poco que ver con el resto de la trama, al menos a priori. Sin embargo, tanto este momento como el resto de acontecimientos que se suceden en los diferentes escenarios de la serie poseen un sabor especial. Prueba de ello es que prácticamente todos dejan entrever sus aspiraciones a un trono que ahora ocupa un niño más joven si cabe que el anterior, incluyendo el personaje de Aidan Gillen (Mister John), cuya presencia, aunque tardía en la temporada, ha sido de lo más reveladora.

Historias veladas

Como contrapunto a las numerosas revelaciones que se suceden en esta cuarta temporada de Juego de Tronos (entre ellas una madurez brutal de las hermanas Stark) se plantean numerosos conflictos que, aunque pueden pasar desapercibidos, no dejan de ser interesantes. El primero y más importante es el de los muertos más allá del Muro, abandonados en estos episodios salvo por un detalle tan breve como revelador que ofrece un sinfín de posibilidades. Otro de ellos es la presencia cada vez más inestable de los dragones, que poco a poco van descubriendo su incontrolable naturaleza. Mientras que en temporadas anteriores sus apariciones solían ser para ayudar al personaje de Emilia Clarke (Dom Hemingway), en esta se convierten en fieras que necesitan ser encadenadas para evitar males mayores. Y hablando de las hermanas Stark, no quiero dejar pasar la forma en que el rol interpretado por Maisie Williams (Heatstroke) deja morir a su captor, un detalle casi más aterrador que el combate cuerpo a cuerpo en el que los cráneos son reventados con las manos.

Mención aparte merece el ya imprescindible episodio 9, centrado en esta ocasión en un ataque al Muro de los Salvajes. Al igual que la batalla de la segunda temporada, la serie aprovecha este momento para dar rienda suelta a una narrativa visual fuera de lo común en el convencional formato de la televisión. Y para rizar más el rizo, la acción se divide en dos escenarios claramente diferenciados cuyas características obligan a una planificación distinta, lo que no hace sino engrandecer el planteamiento del episodio. No se trata, en realidad, de ofrecer varios minutos de violencia y acción, sino de mostrar cómo un grupo reducido de personajes es capaz de repeler un ataque envolvente de miles de atacantes. La facilidad con la que la cámara se mueve por los distintos escenarios sin perder nunca el sentido narrativo es ejemplar, permitiendo al espectador saber en todo momento dónde se ubican los personajes, cómo afrontan los combates y qué dilemas se plantean en sus cabezas. En este sentido hay que destacar un plano secuencia perfecto que recorre todo el campo de batalla de forma envolvente y cuyo dinamismo ya querrían muchos directores en sus películas.

Pero como decía, este ataque no tiene una relevancia especial en el desarrollo principal de la serie. Muy alejada física y conceptualmente de la acción que centra esta cuarta temporada, su presencia se antoja un tanto extraña en el conjunto de los episodios. Es de suponer que tendrá su influencia en futuros acontecimientos, pero eso es algo que, por ejemplo, se hizo mejor en etapas anteriores de la ficción. No quiere esto decir que no sea espectacular, increíble o atractiva, pero el hecho de que se enmarque en las tramas secundarias que antes mencionaba la convierten en un acontecimiento, digamos, para satisfacer las ganas de acción de responsables y aficionados. Personalmente el momento del juicio protagonizado por Dinklage y los acontecimientos derivados de su discurso resultan mucho más interesantes, impactantes y brutales que la propia batalla.

De lo que no cabe duda es de que Juego de Tronos es uno de esos raros casos en los que una serie mejora con cada temporada. Eso no impide que existan altibajos narrativos en cada una que podrán ser más o menos discutidos, pero el balance general es el de una ficción que sabe crecer, que no tiene miedo en eliminar personajes si eso va a enriquecer la acción, y que busca en todo momento desarrollarse visualmente hablando. Soy consciente de que gran parte del mérito pertenece a George R. R. Martin, el autor de la saga ‘Canción de Hielo y Fuego’ en la que se enmarcan las novelas, pero la serie ha sabido ganarse un estatus propio (al fin y al cabo, podría no haber estado a la altura). Esta cuarta entrega es un claro punto de inflexión en muchos sentidos: la mayor parte de los villanos han muerto, y muchos de los más relevantes personajes están dispersados por el mapa. Su desarrollo tal vez no sea tan impactante como el de la temporada anterior, pero desde luego genera mucho más momentos interesantes, lo que juega en beneficio de un dinamismo que, al final, hace que 10 episodios sean pocos. Las ganas de más es el mejor síntoma de su grandeza.

‘La caza’, atractivos personajes en una 1ª T con falta de ritmo


Gillian Anderson es la encargada de capturar a Jamie Dornan en 'La caza'.Uno de los géneros más demandados por los espectadores en televisión, al menos si atendemos a la cantidad de producciones que surgen al año, es el policíaco. Ya sea en clave cómica, de acción o de intriga, los crímenes y los casos sin resolver son uno de los mayores atractivos de la pequeña pantalla. A mediados del 2013 Allan Cubbit, guionista de la serie The runaway, estrenaba The fall, thriller protagonizado por Gillian Anderson (serie Expediente X) y Jamie Dornan, quien ahora mismo está inmerso en 50 sombras de Grey. Y si bien es cierto que la historia tiene muchos elementos atractivos, existen no pocos problemas narrativos que merman sus posibilidades, al menos en esta primera temporada de 6 episodios (5 en el formato original).

La trama, ambientada en un Belfast muy marcado por la violencia, gira en torno a la persecución de una detective del MET a un asesino que estrangula a sus víctimas, todas mujeres, las limpia y las coloca formando un marco pictórico que inmortaliza con fotos. A lo largo de toda la temporada, el interés dramático se centra en la relación que poco a poco se establece entre ambos cazadores, en una especie de lucha psicológica cuyo desenlace, por cierto, no llega a desvelarse en el último capítulo.

Como suele ocurrir en este tipo de enfoques, el villano se convierte en lo más atractivo de The fall, traducida en España como ‘La caza’. La complejidad del personaje, magníficamente interpretado por Dornan, capta no solo la atención del espectador, sino que también es centro de todo su desprecio. Más allá de los crímenes en si mismos, todo un ritual que recuerda a muchos grandes asesinos en serie de la ficción, lo más interesante es lo que ocurre después, cuando regresa junto a su familia e hijos. El calor con el que los trata constrasta tanto con su metódica preparación de los asesinatos que acentúa notablemente el resultado.

Por su parte, Anderson compone un rol femenino bastante atópico en la televisión actual. Independiente, fuerte y fría, la detective que llega para hacerse cargo del caso se convierte en una especie de versión femenina de los clásicos protagonistas masculinos (una frase acerca de las diferentes interpretaciones entre la sexualidad de hombres y mujeres resulta reveladora). La caza del asesino que inicia a través de pequeños detalles la equipara, tanto en interés como en profundidad dramática, con el propio criminal, estableciéndose esa relación de igual a igual que, como decía, es el auténtico conflicto dramático de la producción.

Más cohesión y más ritmo

Un poco más arriba hacía referencia también a que la persecución se desarrolla poco a poco. Esta lentitud es la clave de la serie. Porque a pesar de tener unos personajes complejos y un contexto social bastante complicado, The fall no logra avanzar como cabría esperar. Tal vez sea porque este juego entre policía y asesino debe durar al menos otra temporada, pero la realidad es que a lo largo de los episodios de esta entrega apenas ocurre nada. Sí, se profundiza mucho en la psique del villano, pero apenas se logra cercar el terreno a su alrededor.

De hecho, resulta curioso comprobar cómo el momento más crítico de esta cacería tiene lugar a raíz de un error cometido por el personaje de Dornan, y no como consecuencia de la investigación policial. No digo con esto que la serie debería optar por otro formato más dinámico, al contrario. Más bien, deberían pulirse algunos conceptos narrativos de este tipo de thriller psicológico, sobre todo los relacionados con la parte policial.

Y es que este es el otro punto débil de la trama. Así como el asesino, sus crímenes y su entorno social habitual quedan magistralmente retratados, todo lo que acontece en la comisaría peca de una falta de conexión preocupante. Sin ir más lejos, la trama secundaria que alcanza su apogeo con el asesinato de un policía y el suicidio de su compañero se queda, literalmente, en nada, al menos a la espera de que los acontecimientos de la segunda temporada arrojen algo de luz. De este modo, se puede decir que el desarrollo de esta historia es más bien nulo, pero es que además su conexión con la investigación principal se desvanece a medida que pasan los minutos hasta separarse por completo, lo que no hace sino complicar innecesariamente una serie ya de por sí compleja emocional y narrativamente hablando.

Hay que reconocer, empero, que The fall posee un atractivo muy interesante y un potencial prometedor. Gracias a ese asesino tan complejo y a esa detective tan calculadora la historia se permite el lujo de perder ritmo, muchas veces provocado por una investigación que no avanza y muchas otras por una trama secundaria que aporta más bien poco. Eso por no hablar de las secuencias de apoyo que se antojan más bien de relleno. En cualquier caso, su calidad es indudable, y con si consigue centrarse en lo verdaderamente relevante puede alcanzar cotas mucho más altas.

‘True Detective’, soberbia combinación de cine y televisión en la 1ª T


Woody Harrelson y Matthew McConaughey son los protagonistas de 'True detective'.Es difícil recordar exactamente todo lo que se escribe, sobre todo cuando son más de 700 entradas las de este pequeño rincón de Internet. Pero creo que ya dije en alguna ocasión que el teatro es el medio de los actores, el cine el de los directores y la televisión el de los guionistas. Esto viene a reflejar también los diferentes estilos entre películas y series, las primeras normalmente más libres desde un punto de vista puramente formal. Por eso la serie True Detective, que finalizó su primera temporada el pasado 10 de marzo en Estados Unidos, se ha revelado como una creación única, personal y perfecta; porque es capaz de fusionar cine y televisión en un único espectáculo. Sí, la producción ideada por Nic Pizzolatto (guionista en la serie The killing) y dirigida por Cary Joji Fukunaga (Jane Eyre) es espectacular, inquietante, soberbia, excepcional. Poned todos los calificativos que queráis, y os quedaréis cortos.

Y curiosamente, la serie no destaca por su trama, o mejor dicho por los giros que la investigación policial, centro de toda la historia, genera a lo largo de sus imprescindibles 8 episodios. De hecho, vista con cierta distancia se puede considerar hasta tópica: la investigación a lo largo de varios años de una serie de crímenes de carácter religioso en una zona de Estados Unidos donde la religión, el misticismo y las tradiciones paganas influyen en el día a día de la mayor parte de la población. Lo verdaderamente fascinante de la serie, y lo que la ha convertido en el fenómeno de la televisión en este 2014, es su capacidad para narrar en imágenes, para contar una historia con un sinfín de saltos temporales y de referencias sin más herramienta que una cámara, aprovechando la genial visión de Fukunaga para aportar al conjunto un aire cinematográfico que, esperemos, derive en toda una corriente nueva de hacer televisión.

Desde luego, True Detective es una serie que exige mucho al espectador. Pide esfuerzo, atención a los detalles. Incluso que deje de respirar, como ocurre con el magnífico clímax del último episodio o ese final en plano secuencia del capítulo 4 que confirma la idea de estar más ante una película que ante una serie de televisión. A cambio, la producción devuelve un torrente de emociones, de inteligentes diálogos y de personajes sencillamente únicos, complejos, admirables y, hasta cierto punto, entrañables. La verdad sea dicha, esta primera temporada está pensada para verse de forma continuada, y no episódicamente cada semana, entre otros motivos porque la información es tanta que resulta imposible acaparar todos los detalles y los giros argumentales sino existe una continuidad. Otro ejemplo más, por cierto, de la fusión entre cine y serie.

En este sentido, uno de los factores más admirables es la forma que tienen Pizzolatto y Fukunaga de narrar la historia. Como decía antes, no existen los clásicos textos aclaratorios acerca del lugar en el que transcurre la acción (únicamente se permiten ese lujo con la información que aparece en las cámaras de vídeo) ni de la época en la que suceden los acontecimientos. Toda esa información se diluye en el desarrollo de la trama mediante diálogos, cambios físicos en los personajes y los escenarios, y las apariciones y referencias de documentos policiales y nuevos roles. Dicho de otro modo, la historia que centra esta temporada (y que es autoconclusiva) es una telaraña de información, lugares y personajes que están conectados entre sí, a veces de forma evidente, a veces de forma sutil, y que reta al espectador a tratar de comprenderla. Cosa que, por cierto, es muy difícil de lograr. Nada está dejado al azar. Ningún diálogo es vacuo, y ninguna decisión carece de consecuencias. Un guión sencillamente perfecto desde el punto de vista teórico y práctico.

Una obra de personajes

Al mencionar la sinopsis afirmaba que la trama es lo menos impactante de True Detective. Evidentemente, la complejidad formal y la cantidad de matices que posee el desarrollo dramático aportan un mayor interés al arco argumental, pero en cualquier caso la serie no se centra tanto en la investigación como en sus personajes. Sobre todo en la relación entre sus dos protagonistas, un Matthew McConaughey (Dallas Buyers Club) y un Woody Harrelson (Los Juegos Del Hambre: En llamas) sublimes en su labor de ofrecer todos los matices que pueden escaparse a los diálogos o sus decisiones. Son ellos los verdaderos artífices de muchos de los momentos más aterradores e inquietantes de la temporada, y son ellos igualmente los que logran generar las pocas sonrisas que puedan escaparse, si es que se escapa alguna.

Me imagino que en la profusión de análisis y comentarios acerca de la producción se destaque fundamentalmente a McConaughey, soberbio en su recreación de un hombre apático en su realismo al que todo aquello que se aproxime siquiera levemente a una creencia de fe le genera cierto rechazo y un evidente desprecio. Un hombre cuyo estilo de vida le lleva a una decadencia de la que solo sale con una especie de epifanía final. Empero, me gustaría centrarme más en la labor de Harrelson y en un personaje que, si bien no posee la radicalización de su compañero, tiene muchos más claroscuros y matices. Sin ir más lejos, su imagen de policía ejemplar (un poco en contraposición al de McConaughey) queda fracturada casi en el piloto. Su facilidad para destruir todo aquello que ama y todo aquello que le importa le convierten en un ser que lucha con todas sus fuerzas contra una naturaleza que no quiere aceptar. Una naturaleza que le lleva a buscar algo que ni siquiera quiere o conoce, y que le impulsa a regirse y ejecutar una justicia personal y muy próxima a los valores más básicos de la sociedad.

Dos personajes que pueden parecer antagónicos al comienzo, pero que terminan siendo complementarios al final. Sin ir más lejos, la imagen con la que se cierra la temporada (ellos dos mirando al cielo) les presenta como amigos a los que la vida ha puesto en su sitio, es decir, les ha llevado a comprenderse. Algo que, por cierto, se aprecia en esos interrogatorios que definen el estilo narrativo de la primera parte de estos 8 capítulos, cuando ambos ofrecen un testimonio idéntico sobre algo que no ocurrió. La forma que tienen los creadores de la serie de contar de forma paralela lo que ocurrió y lo que cuentan que ocurrió es un ejemplo más de la calidad, en todos los sentidos, de una serie única. Todo ello, por tanto, define este thriller como una obra de personajes, como un relato en el que dos roles evolucionan al mismo tiempo que avanza la trama, creando un arco dramático único compuesto por varios arcos que discurren de forma paralela hasta un final que no puede dejar indiferente a nadie.

True Detective es un punto y aparte en la televisión. Es una producción espléndida en todos sus aspectos, desde el visual al sonoro (los títulos de crédito iniciales ya auguran lo que vendrá después), pero eso no implica que no tenga defectos, aunque estos pasen desapercibidos. Uno de los más curiosos es el hecho de que la resolución se quede casi en una anécdota una vez los héroes se han enfrentado al monstruo y han salido más o menos victoriosos. Aunque lo cierto es que importa poco. Como digo, es una serie de personajes, y como tal lo más interesante es comprobar el camino recorrido. Y este camino es tan tortuoso como bello, tan inquietante como apasionante. Una obra que debería servir de referencia en muchos ámbitos, imprescindible para todo aquel que disfrute con las series o que quiera aprender algo de arte cinematográfico. Porque, al fin y al cabo, es prácticamente una obra cinematográfica.

‘House of lies’ da un vuelco y se cambia al drama en su 2ª T


'House of lies' abandona el humor en su segunda temporada.Cuando se desarrolla una historia por capítulos siempre existe la duda acerca de la conveniencia de determinadas ideas. Normalmente el camino lo indican las audiencias, lo cual no quiere decir que sea el más indicado para el carácter de cada serie. Por eso tratar de evolucionar dentro de un producto siempre es arriesgado, y desde luego no siempre sale bien. Solo hay que echar la vista atrás. Por eso el caso de House of lies me resulta, personalmente, tan interesante. Tras una primera temporada realmente transgresora en todos los aspectos, la serie creada por Matthew Carnahan (serie Dirt) da un giro completo a su trama para convertirla en algo un poco más convencional, más dramático y con personajes más desarrollados. El resultado puede defraudar, pero no es necesariamente peor.

A grandes rasgos, estos nuevos 12 episodios relatan cómo el protagonista, interpretado magníficamente por Don Cheadle (Iron Man 3) se debate entre continuar en una empresa de la que ya no se siente parte, y empezar una nueva carrera creando su propia empresa asesora. En medio de todo esto, nuevos clientes a los que poder exprimir, nuevos conflictos morales y emocionales en su equipo de trabajo y en su vida personal, y Matt Damon (Monuments Men), sobre el que hablaré más adelante. Comparada con la primera parte, esta segunda temporada se antoja relativamente similar en su desarrollo de la historia. Empero, hay numerosos conceptos que la diferencian. Y el más evidente es la ausencia total de la complicidad con el espectador.

Desconozco si ha sido una decisión motivada por la imposibilidad de mantener el ritmo de su estilo visual, si sus responsables comprendieron que repetir capítulo tras capítulo las mismas bromas podía llegar a aburrir, o si se ha optado por ahondar más en los personajes. Sea cual sea el motivo, todo lo que definía a House of lies desde un punto de vista formal ha desaparecido. Nada de congelar la imagen. Nada de hablar con el espectador (apenas alguna mirada cómplice). Ni siquiera hay burlas sobre los clientes a los que se pretende asesorar. Se podría decir que el humor más gamberro desaparece. Como decía antes, un cambio arriesgado siempre y cuando no haya un plan B que frene la caída. Por fortuna, Carnahan parece tenerlo, y no es otro que profundizar algo más en todos los secundarios, especialmente en el equipo que acompaña al personaje de Cheadle.

En efecto, si durante los primeros episodios el carácter de Marty Kaan, asesor sin escrúpulos donde los haya, queda definido a la perfección, en esta ocasión son sus colaboradores los que toman las riendas de esa definición y dan un paso al frente. No implica esto que Cheadle pase a un segundo plano, pues la historia sigue girando en torno a él y a su evolución moral hasta convertirse en un individuo más «humano». Pero con algo hay que llenar todos esos huecos que deja la ausencia de explicaciones a cámara y el humor algo bruto que rezumaba la primera temporada. Y nada mejor que utilizar a los personajes ya conocidos (más alguno nuevo que completa el cuadro) y dotarles de una mayor entidad. Sobre todo al interpretado por Josh Lawson (Crave), que se convierte por derecho propio en el mejor secundario de la serie gracias a esa definición a medio camino entre la ingenuidad, la inteligencia y el querer encajar a toda costa entre sus semejantes, y a la espléndida labor del propio Lawson.

Menos humor, más Damon

Del mismo modo, la falta de ese humor ha obligado a House of lies a tomarse más en serio a si misma. A lo largo de estos 12 episodios las diferentes tramas secundarias (y por extensión la principal) han ido cargando de dramatismo el aspecto general de la serie. Apenas queda hueco para el humor, y mucho menos para el humor que impregnó la primera temporada. Los diferentes conflictos morales, románticos, sociales y familiares (en todos los sentidos, pues el equipo de trabajo es una especie de grupo familiar) se tornan mucho más sombríos, más inciertos, obligando no solo a los personajes, sino al espectador, a mirar de otra forma la serie. Evidentemente, siempre quedan rasgos de lo que en su momento fue la serie, sobre todo en lo referente al sexo o a algunos de los surrealistas clientes que consiguen, pero la sensación general es la de estar ante un cambio.

Al comienzo afirmaba que esto no convierte a esta segunda temporada en algo peor que la primera. Simplemente es distinta. Personalmente, la serie pierde algo de su identidad, pero mejora notablemente en su dramatización. Si logra encontrar un término medio podría alcanzar un nivel muy superior a lo visto hasta ahora. Nivel que, por ejemplo, se logra con el episodio en el que el propio Matt Damon participa como artista invitado interpretándose a si mismo o, mejor dicho, mofándose de su carácter de estrella solidaria y comprometida. En el que posiblemente sea el mejor capítulo de la temporada, el actor de El caso Bourne (2002) acapara todos los focos para revelar una faceta pocas veces vista en él: la de una autoparodia salvaje y excéntrica que finaliza con un spot de televisión de lo más surrealista. A lo largo de su metraje la trama logra una combinación perfecta entre el humor de índole sexual y algo zafio y el drama al que se ve sometido el protagonista, esclavo de una engreída estrella a la que debe complacer para que firme con su compañía, la cual tiene intención de dejar.

Quizá la mayor evidencia de la apuesta por el carácter dramático en lugar del cómico es la forma de concluir la temporada, diametralmente opuesta a la de su predecesora. Mientras que en aquella ocasión el triunfalismo ponía el broche de oro a una escalada de tensión en clave cómica, en esta segunda parte la sensación que permanece es la de que el tablero de juego en el que se mueven todos los personajes ha cambiado para siempre, separándoles y enfrentándoles a sus propios demonios, algo que ocurrirá, casi con toda probabilidad, en la tercera temporada que actualmente está emitiéndose en Estados Unidos y que ha comenzado hace poco en España. Dos finales que reflejan con precisión las dos formas distintas de entender la serie.

La verdad es que no podría decantarme por una u otra temporada de House of lies. La verdad es que tampoco se pretende en este rincón cinéfilo y seriéfilo. La serie ha cambiado, de eso no hay duda. De unos inicios más gamberros y arriesgados formalmente hablando se ha pasado a una narrativa más clásica, más reformada. Pero a pesar de todo, el espíritu ha quedado intacto, algo que debería probar la calidad de la producción. Sus diferentes tramas siguen generando interés, puede que más que antes, y sus personajes han ganado en solidez e independencia respecto al protagonista. ¿Era necesario abandonar las señas de identidad para conseguirlo? Puede que no, pero es el camino que se ha tomado. Y lo cierto es que el espectador puede descubrir algunas cosas que no sabía que existían.

La 1ª T de ‘Rehenes’ no encuentra sentido entre tantos episodios


Toni Collette y su familia son los 'Rehenes' de Dylan McDermott.Los entendidos en esto del cine, la narrativa audiovisual y el desarrollo dramático tienden a centralizarlo todo en conceptos como los puntos de giro, la definición de personajes o el sentido del drama. Pero muchas veces que un producto funcione o no tiene que ver, simplemente, con su formato. Por ejemplo, que una película sobre el amor de un muchacho hacia su mascota dure tres horas es una señal de que algo no funciona (aunque podría ser una gran historia). Igualmente, una serie sobre una familia secuestrada porque la madre, cirujana de profesión, tiene que matar al Presidente de Estados Unidos durante una intervención a la que éste debe someterse, no parece que dramáticamente hablando ofrezca muchas posibilidades más allá de media docena de episodios. Por eso Rehenes, una de las últimas series producidas por Jerry Bruckheimer (La Roca), hace aguas por demasiadas fugas a pesar de los intentos por mantener el interés con giros argumentases de todo tipo, incluyendo los más inverosímiles.

Y eso que la serie parte de una premisa y de un episodio piloto realmente interesante. Durante aproximadamente una hora de metraje la trama se mueve perfectamente entre los elementos clásicos de este tipo de thrillers, ofreciendo ya entonces las bases necesarias para comprender que no se trata únicamente de buenos y malos, sino que los matices y la escala de grises abarca a todos y cada uno de los personajes. Es más, esta creación de Rotem Shamir, autor del original israelí en el que se basa, logra generar interés durante las primeras entregas de estos 15 episodios, definiendo claramente las posturas de todos y cada uno de los implicados en la trama, y no limitándose exclusivamente a mostrar unos secuestradores sin escrúpulos o unos rehenes atemorizados y dominados por sus impulsos de supervivencia.

En este sentido, la labor de los actores, dentro de lo que cabe, resulta correcta. En especial el trío protagonista integrado por Toni Collette (El sexto sentido), Dylan McDermott (serie American Horror Story) y Tate Donovan (Argo). Suyos son, sin duda, los mejores momentos de la trama, sobre todo cuando hacen suyos los estereotipos que representan, ya sea obligados por las circunstancias que viven sus personajes, ya sea porque el guión se toma numerosas licencias (tal vez demasiadas) de cara al entretenimiento televisivo menos exigente. El problema es que ni siquiera ellos son capaces de manejar con firmeza la deriva de un guión forzado hasta límites impensables.

Sin ir más lejos, uno de los escollos a los que se enfrenta el desarrollo es el hecho de tener que sostener una situación (un secuestro que se alarga en el tiempo más de lo debido) tensa sin perder la tensión, valga la redundancia. El problema es que lo hace de la peor manera posible: utilizando a los personajes como si fueran muñecos de trapo. Que una doctora sea obligada contra su voluntad a matar a su paciente ya es de por sí un punto de partida interesante, conflictivo y prometedor. Pero que esa misma doctora cambie unas cinco veces su postura moral hacia esa coacción es algo tan incoherente como monótono. Y además se vuelve previsible. El espectador termina por tomarse con cierta ironía los cambios de humor de un personaje que tan pronto se siente firme como se muestra superada por los acontecimientos.

Una gran conspiración del vacío

No cabe duda de que Rehenes tiene un importante, puede que insalvable, punto débil en la indefinición que sufre la protagonista como consecuencia, entre otras cosas, de la necesidad de alargar esta primera temporada hasta 15 episodios, buscando recovecos dramáticos con los que llenar los lógicos vacíos que se generarían con tantos minutos. He de reconocer que no he tenido la oportunidad de ver el original, pero quiero pensar que no posea las mismas carencias, pues de lo contrario este habría sido un proyecto que nació débil. Sea como sea, y siendo consciente del problema que supone una indefinición tan grande en el personaje sobre el que pivota la trama (amén de otros dibujos interpretativos más bien pobres), la otra gran dificultad estriba en la compleja telaraña creada para matar al Presidente.

Esta idea tiene mucho que ver con eso que mencionábamos antes de la extensión de la serie y los «minutos vacíos». El excesivo metraje del conjunto obliga a desviar la atención hacia tramas secundarias que rellenen, aunque sea de forma algo tosca y sin demasiado sentido, los descansos que debe tomarse la trama principal. Ahí está, por ejemplo, los problemas escolares y de drogas que tiene el hijo menor de la familia; o el embarazo de la hija mayor (que, por cierto, parece casi imaginado). Por no hablar de la infidelidad del marido, sin duda lo más relevante de todo. Numerosas historias secundarias, en efecto. Tantas que es inevitable que se conviertan en esporádicas, o lo que es lo mismo, que adquieran relevancia en un par de episodios para luego desaparecer de los planes de los guionistas como por arte de magia. El efecto logrado es, precisamente, el opuesto al que debería ser. Lejos de generar matices dentro de los conflictos propios de la situación que plantea la serie, su disolución lenta e inexorable convierten al producto en algo tópico y manido que utiliza dichos pilares secundarios cuando le conviene y sin relevancia alguna.

Pero más allá de todo esto, lo más llamativo es la cantidad de personajes que poco a poco se van personando en la conspiración. Lo que comienza siendo algo pequeño termina siendo todo un golpe de estado. Una idea ciertamente tentadora que se convierte en lo mejor de la serie. Gracias a que la maraña de intereses y traiciones se desvela de forma progresiva el espectador asiste a numerosos secretos que dan sentido a muchas decisiones que, en su momento, no parecían tener demasiada lógica. Con esto se mantiene cierta atención, no cabe duda, pero no es suficiente. Máxime cuando la forma de solucionar todas y cada una de las traiciones es apretando el gatillo. Vamos, que los integrantes de una operación secreta en la que la discreción es la máxima prioridad no dudan en matarse unos a otros a tiros. Todo para que, como no podía ser de otro modo, se vayan de vacío.

Eso no impide, sin embargo, que la temporada tenga un buen final, con un clímax en el hospital realmente elaborado. El problema de estos primeros 15 episodios (y según parece, los únicos que va a tener) es todo lo que ocurre entre ese piloto interesante y ese clímax que engancha. Rehenes peca de efectismo. De demasiado efectismo. Los más perjudicados son los personajes, que terminan moviéndose por la trama según dicte la situación, sin valores a los que aferrarse ni conciencia que les guíe. El último episodio posee una frase verdaderamente reveladora acerca de cómo el personaje principal ha conseguido mantener sus convicciones a pesar de lo ocurrido. Sí, es cierto, al final logra solventar la situación. Pero es algo forzado por la necesidad de un final feliz. Los personajes en ningún momento toman el control de la situación. Claro que eso es harto imposible, pues ésta se complica tanto que hay que hacer malabarismos para que el castillo de naipes no se derrumbe.

‘Mob city’, clásico cine negro y contexto verídico de una temporada


Milo Ventimiglia y Jon Bernthal protagonizan 'Mob City', creada por Frank Darabont.Resulta muy frustrante, sobre toco como espectador, comprobar cómo un producto, ya sea una serie, una película, … se queda a medias. Sobre todo si tiene la calidad narrativa suficiente para prometer algo diferente y apasionante. Por eso cuesta entender cómo es posible que Mob city, el nuevo proyecto televisivo de Frank Darabont después de abandonar The Walking Dead, se haya quedado en una única temporada de 6 episodios que, para colmo, finaliza dando pie a una más que interesante segunda temporada que, como decimos, no verá la luz. Los motivos pueden ser varios (falta de la audiencia suficiente, no haber cubierto las expectativas de éxito, …), pero ninguno justifica realmente la falta de compromiso de los productores de cara a continuar desarrollando la trama en nuevos episodios.

Sobre todo con una serie de semejante calidad técnica y con una ambientación excepcional. La trama, ambientada en la ciudad de Los Ángeles durante los años 40, narra la batalla que se entabló entre el cuerpo de policía y, en concreto, William Parker (Neal McDonough), y la mafia que dominaba la ciudad, liderada por Bugsy Siegel (Edward Burns). Y lo hace de la mejor manera posible, es decir, de forma indirecta. En realidad, esta historia basada en la novela L. A. Noir de John Buntin centra su atención en la relación de dos amigos, uno abogado de la mafia y otro inspector de policía, que se ven envueltos en una lucha que se convierte, por tanto, en el escenario de una intriga de traición, amor y violencia.

Si hubiese que definir con una palabra a Mob city, esa sería «clásico». Todo en ella desprende el aroma que poseía el cine negro de las décadas doradas del cine. Darabont, que dirige buena parte de los episodios, logra recrear no solo la época en la que se mueven los personajes, sino el ambiente cinematográfico que definió a todo un género. Y la mejor prueba de ello es su episodio piloto, algo desconcertante si se ve de forma aislada pero imprescindible para comprender las relaciones, las debilidades y los conflictos que van apareciendo a lo largo de su temporada. Con la narración del protagonista, interpretado con solvencia por Jon Bernthal (El lobo de Wall Street), este primer episodio se asemeja más a una película corta que al inicio de una serie. Investigador, crimen, mujer fatal, criminales, luces que cortan las sombras como si fueran cuchillos, … incluso existe ese componente tan aparentemente inexistente como es el espeso humo de los locales.

Por si fuera poco, su estructura narrativa se aleja conscientemente de la que suelen tener los capítulos. Tal vez por eso desconcierta un poco al inicio, sin llegar a saber nunca qué es lo que ocurre exactamente. Una incertidumbre que sienta las bases para el resto de los episodios, de desarrollo más tradicional, y que engancha al espectador para obligarle a asistir a un viaje por la violencia y las extrañas normas éticas de un mundo en el que la vida no valía nada. La serie se revela, por tanto, como una historia de suspense, un arco dramático que convierte al héroe en el antihéroe que conocemos de films como El halcón maltés (1941), es decir, un hombre que se rige por sus propias leyes (y al que se suma, en esta ocasión, su cargo en la policía).

Unos actores de época

Mob city es uno de esos productos que escasean en la pequeña pantalla. Su factura técnica es impecable; sus guiones combinan de forma inteligente intriga y violencia, drama policial y romance; y sus actores son, en líneas generales, de un alto nivel. Por poner un ejemplo similar en lo que a género se refiere, se asemeja a Boardwalk Empire, aunque aborda el mundo de los gangsters desde un punto de vista muy diferente y los personajes no alcanzan el interés que pueden tener aquellos. Eso no impide, sin embargo, que existan algunos nombres que merecen ser destacados. Y no son los personajes históricos que vivieron dicha batalla, pues estos quedan definidos de una forma somera, sin profundizar demasiado en sus motivaciones más allá de su definición como «buenos» y «malos».

No, los personajes más interesantes son los dos amigos protagonistas. Tanto Bernthal como Milo Ventimiglia (serie Héroes) crean un vínculo que va más allá de la ley o la mafia, del bien y del mal. Ambos se mueven en el mundo de luces y sombras que es Los Ángeles en aquella época, y ante todo buscan sus propios intereses, que no siempre coinciden con los del bando en el que militan. Enemigos por necesidad, amigos por lealtad. Esto permite a la trama adentrarse en una serie de matices que de otro modo se perderían, como es el hecho de que sus motivaciones muchas veces lleven a unas acciones más que cuestionables, ya sea desde el punto de vista policial o mafioso. En concreto, Ventimiglia compone el que posiblemente sea el mejor personaje de la serie, un «consigliere» joven y ambicioso que es capaz de salir de la situación más complicada. Su discurso final, en el que analiza la estructura de poder de una ciudad corrupta, es uno de los momentos más señalados.

Al comienzo decía que esta primera y única temporada termina de la mejor manera posible para la siguiente parte. Claro que visto de otro modo es la peor manera posible de terminar. Visualmente, su último episodio es impactante, brutal y estremecedoramente veraz si se conoce un poco la historia de Bugsy Siegel (basta con entrar en Internet para enterarse). Su resolución, empero, arroja la idea de que, en realidad, estamos ante lo que podría ser un primer acto de una obra mucho mayor. Una especie de presentación de personajes con un conflicto inicial que, en su desarrollo, se encuentra con un punto de giro drástico que trastoca la idea inicial que tenía el espectador. La teoría dice que esto debe generar interés para atrapar al espectador al inicio del segundo acto. En la práctica, la serie lo consigue… salvo porque no habrá segundo acto.

Una lástima. Mob city se postulaba como una de esas producciones que, aunque no tengan un éxito masivo entre el público, iba a ganar enteros a medida que su desarrollo dramático evolucionase. Su primera temporada, desde luego, lo promete firmemente. Desde su vestuario, con esas corbatas cortas tan llamativas, hasta sus decorados, pasando por los actores y algunas secuencias realmente logradas (el tiroteo en el tiovivo es un ejercicio de suspense con mayúsculas), la serie es una obra magníficamente inacabada, soberbiamente interrumpida. Al menos podremos disfrutar de estos 6 capítulos e imaginar lo que podría haber sido.

American Horror Story vuelve a sus orígenes con ‘Coven’


Las brujas protagonizan la trama de 'American Horror Story: Coven', tercera temporada de la serie.Cuando en 2011 dio comienzo American Horror Story muchos, entre los que me incluyo, quedamos fascinados tanto por la belleza formal de la producción como por la elegancia e inteligencia de un guión que jugaba constantemente al gato y al ratón entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Pero esta historia de una casa encantada tenía, lógicamente, fecha de caducidad, aunque solo fuera por el hecho de que estirar ese desarrollo argumental en demasía podía derivar en una autoparodia innecesaria. Afortunadamente, pronto se anunció que cada temporada iba a ser independiente. Una decisión arriesgada que mantuvo en ciertos aspectos el nivel en la segunda parte, subtitulada Asylum, aunque no lograba definirse con tanta trama. Su tercera temporada, bajo el subtítulo Coven (aquelarre en inglés), recupera las buenas sensaciones del original.

Y lo hace volviendo a sus orígenes, es decir, a centrarse en una única historia (eso sí, con homenajes a muchos otros subgéneros del terror) que tiene lugar en el mundo de la brujería. En concreto, la historia creada por Brad Falchuk y Ryan Murphy, creadores de la serie Glee, gira en torno al relevo en un aquelarre de brujas de su Suprema (con los rasgos de Jessica Lange), la bruja que debe guiar todas sus acciones. Un relevo que desata no solo las previsibles y tradicionales luchas de poder entre ellas, sino que desentierra (nunca mejor dicho) viejos fantasmas del pasado en forma de enemistades con otros grupos de brujas, remordimientos y, literalmente, muertos vivientes. Y a pesar de todo, a pesar de la cantidad de elementos que poco o nada tienen que ver con la brujería, la serie logra encajar como un guante todo aquel concepto que pueda resultar extraño en una trama que, a pesar de algún que otro altibajo, tiene algunos momentos realmente memorables.

Sin duda, y ya que hemos mencionado los altibajos, la serie encuentra su mayor handicap en la innecesaria y constante resurrección de los personajes. A diferencia de la primera (más romántica) y de la segunda temporada (más visceral), American Horror Story: Coven está planteada desde un principio como una especie de juego de pistas en el que el espectador trata de averiguar quién es quién en esa mansión, o lo que es lo mismo, cuál será el orden en el que irán cayendo las brujas en esa lucha de la que antes hablábamos. Y hasta cierto punto sus responsables logran, con mayor o menor originalidad, ir eliminando personajes de forma coherente y, sobre todo, espectacular. El problema nace en la aparente obligación de volver a contar con dichos roles para una especie de clímax final en el que todos deben participar. Sencillamente es algo que genera algo de indiferencia, pues los personajes parecen impunes no solo ante sus actos, sino ante su propio final.

Igualmente, el arco dramático de la temporada, que consta de 13 episodios como la anterior, ofrece un elemento muy interesante: la lucha encarnizada durante siglos de las brujas contra sus cazadores. Sin embargo, el desarrollo que esta trama secundaria presenta se queda algo escaso, no tanto en lo que explica cómo en la forma de narrarlo, con demasiados trompicones y sin ahondar demasiado en los antagonistas, retratados aquí como un grupo de hombres cuyo único fin es la eliminación de estas mujeres como poderes. Hay que reconocer, empero, que la forma de eliminarlos es sencillamente sublime, haciendo gala de la elegancia y brutalidad que caracteriza a la serie.

Homenajes delirantes

A pesar de todo, esta tercera temporada de American Horror Story se erige como una digna sucesora del original, muy por encima de la confusa segunda parte. Y lo logra porque, como decía al principio, centra la mirada en una única historia con muchas ramificaciones, pero integrando todas ellas en un conjunto único que se nutre de cada detalle, cada decisión y cada diálogo. En este sentido, es imposible no destacar los numerosos homenajes que la serie hace a figuras clásicas del cine, la literatura y la mitología, por no hablar del hecho de que reformula algunas de las ideas más tradicionales sobre las brujas, en la misma línea que ha trabajado hasta ahora esta producción de terror.

Podemos encontrarnos, por ejemplo, con un Minotauro a las órdenes de Angela Basset (Objetivo: La Casa Blanca), quien da vida a un personaje histórico como es Marie Laveau. O con una horda de zombis eliminados por el personaje de Taissa Farmiga (Mindscape), en lo que es un claro y magnífico homenaje a cintas como Posesión infernal (1981) y Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro (1992). Eso por no hablar de la criatura de Frankenstein a la que da vida Evan Peters (Adult world) y cuya evolución es de las más interesantes de toda la temporada. Todo ello, además de dar respiro a una espiral de conspiraciones y sadismo que amenaza en todo momento con escaparse de las manos, permite al espectador alcanzar una perspectiva mayor sobre una historia compleja y con muchos, tal vez demasiados, personajes secundarios.

Aunque como ha ocurrido siempre en la serie, dichos personajes secundarios son el verdadero plato fuerte. Sin ir más lejos, estos 13 capítulos incorporan a Kathy Bates (Misery) en otro personaje histórico, Madame LaLaurie, sádica mujer de la alta sociedad que se dedicó a torturar a sus esclavos en la Luisiana de finales del s. XVIII y principios del s. XIX. Un fichaje que protagoniza algunos de los mejores momentos del conjunto. Destaca también la presencia de Danny Huston (Hitchcock) como un asesino en serie, y en menor medida las jóvenes Gabourey Sidibe (Precious) y Emma Roberts (Somos los Miller), sobre todo esta última como una de las villanas de la función. Todos ellos, entre muchos otros, tienden a derivar el desarrollo dramático hacia derroteros que poco o nada tienen que ver con la historia principal, aunque por fortuna se logra enfocarlos hacia un bien común, que no es otro que la resolución de la trama principal.

La sensación que deja American Horror Story: Coven es la de estar ante una temporada que recupera lo mejor del sello propio de la serie. Elegancia, inteligencia y momentos de auténtica brutalidad. Además, lo hace sin perder nunca de vista de qué habla y qué importa realmente en esta historia de brujas, secretos y traiciones. Sin embargo, posee algunos «peros» que pueden hacer desconectar de la acción, muchos derivados de esa profusión de tramas secundarias que también ha caracterizado a la producción. Por no hablar del episodio final, ciertamente bello e incluso poético pero sin demasiada fuerza narrativa. Pero nada de esto debería ser un impedimento para disfrutar de una serie tan personal y arrebatadoramente bella como esta.

‘Sleepy Hollow’ reinventa los mitos norteamericanos en su 1ª T


Nicole Beharie y Tom Mison deben luchar contra el Jinete sin cabeza en la primera temporada de 'Sleepy Hollow'.Es curioso cómo algunos relatos son capaces de traspasar las fronteras del tiempo para adquirir la categoría de mitos y, por extensión, desvirtuarse hasta convertirse en algo diferente. Me imagino que si Washington Irving, autor del cuento conocido como La leyenda de Sleepy Hollow, pudiese ver lo que ha dado de sí esta historia del jinete sin cabeza se sorprendería. Eso cuanto menos. Sobre todo si asistiese a esa transgresión tan deliberada de su obra que lleva por nombre Sleepy Hollow y que, a modo de serie, recupera la historia de Ichabod Crane y el jinete armado con un hacha que busca desesperadamente su cabeza. Aunque en realidad, esto es una mera excusa para algo mucho mayor. Habrá puritanos que tal vez queden decepcionados con el devenir de su primera temporada, pero los fans del fantástico encontrarán en ella uno de esos placeres que a veces da vergüenza anunciar a los cuatro vientos.

Y no debería ser así. Si bien es cierto que su factura técnica deja que desear en algunos momentos, esta serie creada por Alex Kurtzman y Roberto Orci (guionistas de Fringe, serie con la que comparte puntos en común) en colaboración con Phillip Iscove y Len Wiseman (Underworld) posee todos los elementos para convertirse en una aventura dinámica e interesante, capaz de sacar mucho rédito a una historia literaria más bien limitada. Es cierto que el episodio piloto da comienzo con los protagonistas de la historia original, pero ese es prácticamente el único punto en común. A partir de ese momento sus guionistas realizan un desarrollo dramático que incluye a brujas, demonios y el Apocalipsis bíblico, amén de un sinfín de mitos de la cultura norteamericana. Todo con un tono irónico que sobrevuela un tratamiento en clave de aventura policíaca con una atípica pareja protagonista.

En líneas generales, esta primera temporada de 13 episodios mantiene un alto nivel, lo que no quiere decir que no existan numerosos altibajos, fundamentalmente provocados por la profusión de personajes que poco a poco toman protagonismo en la trama y obligan a complicar no solo las relaciones personales de los protagonistas, sino las líneas argumentases secundarias, algunas ciertamente innecesarias. Tal es el caso, por ejemplo, del personaje interpretado por Orlando Jones (El circo de los extraños), un jefe de policía que hacia el final de esta primera etapa parece diluirse en su propia trama, perdiendo algo del protagonismo que parecía haber adquirido en favor de unos conflictos familiares que poco o nada aportan a la trama principal.

Claro que es un aspecto secundario. Sin duda uno de los mejores aciertos de la serie es la relación que se establece entre la aguerrida policía protagonista (rasgos de Nicole Beharie, vista en Shame) y el resucitado Ichabod Crane (Tom Mison –La pesca del salmón en Yemen-) como consecuencia de un hechizo que une su destino al del jinete sin cabeza. Ambos personajes dejan a un lado los senderos narrativos habituales en las parejas de policías de sexos diferentes para centrarse en los problemas que tiene Crane al vivir en un mundo que no comprende (con detalles tan originales como su primer contacto con un ordenador o su cara al ver que el agua se compra) o en el destino de ambos, llamados a ser los testigos que detendrán el fin del mundo. Gracias a esto, el espectador se encuentra ante una relación habitual en la pequeña pantalla pero narrada desde otro punto de vista.

Los senderos ocultos de la religión

Al inicio afirmaba que Sleepy Hollow tiene numerosos puntos en común con esa joya de la ciencia ficción llamada Fringe. Soy consciente de que sus temáticas son diametralmente opuestas, pero es que sus semejanzas no se encuentran en la trama, sino en la forma de desarrollarse. Por ejemplo, la joven protagonista deja su cuerpo de policía para formar una especie de unidad secreta de la que solo tienen conocimiento unas cuantas personas. Los casos, si bien es cierto que al comienzo parecen autoconclusivos, poco a poco van conformando una trama mayor. Y por si esto no significara mucho, la presencia de John Noble (El señor de los anillos: El retorno del rey), el inolvidable Walter Bishop, reafirma una cierta sensación de semejanza. Pero que nadie se lleve a engaño. Aunque su papel es una especie de consejero que lucha por el bien, su trama da un giro tan inesperado como interesante en el último episodio, y el mejor, de la temporada.

Por supuesto, las semejanzas terminan ahí. Porque si aquella serie abordaba las posibilidades de la ciencia, esta se centra más en las conspiraciones, leyendas y mitos en torno a los orígenes de Estados Unidos como país. Todo bajo la omnipresente presencia de la religión combinada con la brujería. ¿Y cómo encaja el jinete sin cabeza en todo esto? La respuesta, evidentemente, tiene mucho que ver con estos elementos, más concretamente con los 4 jinetes del Apocalipsis. En efecto, lejos de limitarse a tratar de desarrollar el mito literario capítulo tras capítulo (algo difícil de digerir, todo sea dicho), los autores optan por darle un pasado (se llega a conocer su verdadera identidad), unas motivaciones y un sentido que, creyentes o no, tiene más sentido y, lo más importante, ofrece más posibilidades narrativas.

Es más, la presencia del Jinete, como se le conoce en la serie, se vuelve más y más testimonial a medida que avanza el argumento. Es un muy buen punto de partida, y la verdad es que los primeros episodios en los que tiene presencia son de lo mejor de la serie. Su diseño, además, evidencia un intento por dotarle de una entereza única, mucho más convincente la de otras criaturas cuya participación no supera la historia episódica. Pero eso no quiere decir que el desarrollo dramático se enroque en sí mismo una y otra vez. Afortunadamente para la salud de la narrativa y para los espectadores, la historia apunta hacia cotas más lejanas desde un primer momento, y en estos primeros 13 episodios explora muchos caminos que nada tienen que ver con el cuento en el que se basa. Los personajes originales conservan nombres y profesiones, pero el mundo que se ha creado alrededor de ellos trasciende por encima de cualquier posible mención que exista en el relato de Irving.

Al final, Sleepy Hollow se revela como un entretenimiento puro y duro, una aventura fantástica con constantes referencias bíblicas que bebe de los mitos norteamericanos (como la que sitúa al general Washington al frente de una guerra por la salvación de la Humanidad). Es indudable que podría ser mejor, tal vez más oscura, y sin lugar a dudas con unos personajes más elaborados. Sobre todo teniendo en cuenta el exigente nivel de las producciones actuales. Pero eso no debería ser un impedimento para disfrutar de ella. Sobre todo con ese episodio final que rompe todos los esquemas planteados hasta ese momento y que deja abierta la puerta a una segunda temporada que, por lo menos, contará con la inestimable presencia del Jinete que busca su cabeza.

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